La ironía de los hermanos Booth: uno asesinó al presidente Abraham Lincoln y el otro salvó a su hijo

John Wilkes Booth dispara a Lincoln durante una representación teatral

Héctor Farrés

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El mismo apellido, la misma sangre, la misma infancia. Dos hermanos que crecieron bajo el mismo techo y que, sin embargo, acabaron en la historia de Estados Unidos por razones opuestas. Uno se convirtió en un salvador, el otro en el autor de un crimen que sacudió al país para siempre.

No fue solo una cuestión de actos. La herencia de los Booth quedó dividida también en cómo la historia los trató: el reconocimiento frente al rechazo, la ovación frente a la condena. Y entre ambos, una frontera que separa al héroe del criminal.

El apellido Booth se cruzó dos veces con los Lincoln

Robert Todd Lincoln no lo supo en el momento, pero aquel hombre que le agarró del cuello de la chaqueta y lo sacó de las vías segundos antes de que pasara el tren no era un desconocido cualquiera. Lo descubrió más tarde, cuando ya era público que Edwin Booth, el actor más célebre del país en ese momento, había sido su salvador. Años después, en una carta fechada en 1909, el propio Robert confirmó que ese gesto le había salvado la vida.

Lo que nadie podía prever entonces era que ese mismo apellido, Booth, volvería a aparecer en su historia familiar con una fuerza devastadora. Solo unos meses después de aquel rescate, en la noche del 14 de abril de 1865, John Wilkes Booth, hermano del héroe anónimo de la estación de Jersey City, cruzó el pasillo del Teatro Ford en Washington con un derringer cargado en la mano. No entraba en escena como actor, aunque era su profesión, sino como asesino.

El disparo en la cabeza a Abraham Lincoln se produjo en el tercer acto de Our American Cousin, durante una carcajada general del público. Booth conocía cada rincón del teatro y había manipulado la cerradura de la entrada al palco para evitar interrupciones.

Después de disparar, forcejeó con el mayor Henry Rathbone, se lanzó al escenario con una pierna rota y gritó, según algunos testigos, “¡así siempre a los tiranos!” o “¡el Sur está vengado!”, o ambas cosas.

Un crimen premeditado con varios objetivos

John Wilkes Booth no improvisó. Durante meses había planeado secuestrar al presidente. Reclutó a varios cómplices, repartió tareas y hasta eligió objetivos adicionales, como el vicepresidente Andrew Johnson y el secretario de Estado William Seward. Solo este último sobrevivió al ataque múltiple. Booth, en cambio, logró huir a caballo, aunque con la pierna rota y el país en su contra.

Doce días más tarde fue localizado junto a David Herold, uno de sus acompañantes, en una granja de Virginia. Cuando los soldados prendieron fuego al granero donde se escondía, Herold se rindió. Booth se negó. Un disparo en el cuello acabó con su resistencia. Según recogió la prensa de la época, sus últimas palabras fueron “inútiles, inútiles”, mirando sus propias manos.

Mientras tanto, Edwin Booth, afectado por la atrocidad cometida por su hermano, abandonó temporalmente los escenarios. La vergüenza le pesaba, pero nunca trató de esconder su apellido. Retomó su carrera más tarde, consciente de que su legado personal quedaba atrapado entre lo que hizo y lo que evitó.

La paradoja de los hermanos Booth sigue ahí, viva entre las páginas de la historia. Uno salvó al hijo del presidente. El otro mató al padre. Y aunque sus caminos fueron completamente distintos, comparten el mismo punto de partida: una infancia juntos, un apellido común y un país que nunca los olvidó.

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