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Una parroquia se convierte en morgue tras una jornada letal de protestas en Bolivia

Vista general del velatorio de algunas de las víctimas fatales de los disturbios ocurridos en la víspera cerca de una refinería de gas este miércoles, en el templo San Francisco de Asís, en El Alto (Bolivia).

Tom Phillips

El Alto (Bolivia) —

Los ojos de Primitivo Quisbert se inyectan de sangre y se llenan de lágrimas al ver la cara hinchada y sin vida de su hijo. Trata de entender por qué un enfrentamiento político que siente lejano ha condenado al joven a una muerte temprana. “Es tan doloroso, señor. Tan, tan doloroso” dice el carpintero, de 61 años, entre sollozos. “Solo mire lo que le han hecho a mi niño”.

Ante él, sobre el banco de madera de una iglesia, yace también el cuerpo de otro de los al menos ocho bolivianos asesinados el martes en El Alto después de que la crisis política que azota Bolivia pasara a cobrarse víctimas mortales. Es el cadáver de Pedro Quisbert Mamani, trabajador en una fábrica de 37 años y padre de dos hijos.

Alrededor de él asoman bajo sábanas y banderas los pies de otros cinco cuerpos que pueden identificarse porque alguien ha escrito sus nombres en folios y los ha dejado sobre los cadáveres. “Joel Colque Patty, 22”. “Devi Posto Cusi, 34”. “Antonio Ronald Quispe Ticona, 23”. “Clemente Eloy Mamani Santander, 23”. “Juan Jose Tenorio Mamani, 23”.

Alguien había puesto tres vasos de usar y tirar sobre las baldosas para recoger las gotas de sangre que manaban sin parar de una herida de bala abierta en la parte trasera de la cabeza del joven.

“Fue un tiro en la nuca, mira cómo sale la sangre”, le dice su padre a uno de los forenses, vestidos con traje y máscara blancos, que se disponen a practicar autopsias a los cuerpos justo frente al altar de la iglesia. “Crié a mi hijo con todo el amor y ahora me toca enterrarlo ¿Sabe lo que supone esto para mí?”. “¿Criar, educar… y luego enterrar?”

Evo Morales, exiliado en México, se ha referido a lo sucedido en El Alto como una “masacre”. “En Bolivia están matando a mis hermanos y hermanas”, dijo Morales el miércoles durante una conferencia de prensa en México. “Este es el tipo de cosas que hacían las dictaduras militares tradicionales”.

El Gobierno provisional de derechas que ha asumido el poder después del derrocamiento de Morales el pasado 10 de noviembre rechaza las acusaciones contra el ejército por los asesinatos del martes. Pero los muertos estaban participando en un enfrentamiento entre militares y partidarios de Morales frente a un depósito de combustible que los manifestantes bloqueaban.

El Ministro de Defensa, Fernando López, dijo a la prensa que sus fuerzas “no han disparado una sola bala” y acusó a los manifestantes de ser “terroristas” a las órdenes de Evo Morales. En El Alto, una ciudad ubicada junto a la capital, La Paz, y considerada feudo de Evo Morales, la población no alberga dudas respecto a la culpabilidad del Gobierno en lo que consideran una masacre de trabajadores inocentes.

“No podemos permitir que nos sacrifiquen así” grita Joana Quispe, de 40 años, una de las miles de manifestantes indígenas que tapona las calles, repletas, alrededor de la iglesia de San Francisco de Asís para protestar por los asesinatos.

Frente al edificio –una modesta construcción de ladrillo–, el ambiente es tenso, de furia y resistencia; de ataques constantes contra la presidenta interina Jeanine Áñez y la coalición derechista en la que se apoya. “Nuestro Gobierno es racista” gritaba enfurecido Benito Mamani, de 56 años. “Están pisoteando la democracia. Esta señora presidenta tiene que irse”.

La zona parece un escenario de guerra debido a las patrullas de las fuerzas de seguridad, fuertemente armadas y las barricadas improvisadas con bloques de cemento, señales, neumáticos ardiendo y restos de coches desguazados que han logrado levantar los habitantes de esta comunidad en las montañas.

Y dentro de la iglesia, la misma ira. “El mundo debe conocer la verdad”, pide Aurelio Miranda, de 54 años. “Lo que ha pasado fue una masacre… usaron armas de guerra. No pensaron en las consecuencias. Por eso hay tantos muertos”. “Siento mucho dolor como boliviano por ver que otros bolivianos están sacrificando a sus hermanos”, añade.

Primitivo Quisbert está aún demasiado afectado por su pérdida como para hacer acusaciones. Mientras a su alrededor todo son gritos de “¡Justicia!, ¡Justicia!, ¡Justicia!”, él habla de cómo su familia se estaba preparando para un nacimiento y no para un funeral.

La mujer de su hijo muerto está embarazada de ocho meses. Ese hijo ya nunca conocerá a su padre. “No militamos en ningún partido. No nos interesa esto. Somos personas humildes, trabajadoras, ¿Cómo pueden matarte como si fueras un perro?” se preguntaa Quisbert.

En la pared, justo sobre el padre de luto, al lado de la morgue improvisada en el altar, escrita con elegantes letras metálicas se lee la oración por la paz de San Francisco de Asís:

'Señor, haz de mi un instrumento de tu paz.

Que allá donde hay odio, yo ponga el amor.

Que allá donde hay ofensa, yo ponga el perdón.

Que allá donde hay discordia, yo ponga la unión.

Que allá donde hay error, yo ponga la verdad.

Que allá donde hay duda, yo ponga la Fe.

Que allá donde desesperación, yo ponga la esperanza.

Que allá donde hay tinieblas, yo ponga la luz.

Que allá donde hay tristeza, yo ponga la alegría'.

“Aquí llevo toda la noche. Junto a mi hijo. No puedo dejar que se vaya”, lamenta Quisbert.

Cindy Jimenez Becerra en El Alto y Jo Tuckman en Ciudad de México contribuyeron a este reportaje.

Traducido por Alberto Arce

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