El sueño de una red libre, abierta y democrática ha ido saltando por los aires casi desde el mismo momento en el que Internet llegó a nuestras vidas. Sus creadores, idealistas de la tecnología, científicos alejados del mercado y el poder, diseñaron una herramienta llamada a democratizar y universalizar el intercambio del conocimiento. Pero muy pronto se convirtió en un escenario de opacidad en el que el sueño inicial se ha convertido en una pesadilla de manipulación y vigilancia de sus usuarios.
Este panorama desolador es analizado al detalle en 'El enemigo conoce el sistema', el nuevo libro de Marta Peirano, periodista y colaboradora de eldiario.es, editado por Debate y del que ofrecemos la prepublicación de uno de sus capítulos.
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Manipulación
ManipulaciónSi no tienes cuidado, los periódicos te harán odiar a la
gente que está siendo oprimida y adorar a la gente que
ejerce la opresión.
Malcolm X
Todo en el Estado. Nada fuera del Estado. Nada contra
el Estado.
Benito Mussolini
Estábamos preparados, pero era para otra cosa. El 20 de enero de 2017, el día en que Donald Trump se convirtió en el 45.° presidente de Estados Unidos de América, el libro más vendido en Amazon era 1984. En todas las categorías, en todos los formatos. La famosa novela de George Orwell había aumentado sus ventas en un 9.500 por ciento. Y no había venido sola. Otros dos sesudos veteranos disfrutaban a cierta distancia de un inesperado revival. Por un lado, Eso no puede pasar aquí, la novela de Sinclair Lewis sobre un senador demócrata que llega a las presidenciales con una campaña xenófoba y populista. Por el otro, Los orígenes del totalitarismo, el ensayo de Hannah Arendt sobre las mecánicas que propulsaron el fascismo europeo, publicado por primera vez en 1951. Nadie puede decir que no estábamos pensando en eso. Lo que pasa es que no lo estábamos pensando bien.
La naturaleza orwelliana de nuestro tiempo es una de esas cosas que, cuando la ves, ya no puedes dejar de verla. A nuestra plataforma mediática, ojos y oídos de la civilización occidental, parece ocurrirle exactamente eso. En todos lados detectan lo que Margaret Atwood ha llamado las “banderas rojas” de 1984. “Orwell nos enseña que el peligro no está en las etiquetas (cristiandad, socialismo, islam, democracia, dos piernas bien, cuatro piernas mal) sino en los actos perpetrados en su nombre”.
Los actos perpetrados por la Administración Trump son una fuente inagotable de banderas rojas. Ya en la ceremonia de inauguración, el secretario de Prensa de la Casa Blanca, Sean Spicer, declaró que había sido “la más atendida de la historia de las inauguraciones Y PUNTO”, citando números inverosímiles y negando el enorme material fotográfico, vídeos y datos procedentes de prensa, instituciones y hasta del propio transporte público que mostraban una realidad muy distinta. Trump no había sido muy popular en Washington, donde obtuvo solo el 4,1 por ciento de votos. Hasta la marcha de mujeres que salió a protestar contra él al día siguiente tuvo más poder de convocatoria que su coronación. Pero, cuando preguntaron a la consejera del presidente en televisión por el desafortunado incidente, Kellyanne Conway dijo a cara de perro que los datos inventados de Spicer no eran falsos sino “hechos alternativos”. Imposible no pensar en El Partido de 1984, cuyo eslogan oficial es: La guerra es paz. La libertad es esclavitud. La ignorancia es la fuerza.
En 1984, la estrategia de usar el lenguaje para describir los organismos ministeriales como el reverso exacto de lo que son es aplicada con triunfante descaro: el Ministerio de la Paz declara guerras, el Ministerio del Amor tortura prisioneros políticos. El Ministerio de la Verdad reescribe los libros de historia con los “hechos alternativos” del Partido, que exige abiertamente a todos sus miembros que rechacen la evidencia de sus ojos y oídos y acepten la verdad que ellos proponen. En el momento de escribir estas líneas, Donald Trump les dice a los veteranos de guerra: “Solo recordad que lo que estáis viendo y lo que estáis leyendo no es lo que está ocurriendo”. “Quien controla el pasado, controla el futuro —dice otro eslogan de El Partido—. Quien controla el presente controla el pasado.”
Uno de los errores recurrentes de la izquierda es pensar que el populismo es la estrategia de los imbéciles, cuando la historia demuestra que no puede ser tan imbécil cuando consigue un éxito arrollador. Ya en Los orígenes del totalitarismo, Hannah Arendt explica que este tipo de estrategia está diseñada deliberadamente para desprender a la sociedad educada de sus recursos intelectuales y espirituales, convirtiendo a la población en cínicos o en niños, dependiendo del ego y el aguante de cada uno. Una doctrina del shock que precede a la escuela de Chicago y que ha sido característica de todos los totalitarismos contemporáneos, del nazismo alemán al estalinismo ruso, pasando por el fascismo italiano.
Las campañas por el referéndum del Brexit y la presidencia de Trump ya habían incitado al venerable diccionario de Oxford a declarar que la palabra del año en 2016 sería posverdad: “Relativo o referido a circunstancias en las que los hechos objetivos son menos influyentes en la opinión pública que las emociones y las creencias personales”. Los que se han sorprendido de lo rápido que la veterana institución se ha puesto a tono con la actualidad, olvidan que George W. Bush ya había usado “hechos alternativos” para invadir Irak en 2003. La presencia de armas de destrucción masiva demostraba que Sadam Husein había vulnerado el acuerdo que cerró la Primera Guerra del Golfo en 1991. Y había pruebas: imágenes de satélite de instalaciones nucleares, compras de “aluminio de alta resistencia para centrifugadoras de gas y otros materiales necesarios para enriquecer uranio”. Dijo que Sadam Husein podría producir armas nucleares en menos de un año. Tenían la evidencia delante. It was fact.
De los treinta y cuatro países que contribuyeron con material y personal a la guerra que empezó su padre, veintiuno se opusieron a la invasión, que también fue rechazada por el Consejo de Seguridad de la ONU. Cuando, después de la guerra, se supo que Irak no tenía instalaciones ni capacidad de construir esas famosas armas, y que la Administración Bush había mentido para justificar una guerra ilegal, esta fue su respuesta:
Hay otra cosa que dijo y que también hemos olvidado: “Dios me dijo: ”George, ve y lucha contra esos terroristas en Afganistán“. Y lo hice. Y luego me dijo: ”George, ve y acaba con la tiranía en Irak. Y lo hice“”.
A la guerra en la que murieron más de doscientas mil personas, incluidos al menos doscientos de los periodistas que fueron a cubrirla, le acompañaron Inglaterra, Portugal y España. Lo hicieron contra el deseo expreso y manifiesto de la mayor parte de su población civil. Tony Blair llegó a pedir perdón en la CNN, por “haber aceptado información de inteligencia errónea” en lugar del Consejo de expertos de la ONU, y porque “el programa en la forma que pensábamos no existía de la manera que habíamos pensado”. El ministro de Defensa español, Federico Trillo, dijo en Onda Cero que “España no estuvo en guerra. No envió combatientes a Irak. Deliberadamente y parlamentariamente, decidió lo contrario. Enviamos un paquete de ayuda humanitaria”.
El informe Chilcot, elaborado a lo largo de siete años y en el que colaboraron más de ciento cincuenta testigos, los desmiente a todos. Este comité independiente estableció que los cuatro de las Azores defendieron la invasión a sabiendas de que no había armas de destrucción masiva y que pactaron una estrategia de comunicación para mostrar a la ciudadanía que “habían hecho todo lo posible para evitar la guerra”. También mintieron sobre las personas detenidas sin cargos durante años en Guantánamo y otros centros de detención de la CIA en otras partes oscuras del mundo. Los expertos coinciden en que la Segunda Guerra del Golfo fue el combustible que alimentó la llegada del ISIS. Los “hechos alternativos” de la segunda Administración Bush han sido ensombrecidos por la exuberancia de su sucesor republicano en la Casa Blanca, pero este no habría sido posible sin aquel. Vivimos en el mundo de su consecuencia. Por su parte, José María Aznar escogió el programa Mi casa es la tuya, presentado por Bertín Osborne, para reivindicar su papel en las Azores. Dijo que “volvería a las Azores una y mil veces si el interés nacional de España está en juego”. Después de un periodo en la sombra, hoy vuelve para aglutinar un nuevo frente de la derecha, con ayuda de la misma máquina de manipulación masiva que aupó a Donald Trump.
La máquina de propaganda infinita
Orwell no era pretencioso al defender que las palabras importan. Que el empobrecimiento y el enmarañamiento del lenguaje popular es consecuencia de un lenguaje político “diseñado para hacer que las mentiras suenen a verdad y el asesinato parezca respetable, y así dar apariencia de solidez a lo que es puro aire”. En los treinta, la combinación de eufemismos y comunicación de masas tuvo consecuencias palpables. La telepantalla de 1984 que retransmite propaganda sin descanso y que está prohibido apagar no fue idea de Orwell sino de Goebbels. El astuto jefe de propaganda del Tercer Reich entendió rápidamente que la magia oratoria de Hitler no se traducía bien al espectro radiofónico. El campo de distorsión magnética del Führer requería su presencia física, pero en la radio era un tostón. Estudiando los anuncios de la época, entendió que la mejor manera de cautivar a las masas no era a través de largos y discursos sino con una programación de variedades, ligera y entretenida, interrumpida cada cierto tiempo por intervenciones de Hitler o del propio Goebbels, donde hablaban de la nobleza de la nación alemana, la naturaleza excepcional de su sangre y la despreciable naturaleza de los judíos, los negros o de los comunistas. Copiaba el formato con el que las radios comerciales interrumpían su programación con anuncios de detergentes, jabones o cigarrillos. Era marzo de 1933 y podían hacer lo que quisieran. Habían despejado todos los obstáculos de su camino con una campaña de desinformación.
En enero 1933, el Partido Nacional Socialista era la primera fuerza política en Alemania pero había perdido treinta y cuatro escaños en las últimas elecciones parlamentarias. Hitler era canciller por los pelos; un pacto entre socialistas y comunistas podría haber acabado con él. Cuando el Reichstag amanece oportunamente en llamas el 27 de febrero de 1933, Hitler acusa a los comunistas de conspiración y de querer empujar al país a una guerra civil. Con esta excusa, el Ministerio del Interior promulga el Decreto del Presidente del Reich para la Protección del Pueblo y del Estado, que suspende hasta nueva orden los derechos civiles de la sociedad alemana para preservar su estabilidad. Los derechos civiles son los que garantizan la participación de los ciudadanos en la vida pública de una democracia: el derecho a la libertad de expresión, de prensa, de asociación, de reunión y al secreto de las comunicaciones.
El canciller anula también el derecho del hábeas corpus, que es el de no ser detenido sin una orden judicial. Las autoridades empiezan a registrar domicilios y oficinas, confiscar bienes privados, cerrar periódicos y encarcelar a ciudadanos sin más ley que su voluntad o capricho. Así consigue mandar a todos los diputados del Partido Comunista a la cárcel a tiempo y ganar las nuevas elecciones al Reichstag que él mismo había convocado para el 5 de marzo. Acto seguido, pudo aprobar la Ley para Solucionar los Peligros que Acechan al Pueblo y al Estado, el 23 de marzo de 1933, mediante la cual se autoconcede el poder de aprobar leyes sin la ratificación del Parlamento. Como no había sitio para meter a tantos enemigos del Estado, hizo encargar los primeros campos de concentración. Tacatá.
Goebbels adoraba la radio. La consideraba el gran instrumento de la gran Revolución Nacional Socialista, “el más importante e influyente intermediario entre un movimiento espiritual y la nación”. Y el más rabiosamente contemporáneo. Así lo expresaba el 18 de agosto de 1933 en su discurso de inauguración de la X Exposición de la Radio Alemana. Las negritas son mías.
Si parece que está hablando de Twitter es porque, en ese momento, la radio produce la misma sensación de inmediatez, de hacerte sentir testigo de los hechos en tiempo real. Para asegurarse de que la nación alemana es susceptible a su programación, Goebbels hace dos cosas. Primero, encarga la producción en masa de unos aparatos de bajo coste que llaman Volksempfänger (literalmente, “receptor del pueblo”). Esto ya es un éxito: el número de hogares con radios pasó de los cuatro millones y medio en 1933 a los dieciséis millones en 1941, convirtiéndose en la mayor audiencia radiofónica del planeta. Después crea un pequeño ejército llamado Funkwarte (“la guardia de la radio ”), cuyo trabajo es hacer de “puente humano” entre la radio y sus oyentes. Había al menos un miembro en cada barrio y su trabajo era poner altavoces en plazas, oficinas, restaurantes, fábricas, colegios y otros espacios públicos, pero también vigilar que las radios de sus vecinos estaban encendidas las suficientes horas al día.
Los leopardos se comerán tu cara
Tecnológicamente, hoy el mundo se parece más a 1984 que nunca. A diferencia de la radio y la televisión, la telepantalla podía ver y escuchar lo que pasaba a su alrededor a través de un monitor de vídeo conectado a la Policía del Pensamiento. Pero cada época tiene su propio fascismo, y el nuestro difiere en muchos aspectos del que describe Orwell en los cuarenta, al menos en el mundo occidental. A nosotros nadie nos obliga a tener la telepantalla encendida. Nosotros mismos nos esmeramos en llevarla a todas partes, cargarla a todas horas, renovarla cada dos años y tenerla encendida todo el tiempo y programada para no perdernos un segundo de propaganda. La distopía de Orwell está marcada por la violencia estatal y las privaciones, los sacrificios por el Estado y las cartillas de racionamiento. Es una distopía anticapitalista. La que vivimos hoy ha sido creada de manera casi accidental por un pequeño grupo de empresas para hacernos comprar productos y pinchar en anuncios. Su poder no está basado en la violencia sino en algo mucho más insidioso: nuestra infinita capacidad para la distracción. Nuestra hambre infinita de satisfacción inmediata. En resumen, nuestro profeta no es George Orwell sino Aldous Huxley. No 1984 sino Un mundo feliz.
Los habitantes de 1984 no tienen nada, los de Un mundo feliz lo tienen todo. No sienten la presión del Estado porque no viene de fuera de ellos sino que vive en su interior. Los niños son generados de manera artificial en el Centro de Incubación y Condicionamiento de la Central de Londres, donde son programados durante el sueño “escuchando inconscientemente las lecciones hipnopédicas de higiene y sociabilidad, de conciencia de clases y de vida erótica”. Son programados para el consumo y la obediencia, el conformismo y la entrega, la falta de intimidad. La confusión, el miedo o la tristeza son estados no deseados que se desactivan voluntariamente con drogas. ¿Qué clase de persona sana quiere ser infeliz? El lema de ese mundo feliz es ordenado y sensato: comunidad, identidad, estabilidad. Parece el mantra de la era del algoritmo. El mundo en que vivimos no está exento de violencia, pero es de otra clase. Como decía Primo Levi, “hay muchas maneras de llegar hasta ese punto, y no siempre a través del terror del hostigamiento policial sino negando y distorsionando la información, ninguneando los sistemas de justicia, paralizando el sistema educativo y propagando de mil maneras sutiles la nostalgia por un mundo donde reinaba el orden”. Nunca ha habido maneras más sutiles de distorsionar la realidad.
Nadie explica mejor la diferencia que Neil Postman en su libro de culto Amusing Ourselves to Death. Alumno de Marshall McLuhan y convencido de que estudiar una cultura es analizar sus herramientas de conversación, Postman habla de la televisión y no de internet. Como ocurre con McLuhan, su evaluación de aquel medio de masas nos parece aún más apropiado como predicción del nuestro. La televisión de Postman es “un espectáculo bellísimo, una delicia visual, que derrama miles de imágenes al día”. Y por su naturaleza intrínseca, la némesis del proceso necesario para elaborar un pensamiento profundo, para comprender un argumento complejo. Todo en ella va demasiado rápido y está demasiado fragmentado. “La duración media de un plano televisivo es de 3,4 segundos, para que el ojo no descanse, para que tenga siempre algo nuevo que ver.” Las plataformas de contenidos que consumimos hoy están aún más aceleradas y todavía más fragmentadas, con dos agravantes. En un programa televisivo hay una cierta coherencia editorial, un concepto que se repite. El feed de noticias de Facebook, de Twitter o de YouTube ofrece contenidos inconexos, una catarata de información impredecible, un circo donde los animales conviven con la bomba atómica, los políticos con los gatitos, las recetas de cocina con los memes racistas, la actualidad con la memoria, la fantasía y la mentira. Y esa catarata es infinita. No se acaba jamás.
El problema de esa fragmentación acelerada e inconexa no es la frivolidad de su contenido. El contenido es irrelevante. De hecho, Postman advierte que la fórmula es más peligrosa que nunca precisamente cuando el contenido trata de ser serio, instructivo o responsable. Usa como ejemplo un programa que emitió en la cadena ABC el 20 de noviembre de 1983, a continuación de la película The day after, sobre el holocausto nuclear.
De hecho, los invitados ignoran completamente las intervenciones de los demás. Kissinger repasa sus grandes éxitos como secretario de Estado, McNamara informa de que ha comido en Alemania y de que tiene quince ideas para el desarme nuclear. Wiesel dice que tiene miedo a la locura y que cualquier día el ayatolá Jomeini, o algún otro infiel, tendrá una bomba atómica y no dudará en utilizarla. Y aunque el discurso de Carl Sagan —según Postman, el más articulado— contiene al menos dos premisas cuestionables, nadie le pide aclaraciones. La discusión anunciada no incluye argumentos ni contraargumentos, no hay explicaciones ni deliberación. Y no por restricciones de tiempo ni espacio sino porque, explica Postman, la naturaleza misma del medio lo impide. Según la reseña del New York Times, la cadena quería mostrar a los espectadores “cómo el Gobierno toma decisiones de vida o muerte”.
El acto de pensar es transformador, pero no telegénico. Requiere pausa, paciencia. Una ralentización del tempo que sería tan desconcertante en un programa de televisión como en un espectáculo de Las Vegas. Y este programa fue muy en serio, sin dejar de ser entretenido. Todo el mundo cumplió su papel: Sagan llevó su cuello alto, Kissinger desplegó su diplomacia natural. Koppel, moderador del programa, pareció estar conduciendo un debate cuando en realidad estaba dirigiendo una secuencia de interpretaciones. “Al final, uno solo podía aplaudir las interpretaciones, que es lo que quiere todo buen programa de televisión. Esto es: aplauso, no reflexión.” Hace diez años nos preguntábamos si Google no nos estaría volviendo estúpidos porque ya no podíamos recordar el número de teléfono de nuestra suegra, o el título de una película de Buster Keaton. Hoy vemos los debates televisivos con un ordenador en las rodillas y el móvil en la mano, ignorando a nuestros seres queridos y despreciando otras actividades convencidos de que solo así podemos estar al día. En realidad estamos enganchados a los trocitos de “realidad” inconexos que se suceden delante de nuestras pupilas cuando tiramos de ellos con el índice o el pulgar. Cuantos más pedacitos hay y más inconexos llegan, más enganchados estamos (un factor que la industria del juego llama event frecuency, frecuencia de acontecimiento). Pero el adicto a las tragaperras sabe que es adicto al estado de ensoñación nerviosa que le produce el ritmo de la máquina. No juega para ganar dinero sino para flotar en La Zona, un mundo perfecto, ordenado y predecible, completamente ajeno a la realidad. Mientras que el adicto a la secuencia rítmica y fragmentada de las plataformas digitales cree que es adicto a la política, a la actualidad, a las noticias. Cree que está más despierto que nunca. La combinación de adicción e hipnosis con el convencimiento de saber exactamente lo que ocurre “en realidad” produce tristes paradojas.
Hay un chiste recurrente en Reddit: “”¡Jamás pensé que los leopardos se comerían mi cara!“, llora la mujer que votó por el Partido de los Leopardos que Devoran Caras”. Los veteranos del foro la sueltan para revolcarse en el heno del schadenfreude cada vez que alguien sufre las consecuencias de algo por lo que han votado o que han apoyado y han querido imponer sobre los demás. En los últimos dos años la usan todo el tiempo. El primer ejemplo que aparece en mi timeline según escribo estas líneas es el siguiente titular: “Una mujer de Indiana que votó por el presidente Donald Trump se queda helada al descubrir que su marido será deportado hoy mismo”. Pero hay tantos que el Nation publica un editorial pidiendo al New York Times y los otros grandes medios que dejen de publicar noticias sentimentales sobre votantes de Trump que han sido perjudicados por las políticas de Trump. “Todos esos perjudicados hicieron el mismo acuerdo inmoral —argumenta—. Calcularon que dejando que Trump acosara y aterrorizara a otras personas (negros, mujeres, gais, niños) se embolsarían más dinero.”3 Probablemente sea cierto, pero incluso las personas que se han dejado manipular con argumentos racistas, clasistas, machistas o directamente fascistas necesitan saber que fueron manipuladas para votar en contra de sus propios intereses. Sobre todo cuando el fenómeno se sigue repitiendo cada vez que se convocan elecciones en cualquier lugar del mundo. La industria de la manipulación política ha invadido el proceso democrático, creando campañas clandestinas en canales de comunicación cifrados para susurrar al oído de millones de personas. A cada uno le cuenta una cosa distinta, dependiendo de lo que cada quien quiere oír.
Operación INFEKTION
Si tienes más de cuarenta años, probablemente has oído alguna vez que el virus del VIH se escapó de un laboratorio experimental del ejército estadounidense donde testaban armas bioquímicas para acabar con la población afroamericana y la comunidad gay. Así lo contó Dan Rather, el presentador de noticias de la CBS, la tercera cadena de radiodifusión más grande en el mundo, en marzo de 1987.
El origen era una carta al director publicada en el Patriot, un periódico de Delhi. La firmaba un “conocido científico y antropólogo estadounidense” que aseguraba que el sida había sido manufacturado por ingenieros genéticos por orden del Pentágono, a partir de virus interceptados en África y Latinoamérica por la unidad de control de enfermedades infecciosas. El laboratorio estaba en Fort Detrick, Maryland. Fue uno de los éxitos más sonados del Departamento A de Dezinformatsiya del KGB. Los servicios de inteligencia de Alemania del Este lo bautizaron Operation INFEKTION.
Según explicó años más tarde el exagente del KGB Ilya Dzerkvelov, el Patriot había sido creado por la Agencia rusa en 1962 como vehículo para sus campañas de desinformación. Era habitual en la agencia plantar estas historias en países tercermundistas donde no había recursos para investigación y los periodistas eran vulnerables al soborno. La primera regla de la desinformación es tirar la piedra lo más lejos posible para después recogerla como un objeto encontrado, en este caso por una agencia de noticias local. Dicen que el propio Stalin acuñó el término “Dezinformatsiya” como si viniera del francés, para que pareciera una práctica occidental. La noticia fue avanzando despacio por el continente asiático hasta que fue convenientemente “encontrada” por la revista Literaturnaya de Moscú. Su versión citaba amablemente la exclusiva del Patriot, pero apoyándose en el informe de un profesor de bioquímica retirado de la Universidad Humboldt en Berlín, llamado Jakob Segal. El informe estaba firmado a medias con su mujer, Lili Segal, y no tenía un solo dato científico real. “Todo el mundo sabe que los presos son usados para experimentos en Estados Unidos —era el tono del documento—. Les prometen la libertad si salen vivos del experimento.” La golosa “noticia” dio la vuelta al mundo varias veces, antes de llegar al noticiero de la CBS y convertirse en cultura popular. En 1992, cuando cayó la Unión Soviética, el director del KGB Yevgeny Primakov admitió públicamente que su agencia estaba detrás de la campaña y que los Segal habían sido agentes del Departamento A.
La principal diferencia entre la propaganda y la desinformación es que la primera usa los medios de comunicación de maneras éticamente dudosas para convencer de un mensaje, mientras que la segunda se inventa el propio mensaje, que está diseñado para engañar, asustar, confundir y manipular a su objetivo, que termina por abrazar sus dogmas para liberarse del miedo y acabar con la confusión. Casi siempre proviene de una persona de confianza o prestigio. Se basa en fotos y documentos alterados, datos fabricados y material sacado de contexto para crear una visión distorsionada o alternativa de la realidad. Sus temas recurrentes son extraídos de la misma sociedad a la que quieren intervenir. La campaña de desinformación empieza por identificar las grietas preexistentes para alimentarlas y llevarlas al extremo. En este caso, la crisis de pánico que estaba causando el virus del sida en un contexto de poca información y el hecho de que parecía afectar casi exclusivamente a dos sectores específicos de la población: negros y homosexuales. El complot tampoco había surgido de la nada. El ejército estadounidense había realizado al menos doscientos treinta y nueve experimentos con gérmenes letales entre 1949 y 1969, inclui- da la liberación de esporas en dos túneles de una autopista de peaje de Pensilvania. La información había sido desclasificada por el propio Departamento de Defensa pocos años antes, en 1977, causando una gran indignación. Sus explicaciones fueron lamentables: cualquier investigación que ayudara a los aliados a ganar la guerra estaba justificada, y eso incluía intoxicar a su propia población local. La Operación INFEKTION no había sido diseñada para convencer a la gente de que el virus tenía un origen distinto que el chimpancé que lo contagió al primer humano en el oeste del África ecuatorial. Estaba pensada para generar dudas acerca de la categoría moral del Gobierno estadounidense, capaz de producir armas bioquímicas para acabar con dos grupos vulnerables en su propia casa. ¡Había precedentes históricos! ¿Qué otras cosas les ocultaba el Gobierno?
Al parecer, muchas. Entre las más conocidas, que el asesinato de JFK y del doctor King habían sido obra de la CIA y que el Gobierno pone flúor en el agua para mantener aletargada a la población. Naturalmente que los rusos no tenían la exclusiva de la desinformación. Los estadounidenses utilizaban tácticas de desinformación para desestabilizar gobiernos en otros países, por intereses geoestratégicos y comerciales y contra su propia población. Richard Nixon tuvo que renunciar a la presidencia por haber usado al FBI, la CIA y hasta el Servicio de Rentas Internas (IRS) para espiar a la oposición, pero el Watergate también destapó campañas de desinformación contra los movimientos por los derechos civiles y contra la guerra de Vietnam.
La Unión Soviética fue pionera en el desarrollo de estas tácticas desde que el GPU, padre del KGB, abrió el primer Departamento A en 1923. Andrus Ansip, actual vicepresidente de la Comisión Europea y exprimer ministro de Estonia, asegura que el 85 por ciento del presupuesto del KGB se gastaba “no en desvelar secretos sino en distribuir mentiras”. Con la caída de la Unión Soviética, se dio por hecho que su máquina de la discordia había sido desmantelada. En retrospectiva, un exceso de confianza, si tenemos en cuenta que en 1999 sube al poder un director del KGB que había sido agente del Departamento A durante quince años.
Al principio Putin era muy popular. Su figura de militar disciplinado, astuto y autoritario contrastaba positivamente contra la de un Yeltsin alcoholizado y pusilánime. Durante su primer mandato, su índice de popularidad era del 40 por ciento. En Ucrania era aún mayor. El Gobierno postsoviético había reconocido oficialmente que la hambruna que mató a diez millones de ucranianos entre 1932 y 1933 había sido un acto deliberado de exterminio perpetrado por Stalin. Los primeros agujeros en su campo de influencia magnética fueron la crisis de rehenes del teatro Dubrovka y la masacre de la escuela de Beslán, donde murieron casi doscientos niños. “Después de aquello [Putin] se volvió mucho más autoritario”, contaba más adelante Gleb Pavlovsky, su jefe de campaña de 1996 a 2011. A partir de ese momento empezaron a hacer otro tipo de campaña.
Pavlovsky era el spin doctor del Kremlin, aunque él prefiere presentarse como su especialista en tecnología política. No solo estaba allí antes de Putin, sino que asistió a su proceso de selección como sustituto de Yeltsin. Aquel aire de militar misterioso no era producto del azar. “Aquella primavera hicimos una encuesta para descubrir de qué tenía miedo la gente. También queríamos saber quiénes eran sus héroes —explicaba en una entrevista—.4 Preguntamos a los encuestados quiénes eran sus estrellas, sus actores favoritos. Preguntamos por los actores que hicieron de Lenin, Stalin, Pedro el Grande. De manera inesperada, salió este actor que hacía de Stirlitz,5 un oficial de los servicios secretos soviéticos que trabajaba en organizaciones de alto rango en Alemania. Hacía de perfecto oficial alemán, muy bien vestido y educado. Era un agente secreto soviético y resultó que gustaba a todo el mundo.” Cuando Yeltsin anunció a su sucesor, Putin era un hombre educado de San Petersburgo, y fue entrenado para parecerse más a Stirlitz, una mezcla entre elegante y brutal. Más adelante, durante las presidenciales de 1999 y 2000, se familiarizó con las nuevas tácticas de marketing político. “Putin vio cómo jugábamos con los medios. Vio lo que pasaba en los periódicos, las cadenas de radio y de televisión, incluso internet. Era todo un gran teclado —cuenta Pavlovsky— y yo lo estaba tocando. Para mí era algo natural, llevaba años haciéndolo. Pero creo que entonces empezó a pensar que todo podía ser manipulado. Que toda la prensa, todo programa de televisión estaba manipulado. Que todo estaba financiado por alguien. Ese fue el terrible legado que le dejamos.”
Cuando empieza su segundo mandato como presidente de la Federación Rusa, Putin tiene ya un problema serio con Ucrania. La Revolución Naranja ha derrotado a su candidato, Víktor Yanukóvich, y ha elegido al proeuropeo Víktor Yúshchenko. En 2005 financia el lanzamiento de una cadena de noticias internacional, llamada Rusia Today. Un vehículo de propaganda que capitalizará el rechazo popular a los medios tradicionales, imitando el periodismo ciudadano de Occupy y OffTheBus del Huffington Post, aderezado con la salsa picante de la desinformación. Al principio nunca pretendieron ser otra cosa. En una entrevista para el diario Kommersant, su directora Margarita Simonyan justificaba la adjudicación de dinero público argumentando que “[en 2008] el Ministerio de Defensa estaba luchando contra Georgia, pero nosotros hicimos la guerra de información, y lo que es más, contra todo el mundo occidental”. En 2009 lanzan su división estadounidense, y cambian su nombre a RT. Ahora su objetivo manifiesto es “ofrecer una versión alternativa a los medios tradicionales ” pero también alternativa a la visión occidental y anglosajona del mundo. El mensaje de fondo es que la verdad no existe, solo versiones o interpretaciones de la realidad, y que la de RT es tan buena como la de cualquier otro. “En 2008 [nuestra audiencia] no era mucha. Ahora sería muchísimo mejor, porque le enseñamos a los estadounidenses noticias alternativas acerca de sí mismos —reflexionaba Simonyan en una entrevista posterior al mismo diario—. No lo hacemos para empezar una revolución en Estados Unidos, porque eso sería ridículo, sino para conquistar una audiencia [...]. Cuando llegue el momento, habremos construido esa audiencia que estará acostumbrada a venir a buscarnos para ver la otra cara de la verdad, y entonces claro que haremos un buen uso de eso.” A finales de 2013, el Gobierno presenta la agencia de noticias internacional Rossiya Segodnya y el canal Sputnik, donde Margarita Simonyan asume el cargo de redactora jefe, sin dejar de dirigir RT. Ese mismo año, un empresario íntimo de Putin funda la Internet Research Agency (IRA), una pequeña agencia de desinformación que pronto se muda al 55 de la calle Savushkina en San Petersburgo, un edificio de cuatro plantas con cuarenta habitaciones y mil empleados que trabajan todos los días en turnos rotativos manejando cientos de miles de cuentas falsas.
Tienen un departamento para cada red social: LiveJournal, Vkontakte (el Facebook ruso), Facebook, Twitter e Instagram. Los bloggers publican diez post diarios en tres blogs diferentes. Hay equipos especiales publicando un mínimo de ciento veintiséis comentarios en los grandes medios. Hay ilustradores haciendo dibujos satíricos y cineastas haciendo vídeos que parecen noticias con actores pagados. Un año después de la ocupación rusa de Crimea, el IRA inunda las redes con toneladas de noticias falsas sobre las atrocidades del Gobierno ucraniano, incluidas leyendas urbanas sobre ejecuciones en masa, violaciones, torturas, “historias alternativas” sobre la Segunda Guerra Mundial y un relato insoportable acerca de la crucifixión de un bebé. Además de sus siniestras invenciones, el personal del IRA recibe material de la Agencia rusa de espionaje y de sus hackers.6 Hay llamadas intervenidas, emails hackeados y documentos secretos que son convenientemente “filtrados” a los medios internacionales para justificar las acciones del Kremlin. El material surca las redes sociales como un virus de la gripe en una guardería antes de ser “recogido” por RT y Rossiya Segodnya, que legitiman la información y la traducen como el tono exaltado de unos activistas espontáneos. En ese momento, RT es el canal de YouTube más popular del planeta. Los especialistas llaman a su táctica “la doctrina Gerasimov”.
Este término fue acuñado por el director del Centro para la Seguridad Europea Mark Galeotti, y está inspirado en un artículo del jefe de Estado Mayor de Rusia, el general Valeri Gerasimov, sobre “las lecciones de la Primavera Árabe”.7 Observa el general que “las estrategias no militares para conseguir objetivos políticos están ganando terreno”, especialmente gracias a las tecnologías de información “para crear oposición interna” y con ella “un frente permanente de operaciones en todo el territorio enemigo, así como acciones informativas, dispositivos y objetivos en continuo perfeccionamiento”. El general Gerasimov no lo llama “mi doctrina”, sino que se refiere a ella como Guerra Híbrida o Guerra de 5.ª Generación.
Durante los años siguientes, tanto RT como Sputnik y la Agencia despliegan su guerra híbrida sobre Ucrania y sobre el resto del mundo, amplificando las manifestaciones y enfrentamientos civiles que se desarrollan en Estados Unidos. Su canal de YouTube gana popularidad en las ediciones europeas apoyando todo lo que parezca antiestadounidense, de Julian Assange a los partidos “disruptivos” como Podemos y Syriza. Su apoyo les da visitas, legitima su perfil activista y les prepara para la siguiente campaña: las elecciones a la presidencia de Estados Unidos de 2016.
La máquina de propaganda rusa
El disparatado nudo original del melodrama televisivo Scandal, estrenado en abril de 2012, era el siguiente: el equipo de campaña republicano en la carrera presidencial ha hecho trampa para ganar las elecciones y todo el equipo está en el ajo menos el propio presidente, Fitzgerald Grant III. Su jefa de campaña lo sabe; su jefe de gabinete lo sabe. Hasta su mujer lo sabe y tienen que conspirar constantemente para que no se entere. El presidente Grant no puede saber que no ha sido el amor del pueblo lo que le ha puesto en la Casa Blanca porque le partiría el corazón. Cuando aún era candidato, durante un acto de campaña en la ciudad de Sioux Center, Iowa, Donald Trump aseguró que el amor del pueblo estadounidense por él era tan grande que “podría pararme en mitad de la Quinta Avenida y disparar a gente, y no perdería votantes”. En el momento de terminar este libro, el FBI ya ha detenido a su jefe de campaña Paul Manafort, su abogado Michael Cohen y a todos sus asesores de campaña incluido el famoso Roger Stone, por cargos relacionados con la llamada “trama rusa” y destapados por la investigación del fiscal especial Robert Mueller. No sabemos si Trump conspiró con Vladímir Putin o si su equipo lo hizo sin molestarle, como en la ficción televisiva, para no destruir su frágil ego. Toda operación de desinformación lo suficientemente ambiciosa necesita un tonto útil, que puede ser un iluminado, un avaricioso, un narcisista sin entrañas. Tampoco sabremos si habría llegado sin ella a la Casa Blanca. Lo que sabemos a ciencia cierta es que la intervención existió, afectó a millones de personas y que la antipática, ambiciosa, elitista, racista y empollona Hillary Rodham Clinton era la víctima perfecta para una campaña de desprestigio. Era un miembro de la misma élite que había favorecido la recesión y empobrecido a los estadounidenses. Y encima también había hecho trampas para llegar hasta allí.
Todo el mundo coincide en que el golpe de gracia fue la publicación de los correos del Comité Nacional Demócrata, un drama por entregas que empezó el 16 de mayo de 2016. Desde ese día y hasta el día antes de las elecciones, todas las comunicaciones del partido y su jefe de campaña, John Podesta, fueron filtradas a través de Wikileaks y una nueva página de filtraciones llamada DCLeaks. Los correos sugerían que había habido un complot interno para impedir que Bernie Sanders ganara las primarias. Había un archivo de audio en el que Hillary Clinton llamaba a los seguidores de Bernie “hijos de la gran recesión” que aún “viven en el sótano de sus padres”. Se supo que la CNN le había cantado las preguntas antes de entrevistarla; se leyeron sus promesas a los gigantes de Wall Street. Cada mezquino detalle fue masticado y digerido por la prensa y celebrado por su contrario. La presidenta del Comité pasó tanta vergüenza que dimitió y dejó la política. La investigación Mueller descubrió dos años más tarde que había sido Roger Stone quien organizó la entrega de los documentos a la “Organización 1”, que parece ser Wikileaks. El papel de Wikileaks en esta cadena de acontecimientos marcaría un antes y después en la historia de la organización de Julian Assange. Trump estaba en Pensilvania cuando salieron los primeros documentos y declaró públicamente: “Amo a Wikileaks”.
Assange asegura que publicaron los documentos solo después de comprobar su veracidad y sin saber de dónde venían. Esta es la metodología estándar de Wikileaks, que ofrece un “buzón” diseñado específicamente para borrar el rastro de los remitentes, y así proteger a sus fuentes de una probable persecución policial. Y el ataque a los servidores había sido reivindicado por un presunto hacker rumano llamado Guccifer 2.0. Pero un grupo espontáneo de especialistas, “entre ellos hackers de vieja escuela, exespías, consultores de seguridad y periodistas”, se movilizó para investigar los documentos a fondo y desentrañar su origen.8 Matt Tait, jovencísimo exasesor de seguridad del Gobierno británico, encontró el nombre del fundador de la policía secreta rusa en los metadatos de uno de los documentos, que además habían sido editados en un ordenador con el sistema operati- vo en ruso. También descubrió que el descuidado Guccifer 2.0 había enviado a DCLeaks una versión de un documento y a Gawker una versión distinta. Una había sido manipulada con datos falsos y la otra no. “Este ”hacker solitario“ usa VM (máquinas virtuales), habla ruso, su nombre de usuario es el fundador de la policía secreta de la Unión Soviética y le gusta lavar sus documentos a través de Wikileaks”, publicó Tait en su cuenta de Twitter. La firma de seguridad CrowdStrike dijo que el servidor del DNC había sido hackeado por dos grupos de hackers rusos, aparentemente no coordinados: Fancy Bear, afiliado al Departamento Central de Inteligencia ruso (GRU), y Cozy Bear, vinculado al Servicio Federal de Seguridad (FSB). También dijo que habían encontrado muy pocas dificultades en su camino. Les bastó con una campaña de phishing completamente ordinaria. Con un correo estándar que terminaba con la firma “Best, the Gmail Team”.
Una operación de phishing consiste en hacerse pasar por una persona o entidad legítima (tu banco, tu jefe, tu administrador de sistemas) a través de una llamada o correo para conseguir los datos que facilitan la entrada en el sistema protegido. Típicamente, es un correo que solicita que vuelvas a introducir tu usuario y contraseña para consultar una transacción, confirmar un gasto o aprobar un cambio urgente en los términos de usuario. En una buena campaña de phishing, todo en el correo es idéntico a un correo legítimo, salvo que te dirige a una página controlada por los estafadores y que solo se aprecia leyendo atentamente la URL. En defensa del Partido Demócrata, hay que recordar que la táctica había sido usada con éxito contra miembros del Parlamento alemán, el ejército italiano, el Ministerio de Asuntos Exteriores de Arabia Saudí y hasta el mismísimo Colin Powell. En posteriores declaraciones a la prensa, Podesta tuvo la presencia de ánimo de culpar a su secretaria, quien “consultó con nuestra persona de ciberseguridad. Y, como en una comedia de enredo, supongo que le dio instrucciones de abrirlo y pinchar el enlace”. Según Wired, la “persona de seguridad” le mandó un correo diciendo que el correo era “legítimo” cuando quería poner “ilegítimo”. Maldito autocorrector.
Mientras tanto, el círculo se cerraba sobre Guccifer. La investigación coral que se desarrollaba en las redes reveló que se logueaba desde una red privada virtual rusa. Durante una entrevista que le concedió a la web de tecnología Motherboard, quedó patéticamente claro que no hablaba ni entendía rumano. La investigación del fiscal especial de Estados Unidos y exdirector del FBI Robert Mueller concluyó que Guccifer 2.0 era un oficial del GRU operando desde la sede misma de la agencia, en la calle Grizodubovoy de Moscú. También que DCLeaks había sido creada y gestionada por dos agentes de inteligencia rusos. Pero ¿qué hacían los papeles en manos del asesor de campaña antes de llegar a Wikileaks? Entre los treinta y tres acusados de la investigación Mueller hay una docena de ciudadanos rusos, tres compañías rusas, un residente en California, un abogado londinense y cinco consejeros de Trump. De las siete personas que se han declarado culpables, cinco son los consejeros de Trump.
Los ciudadanos rusos están acusados con cargos que incluyen fraude, robo de identidad, creación de identidades falsas y otras actividades relacionadas con el uso de cuentas bancarias y de PayPal con identidades robadas a personas reales para financiar las operaciones de la Internet Research Agency. Esas operaciones incluyeron la creación cientos de miles de correos falsos y de cuentas en Facebook, Twitter e Instagram con identidades falsas que se usaron para apoyar de manera masiva las campañas de Donald Trump, Bernie Sanders y Jill Stein, y para trolear las de Hillary Clinton, Marco Rubio y Ted Cruz. También se usaron para convencer a determinados grupos que se abstuvieran de votar y para la creación de asociaciones y grupos políticos en Facebook. La historia de esos grupos es uno de los puntos más fascinantes de la investigación. El complot tenía un nombre: Proyecto Lakhta.