Los papas que abrazaron la ciencia: cinco momentos que sorprendieron al Vaticano

El Papa Francisco saluda a la multitud durante una misa en la plaza del Vaticano en junio de 2015.

Ada Sanuy

24 de abril de 2025 09:30 h

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¿Y si te dijeran que hubo un papa que dominaba las matemáticas mejor que la mayoría de universitarios actuales? ¿O que otro fue un reputado médico antes de llegar al trono de San Pedro? La historia suele recordarnos a la Iglesia como una institución reticente al avance del conocimiento, con el juicio a Galileo como símbolo de una ruptura histórica entre fe y razón. Pero esa imagen es incompleta. Algunos pontífices, lejos de encarnar la censura intelectual, han sido impulsores —y a veces protagonistas— del pensamiento científico. Y no fueron casos aislados, sino parte de una tradición más compleja de lo que sugiere la narrativa dominante.

Matemáticas y medicina en el medievo

Uno de los casos más singulares es el de Silvestre II, elegido papa en el año 999. Nacido como Gerberto de Aurillac, fue un sabio medieval formado en las marcas fronterizas entre la cristiandad y el islam. Aprendió aritmética, astronomía y lógica gracias a sus contactos con la ciencia árabe, y se convirtió en un pionero en introducir el ábaco y los números indoarábigos en Europa. Su conocimiento era tan avanzado que se ganó el sobrenombre de “el papa hechicero”. En realidad, era un científico en tiempos oscuros. También introdujo el uso del órgano hidráulico y promovió el estudio de las artes liberales en las escuelas eclesiásticas.

Otro ejemplo notable es el de Pedro Hispano, más conocido como Juan XXI, que ocupó el trono pontificio entre 1276 y 1277. Antes de convertirse en papa, fue médico, filósofo y autor de un manual de lógica que se usó durante siglos en las universidades europeas. Su obra Summulae Logicales fue un texto de referencia en el pensamiento escolástico. Juan XXI representa la fusión entre la ciencia y la teología en una época en la que ambas disciplinas aún caminaban juntas. Murió en un accidente cuando se derrumbó el techo de su estudio: estaba escribiendo. Su legado como médico y lógico sigue siendo uno de los más duraderos de cualquier pontífice medieval.

Mecenas de científicos 

Pero no todo se limita a conocimientos personales. Algunos pontífices fortalecieron institucionalmente el vínculo entre ciencia y fe. En el siglo XVII, Urbano VIII, pese a su conocida enemistad final con Galileo, fue un mecenas de científicos y mantuvo inicialmente una actitud de apertura hacia las investigaciones astronómicas. Ya en el siglo XX, Pío XI reactivó la Pontificia Academia de las Ciencias, que hoy acoge a premios Nobel y científicos de renombre internacional. La institución, una de las más prestigiosas del mundo, fue creada para fomentar el diálogo entre saber científico y tradición cristiana, y ha servido como foro donde la Iglesia escucha, y a veces asume, las ideas que transforman nuestra visión del mundo.

Esa apertura se consolidó con Juan Pablo II, quien en 1996 afirmó ante la Academia que la evolución era “más que una hipótesis”. También reconoció oficialmente que el juicio contra Galileo fue un error, más de 350 años después de su condena. Con ello, el Vaticano daba un paso crucial para reconciliarse con una parte de la historia que había lastrado su imagen pública y su autoridad intelectual. En esa misma línea, alentó el debate bioético y promovió la investigación sobre células madre desde una perspectiva ética cristiana.

Lo que hizo el papa Francisco

En los últimos años, el papa Francisco ha mantenido esa senda de compromiso con los desafíos del presente. Su encíclica Laudato si’ incorpora las advertencias de la ciencia climática a la doctrina social de la Iglesia. Y bajo su impulso, el Vaticano ha organizado encuentros internacionales sobre inteligencia artificial, salud pública y genética. Francisco no ha sido científico, pero sí ha demostrado una sensibilidad política clara: la ciencia, si no se escucha, puede volverse irrelevante para quienes más la necesitan. Su alianza con científicos como Hans Joachim Schellnhuber, experto en cambio climático, refuerza esa voluntad de diálogo con la comunidad científica internacional.

Más allá de las figuras papales, órdenes como los jesuitas han sido protagonistas del desarrollo científico. El Observatorio Vaticano, gestionado por religiosos desde 1891, sigue siendo un referente en astronomía. Misioneros y eruditos como Matteo Ricci, en la China del siglo XVI, o Athanasius Kircher, pionero en vulcanología, lingüística y musicología, jugaron un papel crucial en la difusión del saber científico, combinando teología, cartografía, botánica y matemáticas. La ciencia, en estos contextos, no se oponía a la fe, sino que la complementaba.

La historia de la Iglesia y la ciencia no es unívoca. Ha habido silencios, choques y censuras. Pero también ha habido cooperación, curiosidad e incluso liderazgo intelectual. Recordar que el papado no ha sido siempre enemigo de la ciencia —sino a veces su aliado inesperado— es también una forma de entender cómo el poder se relaciona con el conocimiento, incluso en los lugares más inesperados del saber institucionalizado. En un mundo que necesita puentes entre saberes y convicciones, estas historias recuerdan que incluso desde los altares se puede mirar a las estrellas con rigor.

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