Tecnología y democracia
Para que la imprenta pudiera nacer, la humanidad tuvo que aprender las tecnologías de la madera, del papel, de la tinta y del metal. Se necesitaba saber fabricar planchas de madera para apretar el papel sobre una superficie metálica tintada al aceite. Los tipos, de material metálico, debían tener una altura homogénea para que ejerciesen una misma presión sobre el papel y así quedasen todas las letras impresas regularmente. En lugar de las tintas al agua, comenzaron a utilizarse tintas al aceite que tenían la característica de poderse extender sobre los tipos metálicos de una manera uniforme, sin formar gotas.
Los estudiosos coinciden en considerar la imprenta como una herramienta necesaria para la extensión de las ideas de la Reforma protestante. Coetáneamente a la Reforma surgen los derechos fundamentales para garantizar la libertad de pensamiento y su exteriorización en las libertades de expresión, religiosa, de imprenta, de cátedra...
La Ilustración recoge estas ideas y se desarrollan los postulados del Estado Liberal. Ningún artesano de los siglos XIV y XV, prácticos en el trabajo de la madera, de la producción de papel, tinta o metalurgia, hubiera podido pensar jamás que de sus aportaciones surgiría tal nuevo modelo de mundo.
Sirva el anterior ejemplo como síntesis de las relaciones entre sistemas políticos y tecnología, imperceptibles muchas veces pero en modo alguno neutras. Pero vayamos a ejemplos de tecnologías más actuales como, por ejemplo, las que le permiten a usted leer este texto y que, en esencia, consisten en unos ordenadores que ejecutan programas de software y que se hallan conectados entre sí.
Utilizando estos ordenadores, software y conexiones no sólo leemos textos sino que hacemos política. Cuando nació la democracia en el siglo V antes de Cristo, el ágora era el lugar donde los ciudadanos intercambiaban información verbal para hacer política. Posteriormente se utilizaron los textos, máxime a partir del nacimiento de la imprenta, mientras que hoy en día además de utilizar el verbo oral en las plazas y los textos escritos en soporte papel, hacemos política usando las redes mediante contenido audiovisual y texto escrito. Hemos ido acumulando canales.
Pero reflexionemos un poco más sobre los ordenadores, el software y las conexiones. Si usted utiliza un iPad, resulta que sólo puede instalar en el mismo unos programas aprobados por la empresa Apple. Si utiliza un smartphone y reside en los EE.UU., una reciente normativa prohíbe la modificación del software ejecutado en esa máquina que es de su propiedad, arriesgándose usted si lo cambia a una pena de hasta cinco años de cárcel y una multa de hasta 500.000 dólares. Si realiza usted acciones micropolíticas en Facebook o en Twitter, debe saber que las empresas que administran tales webs pueden unilateralmente cerrarle su cuenta y cancelarle su acción sin necesidad de darle explicaciones. Y si su proveedor de conexión a internet decide un buen día cortarle el acceso, se puede usted encontrar con la situación de pesadilla que Forges relataba en una viñeta: que Iberia le hubiera perdido las maletas y tuviera que reclamarlas utilizando el servicio de atención al cliente de Telefónica.
Hacer política en una plaza no requiere tecnología, sino vivencias y proximidad, pero hacer política en la era de internet exige, además de las relaciones con sus semejantes, mantener unas relaciones contractuales privadas con quien nos surte de ordenadores, software, conexiones y escenarios. Si en épocas anteriores las acciones políticas suponían una relación jurídica entre el Estado y el ciudadano, ahora se encuentran enmarcadas dentro de relaciones contractuales privadas de adhesión, denominadas así porque uno de los contratantes no puede negociarlas sino que se tiene que limitar a aceptarlas o no. Ahora, con el marco tecnológico actual, ya no es sólo con el Estado con quien podemos tener un conflicto en el ejercicio de nuestros derechos fundamentales sino que son las empresas privadas quienes nos posibilitan o impiden su eficacia.
Pero no queda aquí lo interesante. El Consejo General del Poder Judicial, esto es, uno de los tres poderes de nuestro Estado, tiene cuenta en Twitter. También la tienen el Cuerpo Nacional de Policía de España y la Secretaría de Estado de Comunicación del Ministerio de la Presidencia bajo el nombre de usuario La Moncloa. Lo que se desconoce es qué ley contempla la autorización para que se sometan mediante un click a los términos y condiciones legales de webs pertenecientes a empresas extranjeras, que se rigen bajo las leyes y en la jurisdicción de la nacionalidad de tales empresas. Que se someta a tales términos y condiciones un ciudadano es explicable, pero que sin ninguna autorización legal lo haga nada menos que el poder judicial de un país, su cuerpo de policía o el representante del presidente de gobierno, implica que el problema no es sólo de ejercicio de derechos fundamentales sino también de potestades soberanas, sin perjuicio de la falta de reflexión que tales órganos públicos han demostrado.
No se trata, por tanto, de saber cómo utilizar unos gadgets o de asistir joviales al regalo de iPads a nuestros parlamentarios, sino de analizar cómo la tecnología está afectando a nuestros derechos fundamentales y al ejercicio de competencias soberanas. Y este análisis no se puede hacer sólo desde la tecnología, sino que ha de hacerse necesariamente también desde otras ramas del conocimiento que se integran en las Humanidades. Disciplinas tales como los estudios filosóficos sobre Ciencia, Tecnología y Sociedad, de Derecho Constitucional o de Filosofía del Derecho, se están revelando esenciales para poder reflexionar sobre las dos preguntas que hemos de hacernos cuando planteamos cuestiones de democracia: cuáles son los valores que como sociedad hemos de considerar sagrados y cómo nos organizamos para convivir en el espacio marcado por esos valores.
Porque ni Apple ni Telefónica ni la documentación técnica sobre el protocolo HTTP nos pueden dar una contestación adecuada a estas dos preguntas, que sólo pueden responderse desde el conocimiento del homo faber y el necesario estudio de lo que nos humaniza.
Foto: Xosé Castro cc