Atada y bien atada la educación obligatoria con la LOMCE, la agenda reformista del ministro de Educación, José Ignacio Wert, se topa con la universidad.
En repetidas ocasiones ha hablado el ministro de realizar cambios en la última fase de la etapa educativa. Lamenta Wert que ningún centro español aparece en los principales rankings mundiales de universidades. Sin necesidad de mirar fuera, la foto fija del sector y las opiniones recabadas de expertos revelan unas universidades penando por la crisis, cargando sobre los alumnos en forma de aumento de tasas los recortes que llegan desde las administraciones y tratando de definir qué van a ser en el futuro.
Como es habitual en educación, la cierta unanimidad en el diagnóstico desaparece cuando se habla de la solución. Donde unos ven privatización de la universidad y la educación en venta otros observan oportunidades e independencia para los centros. Acercar los precios de las tasas a su coste real puede ser catalogado como un ataque a la equidad o como una racionalización del sistema. Y lo mismo ocurre con las becas.
Lo que algunos señalan pero el ministro no dice es que detrás de esta reforma se esconde un cambio de modelo que se está llevando a cabo sin debate. Y ahí radica la clave. ¿Qué universidad queremos? ¿Una de élite en la que el alumno se costee su educación y que aspire a los rankings de excelencia que tanto le gusta nombrar a José Ignacio Wert? ¿O un modelo de servicio público de proximidad como el que tenemos –o teníamos– basado en la casi gratuidad y la subvención?
Las certezas
Entre tanta opinión también hay alguna certeza. Para empezar, que es un mito que haya demasiadas universidades. España tiene 82 centros para 47 millones de habitantes, una universidad por cada 582.000 estudiantes. En Reino Unido cada centro corresponde a 253.000 británicos, y en Estados Unidos no llegan a los 100.000 habitantes por universidad.
Otra realidad es que la financiación de las universidades ha caído en los tres últimos años. Un informe de CCOO cifra el descenso en los presupuestos de los centros –que dependen en gran medida de las Comunidades Autónomas– en un 13,7% en cinco ejercicios, desde los prácticamente 10.000 millones de euros en conjunto en 2009 hasta los 8.730 millones en 2013.
Y esto en un contexto de aumento de estudiantes (un 9% en el mismo periodo). Las cifras coinciden en lo fundamental con otro estudio de Juan Hernández Armenteros y José Antonio Pérez García, expertos en financiación universitaria de la Universidad de Jaén y de la Politécnica de Valencia respectivamente. El grueso del ajuste, detalla el sindicato, ha corrido a cuenta de las partidas de Personal (434 millones de euros, un 31% del ajuste) e Inversiones (763 millones, 54%).
Este nivel de gasto universitario sitúa al país por debajo de la inversión media de la OCDE, que ronda el 1,5% del PIB. Las cifras tampoco resisten el análisis comparativo. Los 10.000 millones de euros del año 2009 correspondían al 0,96% del PIB español. Los 8.730 millones del ejercicio corriente no pasan del 0,86%.
En cuanto a la distribución de los ingresos, según el modelo actual aproximadamente un 75% proviene de las diferentes Administraciones (las Comunidades pagan las nóminas y el Estado la investigación), un 20% de las tasas y precios que pagan los estudiantes y el restante 5% de otras partidas como empresas, etc. La dependencia de los fondos públicos es evidente. “Se sigue el modelo continental europeo”, explica Hernández Armenteros. “No existe correlación entre la riqueza o demografía de los países y el modelo de financiación universitaria que adoptan, (...) es una decisión de carácter más político y social que económico”.
A vueltas con las tasas
El debate sobre el modelo, de nuevo. Fernando Casani, ex gerente de la Universidad Autónoma de Madrid y profesor de Organización de Empresas, cree que “está cambiando la mentalidad. Está pasando de la Universidad como servicio público por el que apenas se paga a considerarse un privilegio y que la tenga que pagar el estudiante”, observa.
Las tasas han subido exponencialmente desde que Educación permitió a las Universidades fijarlos con libertad para captar recursos. En dos años han subido entre un 7% y un 125% en los grados con mayor nivel de experimentalidad y entre un 19% y un 105% en los de menor, según Hernández y Pérez. Pero para las universidades esta situación tampoco tapa los agujeros: las Comunidades están retirando de su aportación la cantidad extra que calculan que recibirán las universidades por el incremento de las tasas.
Hernández y Pérez abogan en un reciente y exhaustivo informe por recorrer este camino hasta el final y sustituir el actual modelo “subvencionado lineal” por otro a partir de la renta. Argumentan estos autores que actualmente se subvenciona el 80% del coste real de la matrícula a todos los estudiantes sin distinción. Su propuesta pasa por establecer horquillas de pago: la unidad familiar que supere 7,5 veces la renta mínima se pagaría el 100%. La que no llegue no paga nada. Y entre medias todos los demás costearán una parte proporcional en función de su renta.
Este modelo se acompaña, explican, de una fuerte política de becas que lo sostenga, que cubra desde los costes de las enseñanzas hasta las becas salario para los más desfavorecidos. Otra fórmula, modelo anglosajón, es al menos facilitar la financiación de los estudios, aunque esta fórmula deja al licenciado con una gran deuda al terminar su paso por la universidad que no siempre podrá pagar.
En este aspecto hay otra corriente de opinión, defendida entre otros por Pedro Schwartz, profesor de la Universidad San Pablo CEU e ideólogo educativo de FAES, la fundación que nutre intelectualmente al PP. En un estudio dirigido por él defiende un cambio hacia un modelo “basado en la libertad de elección” en el que el estudiante paga la matrícula íntegra pero recibe cheques de estudios que cubren buena parte de estos costes y con los que pueden acudir libremente a cualquier universidad, pública o privada.
El modelo
Y luego está el papel de las empresas. Esta cuestión, en el centro de muchas quejas de ciertos colectivos como estudiantes o sindicatos, responde también al modo de aproximar el papel de las universidades. Casani explica que si creemos que “la globalización lleva a que todo es mercado y hay que ir al mercado, las universidades necesitan un cambio enorme” para salir a competir en el mundo y vender servicios para financiarse. Si estamos contentos con el rol que tienen no es necesario cambio alguno.
Hernández y Pérez opinan que “el núcleo del problema no es poner en cuestión si la universidad debe ser financiada con recursos públicos sino cómo debe proporcionársele dicha financiación”. Cuando se desarrollaron los modelos de financiación universitaria, las Comunidades Autónomas desarrollaron unos criterios a la hora de repartir los fondos entre los diferentes centros. Estos modelos se basan en indicadores que reconocen, al menos en parte, la actividad, productividad y eficiencia. El problema que ha aparecido es que el sistema se ha vuelto contra las Administraciones y se ha abandonado en algunas regiones, por ejemplo Madrid. “El modelo obligaba a reconocer las cosas, lo que se hacía. Y por tanto obligaba a pagarlo, por lo que se decidió suprimir”, explica Casani. Y ahora esta rendición de cuentas que tan de moda está apenas sucede.
Hernández y Pérez tienen una respuesta para sí mismos: “En función de los servicios docentes y de I+D+i que proporcione a sus diferentes usuarios”. Estos expertos vinculan la financiación a los resultados –medibles por indicadores como publicaciones, patentes, recursos contratados con empresas...–. “Hará más fácil visualizar la conexión entre su contribución social y los recursos públicos obtenidos, incentivará la orientación de la oferta a la demanda y se incentivará la actividad de investigación del profesorado al financiarse sólo los resultados”, argumentan.
Y concluyen con un dardo para el ministro y su afición por los rankings: “No tendremos universidades españolas de investigación en los primeros puestos de las calsificaciones mundiales con una financiación por alumno de un tercio de la de las universidades que figuran en los 150 primeros puestos, ni mientras trabajemos en un país con un actividad de i+D+i por debajo del 2% del PIB”.