El pequeño de nueve años Joseph Meister fue el único paciente que Louis Pasteur necesitó para saber que su vacuna contra la rabia funcionaba y que sus beneficios superaban ampliamente a los riesgos. El niño, que había sido mordido por un perro infectado por el virus, sobrevivió. Como nadie lo había hecho hasta ese día, los cálculos fueron sencillos. En la mayoría de casos la estadística es más complicada: así lo recuerda el posible vínculo entre la vacuna de Oxford/AstraZeneca y casos infrecuentes de trombos, anunciado esta semana por la Agencia Europea de Medicamentos (EMA) y su homóloga británica.
“0,000095%”, señalaba la portada del tabloide británico The Sun la semana pasada. El porcentaje hace referencia a la posibilidad de morir por uno de estos raros trombos tras recibir la vacuna de Oxford/AstraZeneca. A pesar de eso, algunos investigadores y médicos temen que el anuncio de la EMA y las decisiones de los países de limitar su uso a ciertas franjas de edad pasen factura a la confianza de esta y otras vacunas. Al menos en Reino Unido, de momento, no ha sido así.
Las vacunas de la COVID-19 tienen en su contra que son nuevas, se están utilizando con millones de personas y todos los focos están puestos en ellas. “Lo normal es que conforme haya más vacunados más sepamos y las usemos con más seguridad, pero también que se identifiquen más efectos adversos”, explica a elDiario.es la farmacéutica experta en gestión sanitaria y acceso a medicamentos Belén Tarrafeta horas después de recibir su primera dosis de Oxford/AstraZeneca. De hecho, la EMA ha anunciado que también está investigando posibles trombos relacionados con la vacuna de Johnson & Johnson, cuyo sistema también se basa en adenovirus (frente al ARN mensajero de Pfizer o Moderna).
“Vacunar mucho nos va a mostrar muchas más incidencias, lo cual no significa que las vacunas de la COVID-19 sean menos seguras que otras”, añade Tarrafeta. Basta leer el prospecto de una aspirina para saber que los efectos secundarios de cualquier fármaco son el precio a pagar por su efectividad. Aunque las vacunas son medicamentos mucho más seguros, plantean un debate que el ibuprofeno no tiene: el conflicto entre interés individual y salud pública.
“Sopesar los potenciales daños y los potenciales beneficios es mucho más complejo [en una vacuna que en otros fármacos]”, explicaba la investigadora del Instituto Winton de la Universidad de Cambridge (Reino Unido) María Climént en una entrevista a Sinc. “Es un beneficio colectivo, no necesariamente individual” y, además, “el individuo que se vacuna está sano”. Ese contexto hace que “la manera de sopesar la relación daño-beneficio sea particularmente compleja”.
La balanza de las vacunas
Peter C. Gøtzsche analiza en su libro Vacunas (Capitán Swing) esta complejidad, que está detrás de algunos debates sobre la conveniencia de usar ciertas vacunas. En el caso de la polio, el sarampión, la viruela y la rabia los beneficios potenciales superan tan ampliamente a cualquier posible daño que la conclusión es rápida y clara. Sin embargo, en otros casos no es tan sencillo y el autor se posiciona en contra de las vacunas de la gripe y del virus del papiloma humano: en este caso, defiende, la balanza no se inclina en favor de su uso.
“Los mensajes que simplemente dicen que las vacunas son ‘seguras y efectivas’ son demasiado simples y no suponen una comunicación confiable”, asegura la directora ejecutiva del Instituto Winton, Alexandra Freeman. “Hay daños potenciales, la eficacia no es del 100% y es importante estar abierto a ello. Sin embargo, también es importante poner los daños y beneficios potenciales en contexto para permitir que la gente pueda tomar una decisión informada”.
Entre la polio y la gripe, ¿dónde se sitúan las vacunas de la COVID-19? Los porcentajes como el de The Sun no son del todo exactos: para calcular los posibles daños hay que tener en cuenta la probabilidad de infectarse por SARS-CoV-2 —que varía en cada momento y lugar— y la de sufrir un cuadro grave o morir por COVID-19 —que varía según factores como la edad del paciente—.
Una infografía elaborada por el Instituto Winton intenta plasmar este delicado equilibrio. Las conclusiones son claras: los beneficios potenciales de la vacuna de Oxford/AstraZeneca superan ampliamente sus riesgos con las incidencias actuales de la COVID-19. Solo con muy pocos casos —2 por 10.000 habitantes al día— la balanza se equilibra para los más jóvenes, siempre con cálculos conservadores que tienen en cuenta los ingresos en UCI a lo largo de cuatro meses.
El investigador de la Universidad Abierta de Londres Kevin McConway cree que estos gráficos sugieren certezas que todavía son inexistentes. “Transmiten bien el equilibrio entre riesgos y beneficios de la vacunación, pero quizá lo hacen demasiado bien, hasta el punto de hacernos pensar que sabemos cosas con más precisión de lo que lo hacemos en realidad”.
McConway asegura que, precisamente porque estos efectos adversos reportados de manera observacional son raros, la incertidumbre estadística hace que “no estén todavía seguros de qué pasa”. Con el tiempo y más información, dice, “lo sabremos con más seguridad”. Mientras tanto, todos los investigadores y médicos coinciden: las campañas de vacunación deben continuar con todas las vacunas disponibles.
La farmacovigilancia alarma cuando funciona
Comunicar la farmacovigilancia, en directo y en medio de una pandemia, es un reto. ¿Cómo informar de daños potenciales que, aunque sean despreciables, existen, sin generar alarma y rechazo? “Hay que huir de triunfalismos y de mensajes demasiado simples”, dice Tarrafeta. “Todo el mundo es capaz de entender el concepto de riesgo y de aceptarlo porque convivimos con él constantemente: riesgo de tener un accidente de coche, de que nos roben la bici, de tener una reacción alérgica”.
“Con cualquier medicamento el mensaje que hay que dar es de que hay riesgos, y que podemos evaluar los riesgos conocidos, pero no los desconocidos”, añade. “El sistema funciona para que ese riesgo sea lo menor posible y para identificar cualquier incidente que nos pueda decir que algo falla, de manera que los daños sean los menos posibles”.
Ese es el problema de la farmacovigilancia: que puede crear alarma precisamente porque funciona. “La calidad de la producción y de la cadena de suministro es otro aspecto muy regulado y controlado para que los riesgos sean los mínimos posibles”, explica Tarrafeta. “Si un día se retira un lote es porque se ha detectado un fallo cuya gravedad será evaluada, pero eso son mecanismos que indican que el sistema funciona. Es como tener un retraso con un avión porque han tenido que hacer una comprobación técnica”.
“La gente necesita tener acceso a información completa y transparente, en un formato que sea fácil de entender y contextualizando los números, sobre los daños y beneficios potenciales”, explica Freeman. Sin embargo, considera que no hay que olvidar que la gente “está muy dispuesta a hacer cosas por el beneficio de otros, algo que a menudo se pasa por alto”. En este sentido, opina que a veces es buena idea comparar los riesgos con otros a los que la gente se enfrenta en su día a día: no es que sea más probable sufrir daños por la COVID-19 que por su vacuna, es que es más probable que nos caiga un rayo.
“Es importante transmitir también el mensaje de que nunca en la historia de la medicina habíamos tenido criterios tan rigurosos para medir la seguridad, la eficacia y la calidad de los medicamentos”, termina Tarrafeta. “Las prácticas de hace un siglo hoy no serían aceptables. Todo ese acceso al conocimiento y la tecnología nos hacen al mismo tiempo ser más conscientes del riesgo, pero no significa que el riesgo sea mayor”. El inesperado enemigo de las vacunas más esperadas del siglo es la sobreinformación.