Naciones Unidas ha condenado a España en cinco ocasiones por vulnerar el derecho a la vivienda. Los cinco casos conciernen a Madrid, una comunidad donde el alquiler ha subido el triple que los salarios en los últimos años. elDiario.es habla con personas de tres generaciones diferentes afectadas ello.
José Gutiérrez, nacido en 1945, jubilado, vive con su esposa, Adela Castro, en un piso de Carabanchel que compraron en el año 2002. En 2015, cuando su empresa familiar quebró, recibieron una orden de desahucio porque la vivienda, a pesar de estar pagada en su totalidad, había sido usada como aval. La pareja vivió momentos angustiosos. Adela desarrolló un cáncer, tuvo que someterse a dos operaciones y sufre secuelas dolorosas. Temieron quedarse en la calle. Consiguieron una moratoria hasta 2024, pero siguen conviviendo con la incertidumbre, sabiendo que cuando se cumpla el plazo podrían echarles.
“Yo tengo intención de morirme antes de que eso ocurra”, dice José. “Tenemos derecho a un techo para morir tranquilos. ¿O ni siquiera eso?”, añade. “No somos unos niños, no nos queda mucho de vida. Que nos dejen vivir en nuestra casita hasta entonces, no pedimos más”, susurra Adela.
Su nieta, que ha empezado a trabajar como profesora interina, vive con ellos desde que Adela enfermó. Y su hija “malvive en un piso con humedades, tiene las manos deshechas porque cuando se quedó sin empleo tuvo que empezar a trabajar de todo, limpiando casas”.
José cobra mensualmente unos 1.500 euros limpios de pensión, porque trabajó treinta y un años en la Casa de la Moneda y después siguió en ella como empleado a media jornada. Cuando en 2015 recibieron la orden de desahucio, acudieron a la Plataforma de Afectados por la Hipoteca (PAH), y así contactaron con su abogada, Alejandra Jacinto, integrante de la PAH desde hace años y ahora candidata independiente en la lista de Unidas Podemos. “Cuando quedaba solo un día para que nos echaran, ella me llamó por teléfono y me dijo: 'José, de momento no te vas de casa, hemos conseguido una moratoria por tu edad'. Me emociono al recordarlo”.
“La vivienda es un derecho. He estado toda mi vida trabajando, nací en la zona del Rastro, sé lo que es vivir humildemente, pasar hambre, mi padre tenía dos empleos y yo empecé a trabajar a los 13 años. Veo cómo hoy sigue habiendo gente que pasa hambre. Los de siempre no, esos nunca pasan hambre. Cuando dicen que los pobres son mantenidos me pongo malo. No duermo por la noche pensando qué pasará si nos cae otra vez lo mismo Madrid en estas elecciones”, asegura.
“Lo que queremos es que nos arreglen esta situación, podemos pagar una renta, pero que sea razonable”, señala Adela. “No hay derecho a cómo están los precios de los alquileres. Tenemos una amiga que comparte piso en Leganés y paga 600 euros al mes. En Leganés. Nosotros tenemos que comer y ayudar algo a mi hija”, dice él. “La PAH nos ayudó mucho, hicieron una manifestación en la sede del banco en Parla, para poder negociar, queríamos que nos dejaran el piso pagando alquiler, pero nada. Entonces nos recomendaron que no siguiéramos pagando ni la comunidad ni nada, porque el piso ya no era nuestro. Y luego afortunadamente llegó la moratoria. Pero ¿hasta cuándo?”, añade.
“No hay derecho a que haya gente que tenga siete casas que cuestan millones y nosotros no podamos ni morirnos bajo un techo digno. Según la Constitución la vivienda es un derecho, pero ya ves”, insiste José.
“Yo crecí en un pueblo sin madre desde los tres años, pasando muchas necesidades, no había yogures ni nada, comíamos fatal y eso mis huesos lo notan, claro”, dice Adela, quien a raíz de la quimioterapia sufre fuertes dolores de espalda: “Hemos trabajado toda la vida, tenemos derecho. Yo a los 11 años me vine a Madrid para trabajar como interna en una casa y nunca me pagaron, solo me mantenían”.
“No somos vulnerables, es que alguien nos está vulnerando”
Javier Hernández, licenciado hace un año en Psicología por la Universidad Autónoma de Madrid, comparte piso en Tetuán con otros tres amigos. Pagan 300 euros cada uno y él gana entre 400 y 500 euros al mes. “Quería estudiar un curso de especialización en la Complutense, pero se suspendió por la pandemia. Empecé a buscar trabajo de lo mío pero no encontré nada, así que trabajo en una gran superficie, un almacén, moviendo cajas. Puedo porque mi familia me apoya, mis padres han trabajado toda la vida, él es médico, ella enfermera. Pero quienes no tienen ese apoyo, ¿qué?”, se pregunta en conversación con elDiario.es en una plaza pública del barrio de Tetuán.
“El alquiler está lleno de barreras para los jóvenes. Por un lado, el precio debería regularse, porque si no, es imposible. Por otro lado, hay obstáculos en todo el proceso a la hora de buscar piso. Se piden fianzas de hasta tres meses, hay una escasez premeditada que te obliga a la prisa, si ves un piso te empujan a firmar al instante porque si no, vuela”, lamenta.
Nos dicen que si nos lo curramos, lo conseguiremos. Eso está muy bien para los Juegos Olímpicos, no para tener derechos, porque si hay que ganárselos, no son derechos.
Como él, sus compañeros de piso trabajan en lo que pueden mientras terminan sus posgrados o buscan empleo en su especialidad. Una está contratada en una librería infantil, otro da clases de refuerzo a estudiantes, y un tercero “trabaja en negro en una academia”. Se sienten familia elegida y valoran tener un barrio y un tejido social en el que poder construir un proyecto común.
“Creo que en mi generación somos conscientes de que lo que nos vendieron no es real. Que lo que vivieron nuestros padres es una excepcionalidad histórica. Nos venden la meritocracia, diciéndonos que si te lo curras, conseguirás aquello por lo que has luchado. Eso está muy bien para ganar los Juegos Olímpicos, pero no para tener derechos, porque si hay que ganárselos, no son derechos”.
“Por eso no desearía que quedemos como la generación que a pesar de haber estudiado y trabajado mucho no ha obtenido lo que merece. No. Yo quiero tener los mismos derechos que los chavales con los que estudié cuarto de la ESO que dejaron de estudiar porque tenían que trabajar ya o por lo que sea. Los derechos son derechos y tienen que serlo para todos”.
Javier considera clave que haya vivienda pública y que se regule el precio del alquiler: “Hay miles de solicitudes de vivienda pública para sorteos de unos pocos cientos de viviendas, es una lotería, cuando debería ser un derecho. Si ni siquiera a la gente que echan a la calle le dan vivienda pública, cuesta pensar que una vivienda pública pueda ser algo que tú pidas como quien va a un colegio público o a un hospital público. Algo que es un derecho básico debería dejar de estar vinculado a criterios de vulnerabilidad. Me hace mucha gracia esa palabra. No somos vulnerables, es que alguien nos está vulnerando”, matiza.
Sus propias dificultades para pagar un alquiler le condujeron a visitar la asamblea de vivienda de su barrio. “Me involucré por mi problema personal, pero allí me di cuenta de lo injusto que es que se vulnere el derecho a la vivienda. Para mucha gente la vivienda es una necesidad, es el lugar que necesitamos para vivir, para estudiar, para tener un lugar de seguridad, para no mojarnos cuando llueve. Para otros, es una forma de hacer negocio. Hay en ello una incompatibilidad”.
Sobre las elecciones madrileñas no quiere hablar mucho. Dice que “probablemente” irá a votar y subraya la importancia de hacer política “en otros sitios, empujando desde abajo”. “Entérate de qué vas votar pero, sobre todo, piensa qué haces el resto del año, porque eso es lo que determinará que haya un cambio real o no. Cuando hay avances, aunque la reforma de turno lleve la firma de un partido, es porque detrás ha habido gente empujando desde abajo durante años”.
“No puedo pagar 3 meses de fianza y 600 euros al mes”
En la asamblea de la PAH de Carabanchel no se habla de las elecciones, pero sí resuena una fecha: el 9 de mayo, día en el que terminará el estado de alarma. “No tengo claro si entonces se ponen en marcha los procesos de desahucio, porque no lo han publicado en el BOE”, dice alguien. “Lo anunciaron, pero creo que hasta el día 9 no sale publicado oficialmente”, comenta una mujer. Una veintena de personas están sentadas en círculo. En el orden del día se abordan varias órdenes de desalojo, con fechas cercanas: 12 de mayo, 26 de mayo, 27 de mayo.
“A mí me llegó un aviso ayer mismo, lo deslizaron por debajo de la puerta”, cuenta una joven manchega que lleva años en Madrid. “No me niego a pagar, pero pido que se me den facilidades de pago, no dispongo de dinero para pagar tres meses de fianza y seiscientos euros de alquiler”, explica.
“A mí me han abierto otro proceso en un juzgado distinto, hay dos procesos a la vez”, explica Ramiro, un hombre de 71 años que sigue trabajando con la esperanza de conseguir el día de mañana una pensión mínima. Son decenas las personas presentes en esta asamblea que se arriesgan a ser expulsadas de su vivienda. Alguien propone un “acompañamiento” a Ramiro, es decir, crear un grupo para que no vaya solo a preguntar por su caso en los juzgados. Se baraja la fecha del 4 de mayo, pero varias mujeres señalan que es mal día: como hay elecciones, los niños no tendrán colegio. “Pues nos los llevamos al juzgado”, exclama una.
El precio de los alquileres es insufrible, así no hay quien pueda vivir.
Una de las personas que guía la conversación es Elsa, de origen chileno, con más de dos décadas viviendo en España. Contable con un grado superior en Administración, trabajó años en una gestoría. Ella misma está pendiente de una orden de desahucio: “A mi exmarido le iba muy bien, es ingeniero, pero con la crisis todo se cayó. Habíamos pagado 14 años de hipoteca, pero teníamos deuda aún. Él terminó yéndose a Chile. Mi hermano, que tenía otro piso, también se fue, y me dejaron aquí con todo”.
Elsa tiene tres hijos, uno de ellos discapacitado, de 24 años de edad. “Ha tenido varios tumores cerebrales, le han abierto la cabeza ya varias veces, le operan porque la quimioterapia ahí es imposible. Ya ha perdido la visión del ojo izquierdo, y aunque intenta estudiar le resulta muy difícil”, explica ella.
“Al principio yo compaginaba mi trabajo con sus cuidados, iba al hospital, volvía al trabajo, pero llegó un momento en el que me echaron, era incompatible. Era la vida de mi hijo, no podía dejarle. Me pasaba más en el hospital que en casa. Ahora necesita cuidados, nos vamos turnando mis hijos y yo. Él tiene muchas ganas de hacer cosas, pero le cuesta, se cansa mucho”, lamenta.
Uno de sus hijos está terminando Ingeniería de Telecomunicaciones. “Mi hijo me dice: no te preocupes, mamá, que encontraré un buen trabajo y podremos tener una vivienda. El precio de los alquileres es insufrible, así no hay quien pueda vivir. Pero juntas, apoyándonos, viniendo aquí a las asambleas, somos fuertes”.