Hace apenas unos días conocimos el desprendimiento de un iceberg gigante del casquete de la Antártida que nos recuerda por enésima vez que algo anda muy mal en el ecosistema planetario. La larga trayectoria de mercantilización de la naturaleza y privatización de bienes comunes ha cobrado especial intensidad en las últimas cuatro décadas. Durante esta etapa, el neoliberalismo actúa despolitizando cuestiones políticas y presentándolas libres de ideología, como si fueran problemas neutros que precisan soluciones técnicas. Y así está ocurriendo en el tratamiento del cambio climático. Las élites están presentando la desestabilización del clima como un problema estrictamente ambiental âclimáticoâ, prácticamente como si resultara inevitable, como una catástrofe natural más que tan solo precisa de una adaptación. Pero este planteamiento esconde una parte importante de la realidad. Es cierto que la crisis climática entraña elementos técnicos derivados de un exceso de emisiones de gases de efecto invernadero (GEI) en la atmósfera, sumidero natural ahora saturado. Pero junto a ellos aparecen de forma inseparable aspectos políticos. De ahí que resulte crucial cómo se está enmarcando y definiendo la cuestión climática, porque de ello dependerá la forma de encarar el calentamiento global y las respuestas que se van a ofrecer.
En primer lugar, el calentamiento global tiene raíces antropogénicas, es decir, está causado por las actividades humanas. El análisis de las causas del fenómeno nos remite a un modelo de sociedad altamente dependiente de los combustibles fósiles que se gestó en Europa a partir de la revolución industrial. Pese a algunos tímidos esfuerzos, las emisiones crecen a un ritmo cada vez más rápido, lo que ya va a causar un aumento irreversible en la temperatura del planeta. Nuestras decisiones inmediatas se mueven en un estrecho aunque fundamental margen de maniobra que determinará si ese aumento es de 2 ºC (escenario manejable), o llega hasta los 6 ºC (escenario catastrófico).
Esto apunta al carácter profundamente político del fenómeno en el que, lejos de existir una responsabilidad genérica de todos y todas, el desafío climático remite a responsabilidades bien diferenciadas e impactos también desiguales: ni las responsabilidades por la generación del fenómeno son equiparables ni las sociedades y grupos sociales son igualmente vulnerables. De hecho, se establece una relación inversa entre responsabilidad y vulnerabilidad en la que aquellos más responsables por la generación del problema son los menos vulnerables.
Y tal escenario nos conduce a un segundo elemento. Dependiendo de en qué términos sociopolíticos se defina el cambio climático, nos jugamos qué marco de derechos y libertades se implantará en las próximas décadas: si sale adelante un modelo securitario y corporativo, podríamos fácilmente deslizarnos hacia escenarios de corte ecofascista, en los que unos se atrincheren acaparando los recursos disponibles, mientras otros queden expuestos a las inclemencias climáticas y con graves carencias de acceso a recursos básicos como el alimento o el agua.
El cambio climático está ya deteriorando nuestros suelos y derritiendo glaciares, algo que impactará en la disponibilidad de recursos básicos. A la vez, se ha introducido en el imaginario la idea de escasez, lo que nos lleva al tercer elemento. La crisis climática se plantea en términos de conflicto, un conflicto de carácter político y socioecológico âo ecológico-distributivo, si se prefiere. Sin embargo, no se trata del conflicto de corte hobbesiano de todos contra todos en lucha por unos recursos escasos, como nos quieren hacer creer. El conflicto se sitúa en otra parte. En el capitalismo del desastre se están consolidando dos categorías de personas: los que están a salvo y los que están expuestos a la desestabilización climática, es decir, privilegiados y desposeídos.
En uno de los juegos de prestidigitación del gusto de las élites, el cambio climático está viviendo su abracadabra por obra de los ejércitos y las corporaciones, con la colaboración necesaria de grupos políticos en el poder. Un libro singular editado por Nick Buxton y Ben Hayes, Cambio climático S.A., publicado por FUHEM Ecosocial, perfila estos procesos y explica cómo las élites utilizan el cambio climático como el siguiente motivo de temor. Diversos informes militares y políticos de gobiernos y de instituciones supranacionales presentan la crisis climática como un problema creciente de seguridad y lo califican de «multiplicador de amenazas», lo que alude al supuesto de que, inevitablemente, se dispararán hostilidades. Sin duda, pintar un mundo cruzado de amenazas catastróficas facilita que la gente renuncie voluntariamente a parcelas de sus derechos y libertades a cambio de un poco de seguridad, seguridad que el complejo militar-industrial se ofrece a brindarnos gustosamente.
Sin embargo, estas respuestas militarizadas, lejos de resolver el problema, lo profundizan. Los autores del citado libro recuerdan que el ejército de EE UU es el principal consumidor de hidrocarburos, cuyo acceso busca garantizarse a toda costa, aunque esto cueste un sinfín de “guerras preventivas” y la desestabilización de regiones enteras del mundo, como estamos viendo en el Norte de África y Oriente Medio (objetivo que, de paso, resulta funcional a los intereses de las grandes corporaciones petroleras). No obstante, esta realidad, por más difícil que sea de ocultar, vuelve a oscurecerse a través de costosas operaciones de lifting publicitario de los ejércitos para mostrarse con una cara más ecológica (como antes buscaron parecer más humanitarios). Un empeño digno del gran Houdini si no fuera porque algunas de las iniciativas, como desarrollar “balas verdes”, con menos cantidad de plomo pero igualmente mortíferas, son dignas del gran Gila, aunque mucho más peligrosas.
En este contexto, transnacionales de distintos sectores buscan hacer del cambio climático una gran oportunidad de lucro, desde las petroleras a las compañías de seguros, pasando por el complejo de la seguridad, que lo mismo suministra concertinas para blindar las fronteras que personal o sistemas de vigilancia. En un mundo acosado por el miedo y donde primen respuestas basadas en la fuerza, el sector de la seguridad aguarda optimista ante sus perspectivas de negocio.
Desde Europa somos testigos âbastante indiferentesâ de cómo el cierre de fronteras está dejando fuera a millones de personas expuestas a la miseria y a la muerte en travesías inhumanas. Pero no olvidemos que «las armas también apuntan hacia adentro», como señala Nick Buxton. De hecho, vemos cómo se endurecen las leyes de control social en distintas partes del mundo (ahí tenemos la «ley Mordaza»), y se vigilan nuestras comunicaciones y datos.
Entre las falsas soluciones, la tecnología se presenta como la “solución” frente al cambio climático. Las grandes compañías experimentan con una supuesta “agricultura inteligente” mientras despojan de sus tierras al campesinado en los cinco continentes o comercian con los derechos sobre el agua. Pero la aplicación más sorprendente de la tecnología frente a la crisis climática viene de la mano de la geoingeniería. Así, para las élites resulta más plausible ây económicamente viableâ “fertilizar” los océanos o lanzar millones de partículas de sulfato a la estratosfera (para que actúen de parasoles), que reducir el uso de hidrocarburos. En cualquier caso, si es que estas ilusorias “soluciones” funcionaran en alguna medida, no sería con un efecto global único de reducción de temperatura para el beneficio de la humanidad; al contrario, dependiendo de en qué partes del mundo se apliquen, puede causar efectos colaterales en otros lugares y acabar otros âlos más vulnerablesâ pagando los platos rotos de la geoingeniería. Así, quien controle el termostato planetario controlará el mundo, lo que supone una nueva vuelta de tuerca en un mundo dividido entre privilegiados y desposeídos. Tales respuestas, además, lejos de democratizar la tecnología, concentran aún más el poder en menos manos, lo que acentúa parte de nuestros problemas vinculados a la falta de democracia en la toma de decisiones.
En este contexto apremiante de crisis climática urge desenmascarar las falsas soluciones e identificar las vías que contienen posibles respuestas. Un reciente informe de Cathy Baldwin y Robin King, titulado What about the people?, indica cómo la formación de vínculos sociales constituye la principal estrategia y herramienta de defensa de las comunidades ante los desastres. Y es que la articulación de la ciudadanía contiene algunas de las respuestas que necesitamos ante la desestabilización del clima. En esta misma línea, los citados Buxton y Hayes aportan un amplio abanico de acciones que, alrededor del mundo, están llevando a cabo multitud de grupos de la sociedad civil organizada, resistiendo a las estrategias corporativas y de seguridad y luchando por recuperar el control de bienes naturales esenciales.
Necesitamos articular respuestas justas ante la crisis climática. Probablemente, no serán soluciones completas, quizá no nos lleven muy lejos y haya que explorar otros caminos, pero al menos contendrán algunos de los rasgos que colectivamente consideremos imprescindibles. Atendiendo a las causas, las acciones deben tender al cambio del modelo energético, la reducción de la extracción desenfrenada de bienes naturales, el apoyo a formas tradicionales de resiliencia comunitaria, un Estado del bienestar sólido y el fortalecimiento de los mecanismos democráticos. En estas decisiones nos jugamos el futuro.