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Me meto a Twitter y en Twitter no se habla de Twitter. Una mañana de febrero, lo primero que leo es un tuit de Sara lamentando: “El 30% de mis sesiones de terapia van sobre la gestión de Instagram y mi concepto de identidad”. Natalia, ese mismo día, cita otro que dice textualmente lo siguiente: “Me has comido el coño, digo yo que no te vas a morir por darme un like en Instagram”. Las búsquedas de Google me llevan a un titular: “Un Instagram sin likes reduce la angustia de los jóvenes”. A otro: “Así es el amor en tiempos de Instagram”. Y a otro: “Me quité Instagram y esto es todo lo que aprendí”.
Lo que pasa en Instagram o lo rodea no solo es relevante en Twitter o para el SEO, también entre mis grupos de amigas: “Creo que Jaime tiene nueva novia, vi una publicación”; “¿Por qué si lo hemos dejado me sigue dando likes?”; “¿En esta foto salgo tan bien como para subirla?”. Le encontramos muchas ventajas, claro, las principales, que nos mantiene en contacto y que sencillamente es divertido. Pero algo querrá decir que varias se lo hayan quitado por épocas, como sinónimo de paz mental. Fuerzo el trabajo de campo preguntando a mis seguidores qué se les viene a la mente cuando oyen la palabra “Instagram”. Salen términos como “aspiración”, “ansiedad” y “amor-odio”. Hay quien, honesto, directamente menciona “dependencia”. Otros, también honestos, “tonteo”.
Sospecho que esa manera de vivirlo queda algo adscrita a lo generacional. Hay de todo y niveles y momentos para todo, afortunadamente la mayor parte del tiempo no es dramático. Pero sí creo que es intrínseco a demasiados de los nacidos a finales de los 80 y primeros 90. Nosotros, que llegamos muy tarde a TikTok pero tuvimos un móvil antes que edad legal para beber, entendemos un like como refuerzo positivo, traducimos “contestar una story” por “hablar con alguien”, y ya hace mucho que identificar la frontera entre la vida real e Instagram se nos hace complicado.
Porque llevamos media vida en ello. Bordeamos o superamos los 30 y nos reímos con ternura de una adolescencia ya lo suficientemente lejos. Pero, mientras, nos pensamos los pies de foto como cuando a los 15 actualizábamos Fotolog, compartimos salidas nocturnas igual que etiquetábamos para quedadas en Tuenti, y alguna vez nos ha hecho temblar un corazón tanto como un zumbido de Messenger. En algún momento de los 2000 se nos metió para quedarse ese lenguaje en el cuerpo sin tener herramientas para manejarlo –ni eso ni nada–, y, a juzgar por tantos tuits, artículos y conversaciones entre amigos, no parece que las hayamos encontrado aún del todo. Bordeamos o superamos los 30 y todavía nos preocupa cómo se encaja en Instagram –o en la red social de turno–. Supongo que porque Instagram –o la red social de turno– no es otra cosa que el reflejo de los adultos que todo el rato jugamos a ser.
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