El ecosocialismo es una línea relativamente nueva dentro de la constelación de la política de izquierda, y sin embargo ya casi vieja, particularmente en un mundo que se mueve a velocidades poco humanas, pero sobre todo por su propia conciencia. Aunque algunos teóricos apuntan los precedentes en autores como Walter Benjamin, que desde la órbita del marxismo, ya señalaban la deriva tecnocrática y potencialmente incontrolable del desarrollo, existe acuerdo en situar el origen del ecosocialismo más recientemente, en los años sesenta y setenta, cuando empiezan a aparecer propuestas como la de André Gorz o Barry Commoner, que abordan la cuestión ecológica con una perspectiva claramente política.
Recientemente, Jaime Vindel ha recogido una propuesta de interpretación histórica del ecosocialismo en una sucesión de momentos históricos, desde una aproximación exterior que trata de incorporar la ecología al marxismo hasta una búsqueda de aquellos elementos que, dentro del marxismo se orientan hacia una síntesis que permita articular una propuesta ecosocialista sólida, más allá de agregados o meros sumatorios. Es un resumen sumario de lo que, a lo largo de cincuenta años, ha acumulado tres objetivos clave: la crítica de la estructura política/ económica en sus efectos sobre la naturaleza, crítica de la propia tradición socialista (del socialismo realmente existente, pero no sólo, también de otros residuos productivistas) e incorporación del pensamiento ecologista al marxismo revolucionario. Son tres objetivos que se corresponden, en grandes líneas, con tres tareas: la crítica de la economía política, la elaboración teórica y el trabajo interno.
Cualquier podría pensar que, en estos momentos, ese largo viaje del ecosocialismo ha dado pocos frutos. Más o menos, como el ecologismo. Y es que, hoy, los indicadores de la crisis ecológica son amenazas brutales sobre una sociedad que, sin duda, ha apurado hasta límites que ponen en juego la estabilidad de los ecosistemas naturales y su propia supervivencia. Si miramos hacia el escenario social no encontramos ningún motivo para aliviarnos. Buena parte de esta situación se puede leer como el resultado del neoliberalismo con sus principios de beneficio perpetuo. Tuvo que llegar la gran crisis de 2008 y la previsible de 2019-2020 para que se evidencie que la dinámica de producción-consumo sólo es una huida hacia delante. Hoy, las trabajadoras y trabajadores de las industrias más contaminantes saben que su futuro y el de los territorios que habitan estará quebrado sino realizamos una transformación inmediata y radical. No sólo esto. Durante décadas, el funcionamiento del sistema económico ha repartido mínimos beneficios mientras la desigualdad crecía y el sistema político se cerraba sobre sí mismo para crear un cerrojo que dejaba siempre intacto el poder económico. El bipartidismo generalizado en buena parte de los países occidentales, las estructuras internacionales como la UE o los tratados de libre comercio han sido herramientas para mantener el beneficio de los grandes grupos económicos. En lo social, en lo político y en lo ecológico, el balance actual es brutal.
Debe esto hacernos pensar que el ecosocialismo ha fracasado? Esta pregunta surge al mismo tiempo que la pregunta sobre el ecologismo, y sólo se puede responder atendiendo a este movimiento. Si pensamos que el ecologismo pretendía defender el equilibrio natural y el ecosocialismo nacía con la vocación de articular políticamente ese intento desde una vocación igualitaria y emancipadora, entonces podemos hacer un balance masivo y decir que, efectivamente, no ha conseguido sus objetivos. Pero si atendemos a una noción más razonable y más capilar de lo social, hay que entender que las transformaciones nunca se dan de forma absoluta y que hacer ese balance es, simplemente un sinsentido. A esto hay que añadir otro factor: durante décadas, el neoliberalismo, como forma reciente del capitalismo, no ha sido capaz de asumir una relación equilibrada con la naturaleza ni de controlar la desigualdad, pero sí ha logrado crear un escenario en el que el crecimiento parecía funcionar y había margen para un mínimo reparto de los excedentes del capital, de tal forma que la producción avanzaba por su lado peor dentro de una sensación generalizada de progreso. Así se ha contenido el conflicto social durante medio siglo. Hoy, ni siquiera este reparto miserable es posible.
Esta es la ambivalencia del momento que vivimos. Muchos ecologistas y ecosocialistas lamentan, con una razón que raya la melancolía, lo que se pudo hacer: lo que hubiera sido posible allá en la década de los setenta, cuando los primero estudios apuntaban la incompatibilidad del crecimiento capitalista y la vida, lo que aún se podría haber logrado en los noventa, cuando la información científica empezaba a ser muy detallada y el ecologismo parecía despegar con fuerza. Nada de esto podía pasar hasta que no llegara el conflicto. La ironía es que el momento en el que todo parece indicar que hemos pasado muchos límites es el mismo momento en el que el ecologismo da respuesta a una pregunta social masiva. En estos cuarenta, cincuenta años, el ecologismo era una respuesta a una problemática que socialmente no era percibida como algo real. Por supuesto, no es que no fuéramos conscientes de algunos o incluso muchos problemas ecológicos, sino que los percibíamos como un problema “del mundo que dejaríamos a nuestras nietas”: esto es, de otro mundo, uno que no conocíamos. Superar el umbral de seguridad trae muchos riesgos, pero al mismo tiempo nos sitúa en un nuevo marco social, uno en el que el ecologismo es la respuesta a los problemas del mundo actual, los que la mayoría se está planteando.
La crisis climática será sólo el primer acto de una sucesión de problemas de amplio alcance: sequías, crisis alimentarias, escasez de materiales, carestías. El trabajo, como centro de la socialización y eje para la cubrir nuestras necesidades materiales, estará en el centro de todas y cada una de esas crisis. Un escenario de pesadilla en el que sólo una cosa juega a nuestro favor, y es que hemos empezado a ser sociedades conscientes de la necesidad de una ruptura con el sistema económico y social. Lo dice Jorge Riechmann y se ha repetido hasta la saciedad, “el cambio climático es el síntoma, la enfermedad se llama capitalismo”.
Si el conflicto llega ahora, entonces se trata de abrir la cuestión de la materialidad de las luchas. No se trata ya de sensibilizar, difundir, elaborar: se trata de construir el bloque político-social que dé cuerpo a la transformación. Dicho de otra manera, si el conflicto llega ahora, la tarea vuelve a ser construir el sujeto transformador. Todo esto, en un marco en el que las fuerzas conservadoras también se están moviendo, y las tendencias adaptacionistas del centro izquierda lo van a hacer. Transición, empleo verde, desarrollo sostenible, son ahora más que meros lemas, pasan a ser el centro de campañas políticas y terreno de disputa electoral, social, laboral. Es justo lo que el ecosocialismo nunca tuvo, la oportunidad de intervenir con una propuesta de contención, equilibrio ecológico y desarrollo social, en un marco en el que hay una batalla que dar. Muchas son las cuestiones a partir de aquí: qué sujeto construir, cómo se articula con el mundo del trabajo, qué alianzas y confluencias tiende hacia el feminismo y otras luchas.
Aparece también una cuestión hasta ahora residual: con qué organización política. Merece la pena apuntar un par de notas finales sobre este asunto; en un momento de activación social masiva, los tiempos serán fundamentales, también el discurso y la estrategia, el acierto en el qué y en el cuándo de la iniciativa política. Para iniciar la reflexión sobre esto, recordemos la original idea de Daniel Bensaïd, según la cual el partido nunca sustituye al movimiento, sino que ejerce como caja de cambios: sirve para acelerar, controlar y extraer toda la fuerza del motor. Todas estas tareas serán claves, no para avanzar hacia una transición, porque ésta ya está en marcha, sino para dirigirla hacia los intereses de las mayorías.
El ecosocialismo es una línea relativamente nueva dentro de la constelación de la política de izquierda, y sin embargo ya casi vieja, particularmente en un mundo que se mueve a velocidades poco humanas, pero sobre todo por su propia conciencia. Aunque algunos teóricos apuntan los precedentes en autores como Walter Benjamin, que desde la órbita del marxismo, ya señalaban la deriva tecnocrática y potencialmente incontrolable del desarrollo, existe acuerdo en situar el origen del ecosocialismo más recientemente, en los años sesenta y setenta, cuando empiezan a aparecer propuestas como la de André Gorz o Barry Commoner, que abordan la cuestión ecológica con una perspectiva claramente política.
Recientemente, Jaime Vindel ha recogido una propuesta de interpretación histórica del ecosocialismo en una sucesión de momentos históricos, desde una aproximación exterior que trata de incorporar la ecología al marxismo hasta una búsqueda de aquellos elementos que, dentro del marxismo se orientan hacia una síntesis que permita articular una propuesta ecosocialista sólida, más allá de agregados o meros sumatorios. Es un resumen sumario de lo que, a lo largo de cincuenta años, ha acumulado tres objetivos clave: la crítica de la estructura política/ económica en sus efectos sobre la naturaleza, crítica de la propia tradición socialista (del socialismo realmente existente, pero no sólo, también de otros residuos productivistas) e incorporación del pensamiento ecologista al marxismo revolucionario. Son tres objetivos que se corresponden, en grandes líneas, con tres tareas: la crítica de la economía política, la elaboración teórica y el trabajo interno.