Opinión y blogs

Sobre este blog

Crecimiento urbano, polarización social y cambio climático: un cóctel peligroso

Las ciudades afrontan desafíos que no conviene contemplar por separado. La combinación del crecimiento urbano con la polarización social y el cambio climático supone una mezcla explosiva que debe ser abordada de manera urgente.

Un dato que ilustra las aristas del problema es el ritmo actual del éxodo hacia las zonas urbanas: cerca de tres millones de personas se desplazan semanalmente hacia las ciudades, y el 90% de ese crecimiento se da en los llamados países en desarrollo. En ellos, se concentra el grueso de los 828 millones de personas que viven en barrios marginales con graves insuficiencias en infraestructuras y servicios básicos (electricidad, agua, saneamiento, atención sanitaria o educación). El porcentaje de población que vive en estas zonas, social y ambientalmente más vulnerables, no ha dejado de crecer en las dos últimas décadas: aumentó del 35% de 1990 hasta el 46% en 2012.

La polarización social urbana se ha agudizado en ese mismo periodo. Lo señalan Franziska Schreiber y Alexander Carius en La Situación del Mundo 2016, del Worldwatch Institute, titulado “Ciudades sostenibles. Del sueño a la acción”: más de dos tercios de la población urbana vive en ciudades donde la brecha de la desigualdad se ha ensanchado generando profundas dinámicas de segregación espacial y pérdida de cohesión social.

El calentamiento global, a su vez, está provocando que aumenten de manera acelerada los riesgos de exposición a los desastres de origen climático. El PNUD advierte del incremento –no sólo de frecuencia, sino también de intensidad– de los desastres vinculados al clima a lo largo del último siglo: si entre 1901 y 1910 se tiene constancia de 82, entre 2003 y 2012 se registraron más de cuatro mil. Buena parte de la expansión de las ciudades se ha producido de forma desordenada sobre cauces de arroyos, laderas frágiles, humedales, deltas de río o zonas del litoral. La población allí asentada es la que dispone de menos recursos. De no abordarse la relación entre proceso urbanizador, cambio climático y zonas vulnerables, los impactos de los desastres meteorológicos aumentarán dramáticamente, convirtiéndose en una “cuestión de vida o muerte”.

Planteamiento integrado: ordenación urbana, medidas sociales y gobernanza local

Dadas las profundas interrelaciones, este triple desafío tendrá que abordarse conjuntamente. Para ello se necesita integrar los planes urbanos con acciones estratégicas en el ámbito social y político, tanto en los programas nacionales como en las actuaciones locales.

Los programas nacionales pueden ofrecer el marco necesario para que las iniciativas locales funcionen en la práctica, siempre que se acierte en su diseño y vayan respaldados de financiación suficiente y nuevas estructuras institucionales de gobernanza. Son especialmente indicados para afrontar riesgos de carácter global cuyos efectos, sin embargo, se padecen localmente y precisan competencias jurídicas y capacidades administrativas pegadas al terreno.

Aunque los programas nacionales proporcionen el marco fundamental, los logros dependerán en última instancia de las iniciativas locales. Los esfuerzos se suelen centrar en el ámbito de las infraestructuras y aspectos técnicos del planeamiento urbano, pero, estas actuaciones deben ir acompañadas de políticas que valoren las diferencias económicas y la diversidad sociocultural de una población con distintos orígenes étnicos y geográficos. De lo contrario, la interacción entre los procesos globales y locales acelerará, como se ve en el fenómeno migratorio, patrones de segregación espacial y exclusión urbana.

La variedad de medidas de diseño urbano (ordenación de usos del suelo, sistemas de movilidad y transporte, edificación y rehabilitación, diseño de parques, calles y plazas, etc.) debe encontrar sentido en las necesidades de la gente, guiándose por valores sociales y ambientales y no sólo económicos. Lo sintetiza bien Jan Gehl, urbanista danés defensor de un urbanismo centrado en las personas: “Antes de nada, la vida. Después, los espacios. Finalmente, los edificios. Al revés no funciona”.

Sobre el papel son los gobiernos locales los que mejor conocen las necesidades y las vulnerabilidades de la gente debido a su proximidad. En la práctica, sin embargo, no siempre intervienen reflejando las demandas y aspiraciones de la ciudadanía. Existen demasiadas deficiencias en el gobierno de las ciudades en materia de representatividad, transparencia, rendición de cuentas y procesos de toma de decisiones, y pocos mecanismos efectivos para contener y resolver democráticamente los conflictos que surgen de la desigual apropiación del espacio y los recursos urbanos por parte de poderosos intereses económicos. La mejora de la calidad de las instituciones locales es, junto al planeamiento urbano y las políticas sociales, el tercer pilar fundamental para encarar el futuro.

La agenda urbana y el “derecho a la ciudad”

En la nueva agenda urbana las palabras sostenibilidad, inclusión o resiliencia empiezan a estar presentes. El undécimo objetivo de Desarrollo Sostenible defendido por Naciones Unidas reza así: “Lograr que las ciudades y los asentamientos humanos sean inclusivos, seguros, resilientes y sostenibles”. Formulados de forma abstracta, al margen del contexto y desgajados de un diagnóstico, devienen en fórmulas retóricas hueras. ¿Qué significa la sostenibilidad sin hacer referencia a los modelos de producción y consumo que configuran los estilos de vida urbanos? ¿Qué cabe entender por inclusión si no se denuncia que la ciudad pasó de una “lógica distributiva e inclusiva” a una “lógica de extracción y expulsión”? ¿Se piensa en clave de seguridad humana, atendiendo a las necesidades sociales de una población cada vez más vulnerable ante riesgos de origen climático, o sólo en términos de orden público?

La forma de evitar que las agendas urbanas caigan en la vacuidad pasa por reivindicar el “derecho a la ciudad”, por dos razones principales. La primera, porque cuando brotó en 1968 una de las ideas de Henri Lefebvre venía asociada a una denuncia: la ciudad, convertida no sólo en espacio mercantilizador, sino ella misma en mercancía. La crisis agónica de la vida cotidiana urbana tiene mucho que ver con haberla puesto al servicio de la acumulación, y, en este contexto, el derecho a la ciudad significa recuperarla para sus gentes liberándola de los intereses del capital. La segunda razón, porque de esta denuncia se desprende un proyecto político concreto alejado de cualquier ambigüedad: que la gente vuelva a ser dueña de la ciudad.

El concepto de derecho a la ciudad reconoce las urbes como proyectos colectivos y espacio político para definir y diseñar la ciudad en la que se quiere vivir. No es simplemente el derecho a lo que está en la ciudad, es la ciudad recuperada como espacio común. Desde esta visión, los planteamientos que integran elementos urbanos, sociales y políticos adquieren sentido y podrán hacer frente con eficacia a los desafíos que tienen hoy las ciudades.

Las ciudades afrontan desafíos que no conviene contemplar por separado. La combinación del crecimiento urbano con la polarización social y el cambio climático supone una mezcla explosiva que debe ser abordada de manera urgente.

Un dato que ilustra las aristas del problema es el ritmo actual del éxodo hacia las zonas urbanas: cerca de tres millones de personas se desplazan semanalmente hacia las ciudades, y el 90% de ese crecimiento se da en los llamados países en desarrollo. En ellos, se concentra el grueso de los 828 millones de personas que viven en barrios marginales con graves insuficiencias en infraestructuras y servicios básicos (electricidad, agua, saneamiento, atención sanitaria o educación). El porcentaje de población que vive en estas zonas, social y ambientalmente más vulnerables, no ha dejado de crecer en las dos últimas décadas: aumentó del 35% de 1990 hasta el 46% en 2012.