Cuanto más conocemos la enfermedad COVID-19, más conscientes somos de su complejidad y de los detalles aún desconocidos que esconde. Aunque esté desencadenada por el coronavirus, muchos de sus signos y síntomas, junto con sus complicaciones, no están provocados exclusivamente por las enmarañadas interacciones entre el virus SARS-CoV-2 y el cuerpo humano. Como muestran los recientes estudios clínicos, los daños colaterales que provoca la batalla entre el sistema inmunitario humano y el coronavirus son también decisivos en que determinados pacientes lleguen a un estado grave o crítico.
En la mayoría de las personas (más del 80%), el sistema inmunitario detecta y ataca al coronavirus desde diferentes frentes para conseguir su eliminación en el organismo sin mayor problema. No se trata de un trabajo limpio, y los efectos de esta lucha también se notan en el cuerpo humano: fiebre, dolor de cabeza o articular, cansancio, debilidad... Son síntomas provocados por la activación del propio sistema de defensa inmunitario para luchar contra el coronavirus. Afortunadamente, cuando la enfermedad es leve, estos síntomas suelen desaparecer completamente a las dos semanas tras su inicio.
La historia es totalmente diferente cuando la persona, ya sea por su edad, su genética o ciertos factores de riesgo, se enfrenta a la COVID-19 en su forma grave o crítica, aproximadamente 7-10 días después del inicio de los primeros síntomas. En algunos de estos pacientes, la respuesta del sistema inmunitario queda fuera de control debido a una tormenta de citoquinas. Las citoquinas son moléculas que actúan como mensajeros entre las células y potencian o reducen la respuesta inmunitaria. Cuando la secreción de las citoquinas proinflamatorias es desmesurada, la inflamación es masiva, lo que provoca daños tanto al coronavirus como a las células del cuerpo humano. Así, a los síntomas leves provocados por este sistema de defensa, se suman daños graves en los pulmones, lo que provoca una gran dificultad respiratoria e incluso la muerte.
Sin embargo, la COVID-19 es mucho más que una enfermedad infecciosa respiratoria. Se ha observado que los riñones, el corazón, los vasos sanguíneos, el sistema nervioso o incluso la piel pueden resultar también afectados. ¿Hasta qué punto el sistema inmunitario está involucrado en estos daños que pueden aparecer en casi cualquier órgano o tejido del cuerpo humano? Aún no lo sabemos, son muchísimas las lagunas de información en este sentido y los científicos están investigando cómo se producen estas alteraciones tan diversas. Las autopsias resultarán imprescindibles para arrojar más luz a este asunto.
Los médicos y científicos son conscientes de que domar a un sistema inmunitario descontrolado podría ser la clave para mejorar el pronóstico de los pacientes más graves y evitar que cause más daños que el propio coronavirus. Sin embargo, se trata de un enfoque terapéutico extremadamente delicado. Si los tratamientos para frenar al sistema inmunitario son demasiado intensos, se corre el riesgo de provocar inmunodepresión y esto puede dar la oportunidad al virus de multiplicarse más todavía. Si, por el contrario, los fármacos utilizados se quedan cortos en limitar la descontrolada respuesta del sistema inmunitario, su efecto terapéutico puede ser muy reducido o nulo.
Además, averiguar el momento oportuno en el que aplicar estos tratamientos para poner bajo control al sistema defensivo también es crucial. Si se aplican demasiado temprano, el coronavirus puede aprovechar la oportunidad para multiplicarse, agravando la enfermedad. Si se aplican demasiado tarde, puede que los fármacos ya no consigan frenar al sistema inmunitario desbocado.
Mediar en la batalla entre el sistema inmunitario y el coronavirus dista de ser una tarea sencilla. Una de las propuestas para conseguirlo es combinar un fármaco que controle al sistema inmunitario con un antiviral que también mantenga a raya al coronavirus.
Las diferentes estrategias
En estos momentos se están evaluando en ensayos clínicos diferentes tratamientos que podrían volver a poner bajo control al sistema inmunitario. Entre ellos destacan varios inhibidores selectivos de citoquinas proinflamatorias para frenar la tormenta. Básicamente, se engloban en inhibidores de la interleuquina 1, donde destaca la proteína anakinra (que ya se usaba previamente para tratar la artritis reumatoide), y los inhibidores de la interleuquina 6, donde predominan anticuerpos como sarilumab, tocilizumab y siltuximab.
Otro enfoque experimental más drástico es la aplicación de corticoesteroides sistémicos, como la cortisona. Se trata de un conjunto de hormonas con potentes efectos antiinflamatorios e inmunosupresores, muy usados para tratar enfermedades tales como enfermedades inflamatorias autoinmunes o para evitar el rechazo inmunitario tras un trasplante.
En diferentes países, incluido España, también se está probando el uso de células madre mesenquimales (procedentes del tejido de cordón umbilical, de la pulpa dentaria, de la sangre menstrual o de otros tejidos) o de los exosomas que liberan (vesículas que contienen una gran diversidad de moléculas con efectos biológicos). Estas células tienen la propiedad especial de modular la respuesta del sistema inmunitario a través de múltiples mecanismos y es la razón por la que se está investigando sus efectos frente a la COVID-19.
Otros tratamientos que se están probando en ensayos clínicos son los inhibidores de la quinasa Janus (como el baricitinib) que se emplean para tratar la artritis reumatoide y varios interferones (proteínas inmunomoduladoras). Aunque hasta ahora la experiencia de su uso no ha sido favorable.
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