Uno de los rasgos del primer ecologismo fue tratar de dar voz a las generaciones futuras que iban a heredar un planeta devastado. La fuerza narrativa de esta idea impregnó hasta la definición institucional del desarrollo sostenible, formulado a finales de los años ochenta en el Informe Brundtland, como la capacidad de satisfacer las necesidades de la generación presente sin comprometer la capacidad de las generaciones futuras para satisfacer sus propias necesidades.
Más allá del debate sobre las necesidades o sobre la escasa operatividad de un concepto que no quería ser incómodo, cuestionando la inviabilidad del modelo socioeconómico, resulta interesante y pertinente la apelación a una abstracta solidaridad intergeneracional. Y es que toda sociedad que pervive en el tiempo se sostiene sobre un pacto de este tipo, por el cual la población adulta cuida de la infancia y de las personas mayores. Un acuerdo tácito, no escrito, que en términos ideales se sustenta sobre las relaciones de reciprocidad entre grupos de edad a lo largo del tiempo. Y que en la práctica ha necesitado de múltiples arreglos institucionales como el sistema de pensiones o los servicios públicos especializados, a la vez que dejaba buena parte de la tarea recayera sobre los hombros de las mujeres.
En nuestras sociedades la juventud es la franja de edad que peor acomodo encuentra en este arreglo, demasiado mayores para transmitirnos la vulnerabilidad de la infancia y demasiado pequeños para incorporarse plenamente a una sociedad audultocéntrica. Ignorada y desatendida sistemáticamente, la juventud es ubicada en el punto ciego al que no llegan las políticas públicas.
Y mientras tanto, habitan esa tierra de nadie donde se concentran los niveles más altos de pobreza y las mayores dificultades para acceder a la vivienda, lo que se explica por la precariedad y por una obscena tasa de paro juvenil del 40,4%. A la vez padecen la paradoja de disfrutar de los mayores niveles de fracaso escolar de la UE y a la vez de un 36,3% de sobrecualificación. Y aunque no nos gusta mucho hablar de ello, su principal causa de muerte es el suicidio. No hay una explicación única pero más allá de los vaivenes emocionales de la adolescencia, los y las jóvenes son el grupo de edad más infeliz y pesimista. La dificultad de proyectar una vida con unas certidumbres mínimas o las expectativas negativas sobre el futuro, seguro que tienen mucho que ver.
En la primera oleada de la pandemia fueron el grupo de edad más ignorado, y durante la desescalada y el inicio de esta segunda oleada se fueron convirtiendo en el fantasma al que se culpaba de todos nuestros males. Buena parte de la clase política, de los profesionales bienpensantes y de los tertulianos sabelotodo no han parado de hablar de la irresponsabilidad de la juventud, de su falta de compromiso hacia los deberes cívicos y especialmente hacia sus mayores. Sus comportamientos nos ponían a todos en riesgo, como ejemplifica la insultante campaña institucional de la Comunidad de Madrid.
Esta caricatura de la juventud despreocupada e irresponsable se hacía en nombre de una población adulta sensata y plenamente comprometida con el pacto entre generaciones. Quienes llevan décadas orientando las políticas, la economía y la cultura de nuestra sociedad, hacia un colapso ecosocial se atreven a dar lecciones de solidaridad intergeneracional. No me negaréis que ha sido un ejercicio de cinismo mayúsculo, que aquellos que ignoran o alientan la destrucción de las bases materiales y los ecosistemas sobre los que se sostendrá la vida futura de las generaciones más jóvenes, no hayan parado de apelar a la responsabilidad intergeneracional. Haz lo que yo diga, no lo que yo haga.
Parece un pasado remoto, pero hace algo más de un año que la juventud mundial desataba una oleada de movilizaciones en defensa del clima, reivindicando un abordaje riguroso de la crisis ecosocial. Estos movimientos actuaron como el molesto despertador que se esforzaba por sacudir la normalidad de una sociedad que se hacía la dormida. Las generaciones futuras de hace unas décadas, empezaban a hablar en primera persona del plural. No eludían que esta crisis tenía como responsables a las generaciones precedentes, que les habían expropiado el futuro al ser incapaces de rediseñar el funcionamiento de unas economías que sistemáticamente profundizan las desigualdades sociales y depredan los ecosistemas.
El reproche que podían hacer a quienes desde hace décadas no hemos sido capaces de reorientar el funcionamiento de unas sociedades que se asoman al precipicio del colapso ecosocial es difícil de nombrar, y sin embargo apostaron por redefinir el conflicto de forma que pudieran tejer complicidades y solidaridades con sus antecesores. Nos invitaron a escuchar a la ciencia y a desconfiar de los economistas convencionales, apelaban al protagonismo de la sociedad y defendían la desobediencia civil, interpelaban a la valentía de la clase política para pensar a largo plazo y asumir su responsabilidad histórica ante el mayor problema que compartimos como civilización.
La COVID1-9 ha frenado la movilización juvenil más esperanzadora de las últimas décadas, convirtiendo a sus alabados protagonistas en irresponsables villanos. Comunicativamente hemos estado más preocupados de señalar a la juventud, obviando sus problemáticas estructurales y el abandono institucional que padecen, que por enfatizar la relación directa entre destrucción de ecosistemas primarios, sistema alimentario industrial y economía globalizada con las pandemias.
Descarbonizar la economía, redistribuir la riqueza, decrecer en el consumo de materiales y energía, proteger la biodiversidad, poner la reproducción de la vida en el centro… serían los fundamentos de un Pacto Intergeneracional a la altura del momento histórico que vivimos. Eludir está evidencia científica, biofísica y política sí que es un verdadero acto de irresponsabilidad para nuestros conciudadanos y especialmente para las generaciones más jóvenes.
Antiguamente parecía muy intelectual decir aquello de “quien no es revolucionario a los 20 años no tiene corazón, y quien lo sigue siendo a los 40 es que no tiene cerebro”. Hoy sabemos que quienes realizan estas afirmaciones suelen ser gentes que nunca tuvieron ni cerebro, ni corazón. Impulsar transiciones ecosociales puede parecer una agenda revolucionaria, pero en realidad es una apuesta muy conservadora, la que apunta a conservar aquello de lo que depende la vida.
Elogiemos a esa juventud maltratada que esta llamada a protagonizar cambios de cuidado, en todas las acepciones de la palabra. Os acompañaremos.
Uno de los rasgos del primer ecologismo fue tratar de dar voz a las generaciones futuras que iban a heredar un planeta devastado. La fuerza narrativa de esta idea impregnó hasta la definición institucional del desarrollo sostenible, formulado a finales de los años ochenta en el Informe Brundtland, como la capacidad de satisfacer las necesidades de la generación presente sin comprometer la capacidad de las generaciones futuras para satisfacer sus propias necesidades.
Más allá del debate sobre las necesidades o sobre la escasa operatividad de un concepto que no quería ser incómodo, cuestionando la inviabilidad del modelo socioeconómico, resulta interesante y pertinente la apelación a una abstracta solidaridad intergeneracional. Y es que toda sociedad que pervive en el tiempo se sostiene sobre un pacto de este tipo, por el cual la población adulta cuida de la infancia y de las personas mayores. Un acuerdo tácito, no escrito, que en términos ideales se sustenta sobre las relaciones de reciprocidad entre grupos de edad a lo largo del tiempo. Y que en la práctica ha necesitado de múltiples arreglos institucionales como el sistema de pensiones o los servicios públicos especializados, a la vez que dejaba buena parte de la tarea recayera sobre los hombros de las mujeres.