La portada de mañana
Acceder
Sánchez rearma la mayoría de Gobierno el día que Feijóo pide una moción de censura
Miguel esprinta para reabrir su inmobiliaria en Catarroja, Nacho cierra su panadería
Opinión - Cada día un Vietnam. Por Esther Palomera

La brecha digital: ciberutópicos y pesimistas digitales

Gráfico: La brecha digital en cifras

Si hay un espacio de libertad que puede terminar con las desigualdades de antiguas estructuras e instituciones, ese parece ser internet, con sus modos díscolos y su insurgencia frente a esquemas tradicionales. Si hay una nueva “tierra prometida”, esta parece estar muy cerca del acceso al conocimiento que nos da la red.

La red de redes ha ido revolucionando industrias y modos de organización a escala mundial. Se ha convertido además en el nuevo espacio público, sin necesidad de reconocimiento de autoridades, gobiernos o medios de comunicación. Si antes decíamos “lo ha dicho la tele”, ahora “lo vi en Twitter”, “está en Youtube” o “envíame el enlace” son las nuevas formas de legitimación de los contenidos que nos llegan.

Los modelos de grandes industrias, como la música primero, el cine, los medios de comunicación después, y ahora también las editoriales se ven tambalear cuando los hábitos de consumo cambian y las herramientas de producción se hacen accesibles a más personas. Ya suena a lugar común hablar de las posibilidades que implica subirse en esta nueva nave que nos impulsa hacia el futuro.

Contra este optimismo digital surge el escepticismo de pensadores como Evgeni Morozov. La idea que subyace en la visión de los ciberutópicos, explica Morozov, es que si das dispositivos y conectividad a las personas, la democracia surgirá inevitablemente.

El problema con este tipo de argumento, explica Morozov, es que confunde los usos deseados con los usos reales de la tecnología. Tenemos las herramientas para terminar con las desigualdades, pero ¿lo estamos logrando o es una declaración de intenciones? Morozov define internet como el nuevo campo donde los métodos de control siguen reproduciéndose, porque los gobiernos totalitarios han aprendido a manejar el ciberespacio.

La visión crítica hacia aquel optimismo viene desde hace tiempo, cuando se empezó a hablar de la brecha digital, o fractura digital, que es la cantidad de personas que tienen acceso a internet, entendido como dispositivos más conectividad.

Según la Unión Internacional de Telecomunicaciones (ITU), el 39% de la población mundial está conectada, pero en los países en desarrollo ese porcentaje es del 31%, mientras que en los países desarrollados es el 77% el que tiene acceso a internet. Otra institución, esta vez financiera, como el Banco Mundial, da cifras similares: en 2011, de cada 100 habitantes de países desarrollados, 67,4 estaba en internet, mientras que en el resto de los países esta cifra caía a 27,96.

El crecimiento del acceso a internet no se detiene, pero a pesar de la tendencia positiva, el 90% de no-conectados pertenece a países pobres o en desarrollo. Es decir, de acuerdo con los estudios, dos tercios de la población mundial están desconectados de internet y de las oportunidades a las que un tercio privilegiado tiene acceso.

Para entrar en internet se necesita electricidad o baterías, un dispositivo (ordenador o teléfono inteligente), conexión (infraestructura y acceso a esas redes). Pero para ser parte activa y construir algo en la sociedad de la información se necesitan, además de lo dicho, alfabetización –damos por descontado el saber leer, escribir y manejar un teclado– y habilidades específicas de uso del ordenador, del software y las redes. Y cuando internet empieza a ser más accesible a todos, cabe preguntarnos si los que vamos a bordo de esta nave estamos en la sala de control o sólo vemos las olas pasar.

Aquí nacen las otras brechas digitales, las desigualdades dentro de la brecha. Según un informe encargado por Intel con la colaboración de ONU Mujeres, a escala global en los países en desarrollo, un 25% menos de mujeres que de hombres tiene acceso a internet, disparidad que se eleva a un 45% en regiones como el África subsahariana.

Incluso en economías que están creciendo rápidamente, la brecha es grande: alrededor de un 35% menos de mujeres que de hombres en el sur de Asia, Oriente Próximo y el norte de África se conecta a la red y alrededor de un 30% en algunas partes del continente europeo.

El coste económico, el analfabetismo, la falta de conciencia de las oportunidades, y la desigualdad que existe entre unos y otros países e incluso dentro de ellos, hace que estas brechas también se manifiesten en el acceso a la tecnología, dejando a millones fuera de la nave. Internet, además, es un espejo que nos muestra la gran desigualdad presente en el mundo y que estamos perpetuando si no hacemos algo para cambiarla.

Por lo tanto, saber qué hacemos quienes ya estamos en la red también interesa. Si la forma y el grado de participación es un parámetro importante, los estudios hablan por ejemplo de la regla del 1%, o principio del 90–9–1, una ratio que varios estudios en comunidades online, como Yahoo, Flickr, Wikipedia o Menéame han confirmado, donde el porcentaje de productores de contenido es sumamente reducido. La ratio de creadores/consumidores es de un 0,5% también en un estudio llevado a cabo en Twitter en 2011 que confirmaba que sólo una “élite” de 20.000 usuarios generaban tuits con el 50% de las URL que el resto consumía.

Respecto del tipo de actividad, Morozov estudió una jerarquía piramidal de cibernecesidades: nos dedicamos más a 1) divertirnos, 2) hablar, 3) compartir en redes sociales, 4) aprender (en sitios como Wikipedia o las charlas de TED) y, finalmente, 5) a actuar en campañas o por causas a las que nos adherimos.

Cuando usamos internet de forma activa y colectiva, los cambios son tan grandes que equivalen a cambios de categoría y no sólo de escala. En este sentido, Steve Levy observó, al escribir sobre el cambio que significó la aparición del iPod, que si uno hace algo un 10% mejor, logra una mejora, pero si hace algo 10 veces mejor, crea algo nuevo.

Internet no sólo puede hacer que nos comuniquemos mejor, sino que el grado y el alcance de esa comunicación transforma la manera en la que actuamos y vivimos. Hasta tal punto que el acceso a internet ha sido considerado por Naciones Unidas como un derecho humano, porque posibilita la educación, la libertad de expresión y la libertad de reunión de maneras nuevas. Vint Cerf, uno de los padres de internet, no está de acuerdo, porque considera que la web como herramienta no puede ser un derecho en sí, sino que lo es aquello que posibilite hacer esa herramienta.

Mathew Ingram, un periodista especializado en temas tecnológicos, justificaba la decisión de la ONU diciendo: “Los coches pueden no ser un derecho, pero la posibilidad de moverte con libertad ciertamente lo es, e internet es más como el sistema de carreteras que como un coche o un caballo”.

El agua antes que internet, o las matemáticas antes que aprender a programar. La idea de que hay que tener primero ciertos derechos o saberes, para que después vengan las “nuevas tecnologías”, como si el aprender no fuera parte de un proceso en el que el tener una ventana abierta al mundo y estar conectado en redes no favoreciera de manera multiplicadora ese aprendizaje, transformándolo en sí mismo. Como si al analizar el enorme salto que hizo dar la imprenta a la humanidad pudiéramos separar la herramienta del alcance que permitió.

Hay un momento en todo debate en el que se menciona la brecha digital como excusa para quitar importancia a internet, para recordarnos que estamos dejando fuera a quienes no pueden acceder a un ordenador… Y olvidamos así una gran brecha analógica que es y ha sido mucho más grande, pero también más invisible. A ella se refirió brevemente Juan Luis Sánchez en nuestro número anterior, a aquella cantidad de gente –siempre mayor numéricamente– que por una infinita variedad de causas no podrán estar en un lugar definido en tiempo y espacio.

La brecha digital es un concepto que ha sido usado como excusa muchas veces para negar o subestimar el impacto que tiene internet sobre el progreso de la sociedad y los individuos conectados. Podemos hablar de cantidad de smartphones o banda ancha por país, pero la distancia analógica siempre será mucho mayor, meramente por posibilidades numéricas, ya que internet permite conjugar personas, espacios y tiempos que analógicamente no es posible conectar.

El optimismo no está mal, pero deberíamos dejar de pensar en términos de “iPods per cápita” y más en qué estamos haciendo los que sí accedemos a internet, cómo podemos fortalecer a los intelectuales, a los disidentes, a las ONG y a los miembros de la sociedad civil. Como propone Morozov, “debemos callarnos nuestras conjeturas ciberutópicas y empezar a hacer algo efectivamente”.

Si se trata, como dijo William Gibson, de que el futuro ya está aquí, sólo que no está distribuido equitativamente, quienes somos testigos de sus posibilidades tenemos tarea por hacer.