Es hora de pelear y detener el golpe de Estado de Boris Johnson
Hay que llamar a la suspensión del Parlamento por su nombre: es un golpe de Estado por parte de un primer ministro que no ha sido elegido por la ciudadanía.
Se nos prometió que el Brexit implicaba la devolución de la soberanía de la Cámara de los Comunes, retomar el control sobre nuestro poder legislativo. Esa misma institución es la que ahora se cierra y se neutraliza su capacidad para aprobar leyes. Ahora, la maniobra deja solo un puñado de días para que los representantes que sí han sido elegidos por la ciudadanía expresen su opinión sobre el evento de consecuencias más profundas que vive el país desde que callaron las armas al finalizar la Segunda Guerra Mundial.
Hay que resistir. Se resistirá.
Vamos a desmontar una mentira perversa. La que argumenta que forzar una salida sin acuerdo de la Unión Europea implica honrar el resultado del referéndum. Las campañas que defendían la salida dejaron claro las veces que hizo falta que el Brexit pasaría por un acuerdo. Uno que no sería difícil negociar ¿No me creen? El propio Michael Gove, uno de los coordinadores de la campaña a favor de la salida, dijo: “No votamos salir sin acuerdo. Ese no era el mensaje de la campaña en la que colaboré desde una posición de liderazgo. Durante la misma, dijimos que teníamos que llegar a un acuerdo con la UE y ser parte de la red de acuerdos de libre comercio que cubre toda Europa, desde Islandia a Turquía”. “Salir sin acuerdo el 29 de marzo no honraría nuestro compromiso. Sin duda alguna provocaría turbulencias económicas”, añadió.
Durante la campaña del referéndum, Nigel Farage ensalzó las virtudes de Noruega en tanto país próspero fuera de los confusos límites de la UE. Ahora, emular el exitoso ejemplo nórdico se considera como un Brexit falso, solo de nombre. Un año después del referéndum, los británicos se han expresado en las urnas de nuevo. Alrededor de un 54% de los votantes ha apoyado a partidos contrarios a salir sin acuerdo. Y, sin embargo, el Parlamento se cierra para dar paso a una propuesta extrema sin mandato democrático que causará una gran crisis económica y que, a fin de cuentas, forzará al Reino Unido a una mesa de negociación a la que sentará muy debilitado.
Vamos a plantear un ejercicio mental. Jeremy Corbyn se convierte en primer ministro sin ganar las elecciones. Su partido no tiene mayoría y depende del apoyo del Partido Nacional Escocés, cuyo apoyo ha logrado a cambio de una serie de sobornos legislativos. Su plan pasa por imponer una propuesta radical que, evaluada con objetividad, tendrá como consecuencia un impacto económico autoinfligido, dañando la cohesión social del país y debilitando nuestra posición internacional. Teniendo en cuenta que el Parlamento se opone a dicha medida, simplemente los suspende.
Imagínense las comparaciones con Venezuela, con la tiranía comunista. Mientras se normaliza el ataque a la democracia de Johnson, si Corbyn lo hubiera intentado como primer ministro, el poder establecido intervendría para revertirlo. Costase lo que costase.
Prorrogar significa “suspender la democracia parlamentaria” y eso “va contra todo por lo que los hombres que desembarcaron en aquellas playas pelearon y murieron”. Podrían pensar que se trata de una comparación exagerada, pero las pronunció Matt Hancock, uno de los ministros de Johnson que ahora –en su rol de trepa sin principios- es probable que jalee esta desgracia antidemocrática. Pero tenía razón. Esto es un ataque contra la democracia por la que derramaron la sangre y se sacrificaron quienes nos precedieron.
Es intolerable permitir que una camarilla de niños mimados de escuelas de élite cuyo único interés es la supervivencia del Partido Conservador y de sus propias carreras y para quienes esto es poco más que un entretenimiento ensucien la democracia como si fuera ese Club Bullingdon [un club reservado para hombres que han pasado por la Universidad de Oxford] desde el que destrozaban restaurantes vestidos de pingüino.
Escribir a la Reina no va a salvarnos, independientemente del número de cartas que reciba. Las peticiones pueden mostrar un vigoroso sentido de ánimo colectivo, pero se pueden ignorar. Un montón de pancartas ingeniosas con burdas insinuaciones sobre el primer ministro llevarán a rictus de sonrisa, pero no harán que caiga el Gobierno. Los derechos y libertades de los que gozamos no fueron concedidos como actos de caridad por élites benevolentes. Llegaron como resultado de un combate decidido e implacable. Ante las amenazas a la democracia, es en esa tradición en la que hay que confiar para defenderla.
El pueblo británico debe salir a las calles, debe utilizar las tácticas de nuestros antepasados para lograr los derechos de las mujeres, de los trabajadores, de las minorías, del colectivo LGTBI: La desobediencia civil pacífica. Si se cierra el Parlamento, los diputados deben negarse a abandonarlo. Debería ser ocupado por los ciudadanos a los que sirve. Y eso debería suceder junto a otros actos de desobediencia civil pacífica como la ocupación de sedes de la administración pública por todo el país. Si es necesaria la convocatoria de una huelga general para defender la democracia, que suceda.
El primer ministro –un defensor declarado de los banqueros, quiere lanzar un chorro de recortes fiscales a los ricos al tiempo que desregula y ataca los derechos de los trabajadores– está intentando de forma engañosa erigirse como portavoz del pueblo ante las élites. Esta, su última maniobra, debe ser expuesta y desmontada como lo que es, una acto de violenta arrogancia por parte de una élite política que desprecia la democracia.
El movimiento de protesta que debe surgir tiene que plantear las verdaderas líneas de batalla antes de unas elecciones generales inminentes. No pueden limitarse a ser una elección entre las opciones por las que votamos un día de verano de 2016. Será una pelea entre quienes crean la riqueza y quienes la acumulan. Entre quienes pagaron el precio de la crisis y quienes la provocaron. Entre quienes pagan sus impuestos y quienes los evaden.
Por más revolucionario que sea el traje con el que pretende vestirse el poder conservador, no es más que la representación política de quienes lo financian. No son ellos quienes miran al techo durante sus largas noches de insomnio, sufriendo ataques de pánico por culpa de las facturas impagadas que se acumulan sobre la mesa de la cocina, no. El poder conservador es el de los gestores de los fondos de riesgo, los empresarios que pagan salarios rayanos en la pobreza y los banqueros que están empujando al Reino Unido al abismo, aquellos para quienes el país es un patio de juegos en el que liarla mientras otros pagan las consecuencias. Si no hay acuerdo, los Tories cuidarán de sí mismos, como siempre han hecho, mientras quienes un día trabajaron en la industria del carbón y el acero vuelven a recibir patadas.
Pero nada de esto es inevitable. Igual que en el pasado se luchó con determinación y valentía y de ahí nacieron los derechos que disfrutamos, ahora es nuestro turno defenderlos.