Todo los informes científicos apuntan a que la actual crisis socioecológica nos conduce hacia un colapso civilizatorio de dramáticas consecuencias a lo largo del actual siglo XXI, propiciado tanto por el cambio climático como por el acabamiento de las fuentes de energía fósil de buena calidad en las que se basa nuestro modelo de economía capitalista. Frente a este escenario, procede tomar un gran número de medidas para minimizar el daño y preparar la adaptación a los nuevos escenarios. Pero antes que nada hay que evitar las lógicas tentaciones del autoengaño y el desánimo, ante el panorama que inevitablemente se nos presenta.
Argumentaremos al respecto a modo de decálogo:
1.- Frente al rechazo institucional y mediático de las dimensiones reales de la crisis socioecológica global –a través de su ocultación, minimización y soluciones ficticias- y el solapado deseo de autoengaño -la falsa tranquilidad del que quiere ignorar-, se impone el irrenunciable y agridulce compromiso del conocimiento y la lucidez. Conocer conlleva la obligación de posicionarnos al respecto y tomar conciencia de los cambios necesarios en nuestra forma de actuar.
2.- El comprensible desánimo inicial ante los difíciles retos que nos plantea la crisis socioecológica tiene mucho más que ver con la ruptura de la agradable ilusión de un mundo perfectible -que siempre lo deseamos estable y eterno- y la pérdida de esa seguridad ficticia, que con algo que podamos justificar racionalmente, como seguidamente veremos.
3.- Si aceptamos como ejemplo comparativo el devenir de la vida humana, reconoceremos que existe un modelo cíclico -nacimiento, plenitud, decadencia y muerte- compartido con todo lo que habita la biosfera. Sin embargo, el saber que habrá que morir (desde la perspectiva de individuos) o que toda civilización acaba extinguiéndose (desde la perspectiva de seres culturales) no implica un duelo continuo por el acabamiento, sino más bien una clara conciencia de finitud que nos invita al disfrute y al cuidado de cada etapa, en la medida en que la sabemos pasajera.
4.- Por otra parte, recordemos que en relación al inevitable deterioro nuestro y el de los próximos intentamos mantener la salud, prevenirnos de lo que nos daña, retrasar las pérdidas. No es tan interesante lograr no morir nunca a cualquier precio -la cuestionable utopía de la inmortalidad- como mejorar las condiciones culturales y ambientales que faciliten la vida buena durante el tiempo que buenamente vivamos.
5.- Así en la conservación de la biosfera como en el cuidado de nuestra vida, el saber que vendrá un cambio climático de difícil adaptación cultural no debe invitar al desánimo, sino a luchar por mantener lo más posible la estabilidad del clima y el equilibrio de los ecosistemas (el equivalente a alargar la salud humana, beneficiándonos de ella). Hacemos, pues, una llamada al cuidado y al disfrute, no a la dejadez ni a la infundada anticipación de ningún duelo.
6.- Y a ampliar el ámbito de lo que es digno de ser cuidado: el instinto de conservación debe traspasar la frontera del “yo” hacia un “nosotros” inclusivo, que abarque el conjunto de la biosfera que habitamos y de la que dependemos. Pues no somos seres completos sin un entorno digno de ser vivido; además de seres sociales somos también seres ambientales, necesitados de un contexto ecosistémico de referencia que no se acaba en el límite de nuestra casa o de nuestra ciudad.
7.- Insistimos en ello: la idea de “éxito total” o “solución definitiva”, que todos los problemas ecológicos se resuelvan o que el desarrollo sostenible nos “salve” de la crisis ecológica, son simples proyecciones de un deseo simplista e irreal, cercano a la falacia de la inmortalidad, de la juventud perpetua o de la eternidad de los imperios, que ya son historia. Hemos de ser conscientes de que en el universo todo tiene su principio y su final, desde un tallo de hierba hasta una estrella. También nosotros, nuestras culturas, nuestros ecosistemas, nos extinguiremos. Ninguna especie, ninguna civilización puede perdurar eternamente. El movimiento y la evolución en la physis se dan siempre, pero la vida es tránsito e intermitencia. Esta idea, si la trabajamos bien, es liberadora.
8.- Lo verdaderamente importante es la defensa de lo que existe en el tiempo presente y la anticipación ante lo probable en el futuro próximo. La lucha a favor de lo que estimamos y de los que estimamos (nosotros, los cercanos y la biosfera que nos acoge) tiene un sentido indiscutible ante cada reto contemporáneo, y no debe afectarle -en cuanto a motivación, sí en cuanto a contextualización- el momento histórico concreto en el ciclo de nuestra civilización. Si esta idea se comprende no deja lugar para la pasividad o el desánimo.
9.- “Así lo pequeño como lo grande”, dice una máxima que podemos aplicar a la comparación entre el microcosmos y el macrocosmos, pero también a nuestra huella ecológica personal en relación a la que tenemos como especie en el conjunto del planeta. Nuestro compromiso está con lo que nos resulta asequible como individuos, y en la contribución colectiva a los grandes retos generales.
10.- Cada cambio de pensamiento que nos lleve a asumir lo anteriormente expuesto supone un avance en nuestro proceso de maduración humana. Cada cambio de actitud hacia una mayor sustentabilidad de nuestra vida implica un paso más hacia una mayor coherencia entre lo que sabemos, lo que deseamos y lo que hacemos. Recordémoslo siempre: el que conoce ya no puede actuar como quien ignora.
Por lo demás, en cualquier lucha las estrategias cambian en función de la posibilidad de ganar o de perder. Ante la probabilidad de no vencer –de no conseguir la estabilidad climática y la sustentabilidad deseada-, no siempre es la rendición lo más aconsejable. Sobre todo cuando no tenemos ningún sitio a donde retirarnos. La dignidad como humanos nos debe llevar a seguir luchando, con la firmeza y el comedimiento de fuerzas que caracterizan al que sabe que lo importante es mantener las posiciones lo más posible. Y mientras tanto cuidarlas, disfrutar de ellas, y organizarnos para el después.