La historia olvidada del juicio militar que puso en jaque la virilidad institucional del Ejército británico

A pesar de evitar la pena capital, el caso de Newburgh reveló que el castigo podía recaer sobre gestos, ropas o actitudes

Héctor Farrés

17 de abril de 2025 11:11 h

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Un capitán del Ejército británico fue expulsado en plena crisis colonial, no por perder batallas ni por desobedecer órdenes, sino por su forma de vestir, de moverse y de hablar. El juicio que lo apartó del mando no se centró en su estrategia militar, sino en cómo desafiaba el modelo masculino que dominaba la institución.

Su condena no fue por un acto, sino por una apariencia. En lugar de examinar su conducta profesional, se le reprochó su peinado y su gusto por la ropa elegante. Aquella decisión abrió una brecha dentro del propio ejército, justo antes de que estallase la guerra en las colonias.

Una acusación ambigua con un mensaje muy claro

Una década antes de que el Ejército británico tuviera que evacuar las colonias norteamericanas, la corte marcial de Robert Newburgh desató una tensión mucho más íntima: la que afectaba al control de los cuerpos, el aspecto y la moral dentro de los cuarteles.

El juicio tuvo lugar en 1774, en América del Norte, con un cargo lo suficientemente ambiguo como para abrir todas las interpretaciones posibles: “conducta viciosa e inmoral”. La expresión, habitual en este tipo de procesos, encubría lo que entonces se castigaba como sodomía, una falta penada con la muerte según las leyes británicas del siglo XVIII.

El cargo, sin embargo, se usó para apuntalar una batalla interna en el Ejército, más simbólica que penal. Los detalles sobre el acto que se le atribuía eran vagos o inexistentes. En su lugar, se acumulaban descripciones sobre su estilo: ropa recargada, posturas consideradas afectadas, peinados con exceso de atención.

Como explicó el historiador John McCurdy en el podcast de HistoryExtra, “los documentos que recoge la corte marcial muestran que tenía afición por la ropa llamativa”, algo que en aquel contexto no era un detalle irrelevante, sino una amenaza a la autoridad jerárquica.

Durante el juicio, los oficiales acusadores no insistieron en los hechos, sino en las apariencias. Le calificaron como un macaroni, un término cargado de desprecio que aludía a los hombres británicos considerados demasiado refinados, extravagantes o afeminados.

Ese adjetivo bastaba, en ciertos círculos, para cuestionar la idoneidad de un mando militar. No se trataba solo de que Newburgh no encajara en el molde: su presencia, su forma de presentarse, se consideraba peligrosa porque sugería una masculinidad fuera del control institucional.

Una masculinidad que desbordaba los márgenes del cuartel

Todo esto ocurría mientras el Imperio británico enfrentaba levantamientos coloniales, justo antes del estallido de la Revolución estadounidense. La jerarquía militar no podía permitirse dudas internas ni mandos con una autoridad inestable. El proceso contra Newburgh ofrecía, por tanto, una excusa para reforzar los límites, incluso simbólicos, de lo que se toleraba dentro de la cadena de mando.

Como añadió McCurdy, “sus defensores abandonarían el Ejército británico y acabarían como ciudadanos americanos; sus principales acusadores, en cambio, siguieron leales al rey”. La fractura no fue solo individual, sino política.

No hubo ejecución. La sentencia se limitó a su expulsión del Ejército, probablemente como medida para sofocar el asunto sin provocar más tensiones. Pero esa discreción no evitó el efecto interno: la reafirmación de que cualquier desviación del modelo masculino impuesto se interpretaba como un riesgo para el orden militar y colonial. La institución respondía más a una idea de control que a la realidad de los hechos.

El juicio contra Robert Newburgh, más allá del resultado, reveló que el Ejército británico del siglo XVIII vigilaba con especial celo algo que no se medía en batallas ni en estrategias: la manera en que un hombre se comportaba, hablaba y vestía. Esa era, para sus superiores, la verdadera prueba de lealtad.

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