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Opinión - Cada día un Vietnam. Por Esther Palomera

El peligro anestesiante del acuerdo climático de París

Procrastinar es la acción de postergar las actividades que deben atenderse. Es un verbo que define bien la historia de la (in)acción política en materia climática. En 1979 tuvo lugar la Primera Conferencia Mundial sobre el Clima. Las emisiones de carbono de ese año fueron algo superiores a las 18 gigatoneladas (Gt). Casi una década después, se creó el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC, por sus siglas en inglés). Las emisiones ya sobrepasaron ese año las 20 Gt. Después, durante más de 20 años de negociaciones climáticas para solucionar el problema, las emisiones nunca dejaron de aumentar. Tras cinco informes del IPCC, el mensaje sobre mitigación se ha fortalecido algo, pero en definitiva no ha cambiado mucho: necesitamos reducir drásticamente las emisiones. Sin embargo estas han crecido de forma imparable, hasta duplicarse en todos estos años.

El pasado diciembre se cerraba en París un acuerdo mundial sobre el clima. De forma paralela a las negociaciones una región del sur de la India sufría las peores inundaciones de los últimos cien años, afectando gravemente a la cuarta ciudad más importante del país, provocando muerte, hambruna y destrucción del tejido industrial. El número de muertos que el cambio climático ya provoca aumentará hasta los 250.000 cada año entre 2030 y 2050, según la Organización Mundial de la Salud.

Un ciudadano de a pie que observe este panorama desde cierta distancia, esperaría que lo acordado en París estuviera a la altura de semejante reto: un compromiso vinculante que garantizara que empezáramos desde ya a reducir las emisiones de carbono y que lo hiciéramos al mayor ritmo posible, al tiempo que se destinan los máximos esfuerzos para adaptarse a los ya inevitables efectos, y se compensa a los países empobrecidos, que no han generado el problema, por los daños causados. La firma del acuerdo se aireó en los medios efectivamente como una victoria al haber sido refrendado por más de 190 países del mundo y como un mensaje de que la comunidad internacional, finalmente, se había puesto en marcha. Pero, lamentablemente, tener un acuerdo de todos no es un valor en sí mismo. Lo que hay que ver es si sirve para solucionar el problema que tenemos.

Un acuerdo que mantiene el statu quo

Un acuerdo que mantiene el statu quostatu quoLa ciencia dice que la forma inevitable de reducir emisiones es dejar la mayor parte de reservas de combustibles fósiles, los principales causantes del calentamiento global, en el subsuelo, sin tocar. En concreto una tercera parte del petróleo, el 80% del carbón, y la mitad del gas. Cabría esperar que el Acuerdo de París (en adelante AP) hubiera sentado las bases para este escenario.

Como señala la ecuatoriana Ivonne Yáñez uno de los problemas de la “métrica del carbono”, es que al hablar de emisiones trasladamos el problema al plano de lo intangible; hablar en término de reservas fósiles nos permite en cambio adquirir un principio de realidad sobre la que podríamos actuar. Comencemos a decidir qué reservas vamos a dejar sin tocar primero, para empezar a solucionar el problema desde el origen. La pregunta obligada es cómo durante más de dos décadas de negociaciones climáticas estas propuestas no han estado sobre la mesa, cuando es de cajón que todo lo que se extrae, se quema.

El AP no solo no contempla ni una sola medida para dejar los combustibles bajo tierra: es que no los menciona, como si el problema no fuera con ellos. Ni siquiera para hacer un llamamiento a los países para que dejen de subsidiar a la industria del carbón, el gas y el petróleo. El Fondo Monetario Internacional (FMI) estima que en 2015 los subsidios públicos a la industria fósil fueron de 5,3 billones de dólares a nivel global, una cantidad mayor que el gasto sanitario en todo el mundo para ese mismo año.

El AP debería haber protegido a las víctimas del cambio climático; en su lugar ha protegido nuevamente a la industria fósil y a los billones de dólares de dinero público que reciben cada año, a los 55 billones que vale la infraestructura energética del mundo, a los 28 billones de valor nominal de sus reservas…ha permitido que se mantenga el statu quo.

Un acuerdo sin números

Un acuerdo sin númerosPero tampoco desde la óptica de la métrica del carbono se ha conseguido poner una cifra; en los borradores previos a Paris se llegaron a manejar objetivos de reducción absoluta de emisiones de hasta el 95% para el año 2050, con una perspectiva de descarbonización total a largo plazo. Señalo el adjetivo en cursiva porque no es un tema baladí. Un acuerdo en estos términos hubiera tenido el valor de retratar a la comunidad internacional. De ponerla en la encrucijada al haber señalado al culpable, los combustibles fósiles, y visibilizar al menos de forma palpable la imposibilidad de avanzar siquiera hacia ese objetivo sin cambiar radicalmente el sistema económico, energético, de producción y de consumo. Y si tomábamos a pesar de todo el camino del suicidio colectivo, que no fuera algo que pasara desapercibido para la sociedad.

Sin embargo el texto resultante de las negociaciones de París disfraza el camino elegido, deja caer el objetivo a medio plazo (2050), y se marca el muy vago -y truculento al tiempo- objetivo para 2100 no ya de una reducción absoluta de emisiones, sino de una reducción neta. He aquí la gran perversión oculta del acuerdo. Ya no importa tanto que dejemos de emitir, como que nos comprometamos a recapturar lo emitido de algún modo antes de final de siglo. Todo un balón de oxígeno a la industria fósil y sus proyectos de hidrocarburos extremos en marcha (fracking, Ártico, perforaciones ultraprofundas, arenas bituminosas,…) que ya no quedarán bajo los focos.

Las formas de recapturar esas emisiones de la atmósfera tienen mucho que ver con la ficción y requerirían un post aparte. Pero lo importante es que el mensaje de tranquilidad a la sociedad en las valoraciones post-Paris no se sostiene con el acuerdo en la mano. Cada infraestructura de transporte, cada central térmica, cada gaseoducto, etc. que seguimos construyendo hoy, nos condenan irremisiblemente a más calentamiento mañana. Hay quien es optimista al considerar que al menos París sirve de relato para ganar la conciencia de la sociedad sobre la necesidad del cambio. Puede ser. Pero siempre y cuando ese ciudadano de a pie del que hablaba no se deje tranquilizar por los mensajes oficiales.

Procrastinar es la acción de postergar las actividades que deben atenderse. Es un verbo que define bien la historia de la (in)acción política en materia climática. En 1979 tuvo lugar la Primera Conferencia Mundial sobre el Clima. Las emisiones de carbono de ese año fueron algo superiores a las 18 gigatoneladas (Gt). Casi una década después, se creó el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC, por sus siglas en inglés). Las emisiones ya sobrepasaron ese año las 20 Gt. Después, durante más de 20 años de negociaciones climáticas para solucionar el problema, las emisiones nunca dejaron de aumentar. Tras cinco informes del IPCC, el mensaje sobre mitigación se ha fortalecido algo, pero en definitiva no ha cambiado mucho: necesitamos reducir drásticamente las emisiones. Sin embargo estas han crecido de forma imparable, hasta duplicarse en todos estos años.

El pasado diciembre se cerraba en París un acuerdo mundial sobre el clima. De forma paralela a las negociaciones una región del sur de la India sufría las peores inundaciones de los últimos cien años, afectando gravemente a la cuarta ciudad más importante del país, provocando muerte, hambruna y destrucción del tejido industrial. El número de muertos que el cambio climático ya provoca aumentará hasta los 250.000 cada año entre 2030 y 2050, según la Organización Mundial de la Salud.