La emergencia climática es uno de los mayores exponentes de la crisis civilizatoria que vive el ser humano. El consumo voraz de energía es causante de gran parte de las emisiones, pero también de muchos de los desaguisados ecológicos que protagonizamos. El acceso a los recursos energéticos fósiles, guardados por el planeta a lo largo de millones de años, ha supuesto grandes avances tecnológicos y sociales, pero también un poder de transformación del entorno sin precedentes. Tanto es así que en pocas décadas hemos extralimitado la capacidad de regeneración del planeta que habitamos, esquilmando recursos naturales y causando la extinción de especies a un ritmo inédito en nuestra historia, como informaba el IPBES (Plataforma Intergubernamental sobre la Biodiversidad y los Servicios Ecosistémicos) hace pocos meses.
Asistimos al mismo tiempo a una auténtica revolución de las energías renovables, pero el problema de fondo sigue siendo tabú. No es cuestión de cambiar unas tecnologías por otras, que también, sino que es necesario un cambio de paradigma, de manera de habitar el planeta, en el que el ser humano respete sus límites y sus ritmos. En materia energética, el Sol, el viento y otros recursos renovables, pueden ofrecer enormes cantidades de energía. Pero para aprovecharla es necesario la construcción de infraestructuras que requieren materiales cuyos recursos son limitados. Unido a este límite, cabe hacerse la pregunta sobre la necesidad de tanta energía, sobre todo si es derrochada, y qué actividades llevamos a cabo gracias a ella, especialmente si tienen impactos negativos en la biodiversidad o en nuestro entorno.
El calentamiento global del clima empieza a dar la cara, a mostrar sus primeros efectos, tal como viene advirtiendo la comunidad científica desde hace décadas. Las previsiones de los modelos climáticos se cumplen, aunque a un ritmo más rápido del esperado. Fenómenos meteorológicos extremos, anomalías en la temperatura, lluvias torrenciales, sequías, infraestructuras arrasadas por el viento y las olas… y lo peor está por venir. “Muerte y destrucción”, así describía una cadena de noticias el paso de la borrasca Gloria por la costa de Cataluña, Valencia y Murcia, hace apenas un mes. ¿Sensacionalismo? Que se lo pregunten a los británicos ante la devastación que hace unos días ha causando la tormenta Dennis, que ha puesto al país en jaque con más de 600 alertas y avisos por inundación. Las olas gigantes, los vientos huracanados, y los niveles de precipitación de Gloria, Dennis, o la DANA regitrada en septiembre de 2019 en la región de Murcia marcan registros históricos. Gloria, por ejemplo, produjo olas de 14 metros en el Mediterráneo occidental, las más altas registradas nunca en esta zona.
Ya nadie puede negar la evidencia, y ciudades, países y regiones, como la Unión Europea, han declarado la emergencia climática. Se redactan leyes de cambio climático, y se ponen en marcha algunos planes para hacer frente al problema, aunque dada su magnitud, parecen claramente insuficientes. Los países más emisores continúan sin comprometerse, y no existe una gobernanza global eficaz, ni acuerdos vinculantes, ni sanciones, que permitan hacer frente de manera efectiva y uniforme a este reto que tenemos como humanidad.
Vamos directos hacia los escenarios más pesimistas que nos ofrecen los modelos climáticos, con incrementos en la temperatura global de varios grados, y con efectos impredecibles. Los modelos utilizados son incapaces de prever los posibles efectos de retroalimentación y fenómenos no lineales, complejos e interrelacionados, que se vaticina que sucederán al sobrepasar determinados umbrales y puntos de equilibrio. Lo que sí sabemos es que, superados dichos umbrales, el Mundo será distinto a como lo hemos conocido a lo largo de la historia del ser humano.
¿Es posible a estas alturas frenar el cambio climático? ¿Puede darse una revolución de las renovables que avance rápidamente hacia un futuro descarbonizado?
Ya no podemos hablar de lucha contra el cambio climático porque está aquí, y el sistema climático tiene una gran inercia. Las acciones que emprendamos hoy comenzarán a tener efecto con toda probabilidad transcurridas décadas o siglos. Esto no significa que no deba realizarse el mayor de los esfuerzos por invertir el curso de los acontecimientos. Todo lo contrario. Cuanto antes se comience a reducir las emisiones y se alcance la neutralidad de carbono, mayores probabilidades habrá de no sobrepasar umbrales peligrosos. Debe trabajarse de forma urgente por estabilizar las constantes vitales en el planeta si queremos que la vida en él sea similar a la que hemos conocido a lo largo de toda la historia de la humanidad.
Además de reducir las emisiones lo más rápido posible (lo ideal sería a un ritmo del 7% o del 8% anual), será necesario trabajar con la mirada a corto, medio y largo plazo, en la adaptación a las nuevas condiciones climáticas y meteorológicas. En las costas de Cataluña, Comunidad Valenciana o Murcia, se empieza ya a pensar en no reconstruir algunas de las infraestructuras dañadas por las últimas borrascas, debido a la enorme probabilidad, casi certeza, de que volverán a sufrir los mismos problemas tarde o temprano.
Urge también establecer mecanismos internacionales para acoger a las personas que ya están perdiendo sus hogares, establecer la figura del refugiado climático y dotarla de seguridad jurídica. Urgente establecer los mecanismos de cooperación internacional adecuados para que quienes más sufrirán las consecuencias de un problema que no han causado tengan la ayuda necesaria para hacerle frente. Las políticas actuales, como bien sabemos, son bien diferentes: construcción de barreras, refuerzo de fronteras y blindaje en los tribunales de la práctica inmoral de las “devoluciones en caliente”.
Se ha llegado hasta este punto después de una carrera suicida. Las petroleras y gasistas han estado financiando campañas negacionistas, maquillando las cifras, y tergiversando la realidad, mientras perforaban cada vez más lejos y más profundo, exprimiendo las entrañas de la tierra mediante técnicas cada vez más agresivas. La energía es un bien de primera necesidad para el desarrollo de cualquier actividad humana y económica, y en esta sociedad devoramos petróleo, gas y carbón con compulsión bulímica. Estas corporaciones tienen una gran influencia y relación en sectores como las finanzas o los medios de comunicación. Sus tentáculos abrazan también al poder político, apretando a quienes no se pliegan a sus intereses y premiando a quienes legislan y gobiernan a su favor.
Las emisiones derivadas de la quema de combustibles fósiles representan aproximadamente el 75% del total de las emisiones, tanto a nivel mundial, como europeo, o español. Por ello, conseguir un sistema energético 100% renovable es la tarea más urgente a acometer. Entre el 75% y el 80% de las reservas de carbón, gas y petróleo deben quedar en el subsuelo si queremos tener probabilidades de que el incremento de temperatura global se limite a 1,5ºC. Y debe actuarse también en otros sectores que generan emisiones, como el de los residuos, el agroganadero y el forestal.
Por otra parte, el escenario que manejamos hoy es muy diferente al de hace cinco años. Asistimos a una explosión de proyectos de energías renovables debido al descenso de costes y a la producción en masa. La tecnología no para de avanzar, consiguiendo mayores eficiencias y capacidad de integración en las redes. Podríamos ser testigos de un despliegue sin precedentes, especialmente de energía eólica y solar, que nos lleve en 10 o 20 años hacia un escenario 100% renovable, y por el camino madurar otras fuentes como la maremotriz o la bioenergía sostenible.
Pero la transición hacia un modelo energético sostenible no es tan sencilla como realizar la sustitución de unas fuentes energéticas por otras. No se trata únicamente de realizar un cambio tecnológico, porque lo más probable es que no existan materiales suficientes en el planeta para ello. Algunos metales, tierras raras, y otros minerales dan muestras ya de cierto grado de agotamiento, y son necesarios para construir los aerogeneradores, parques solares, baterías de acumulación, coches eléctrico, o redes de distribución más tupidas, que precisa nuestro actual modelo de consumo. No podemos replicar este modelo simplemente tomando la energía de fuentes renovables, si no que además se debe realizar un esfuerzo de reducción del consumo, de autocontención individual y colectiva, y de uso responsable de la energía y de los recursos.
Enfrentar los límites de materiales y la emergencia climática obliga a poner en marcha estrategias que van más allá de la clásica “eficiencia energética” basada en tecnologías más eficientes. Sin un cambio de hábitos y de perspectiva es fácil que se produzca el efecto rebote o paradoja de Jevons, según la cual lo más probable es que tecnologías más eficientes lleven a un mayor consumo en términos globales, debido al mayor uso y menor coste. Los límites planetarios, probablemente obliguen, por el contrario, a reducciones relativamente grandes y en términos globales del consumo de recursos minerales y energéticos, relocalización de procesos industriales, menor movilidad de mercancías y pasajeros, y una reordenación de los tipos y tiempos de trabajo, entre otros aspectos.
Hablamos de una transformación social, económica, y de valores, porque el sistema económico y social que ha generado el problema no es válido para resolverlo. Porque una sociedad competitiva, que fomenta el ego, la dominación, el crecimiento y la separación con la naturaleza es incompatible con una convivencia pacífica entre los seres humanos y de estos con el planeta. Y esa transformación, que será compleja, debe ser socialmente justa, y de escala global. Será tanto más viable, y suscitará menores tensiones, cuanta mayor capacidad de participar en ella tenga la ciudadanía. Porque algo así puede ser descontrolado y sobre todo tremendamente injusto si pensamos que el mercado por sí mismo dará a la sociedad lo que en cada momento necesite, o puede ser impuesto por la fuerza de las autoridades, generando grandes resistencias.
Ante el reto que supone la transición hacia una economía baja en carbono y respetuosa con los límites del planeta, es necesario un empuje desde abajo, desde la ciudadanía empoderada. Las energías renovables distribuidas y ligadas a los puntos de consumo, el ahorro y la eficiencia a gran escala, podrían suponer la punta de lanza de esta transformación, generando altas tasas de empleo de calidad. Los hogares, comunidades y barrios, las ciudades, oficinas y edificios públicos podrían autoabastecerse de gran parte de la energía que necesitasen, bajo un esquema de reducción de consumo generalizado, e incluso convertirse en puntos de generación de eléctricidad, biogás o calor.
El Pacto Verde, o Green New Deal, no debería ser únicamente un conjunto de medidas lanzadas por el poder político hacia el sector empresarial. Ello supondría que sean los de siempre, bajo la misma lógica del capitalismo depredador, quienes propongan las soluciones. En su lugar, este Pacto Verde debería ser un pacto social amplio, que superase el sistema capitalista, anteponiendo la vida al beneficio económico de unas élites. La única opción para superar esta crisis es entender que el crecimiento ilimitado es imposible y que la economía debe estar al servicio de la sociedad y no al revés. Es necesario centrarse en lo importante, en preservar la vida, y establecer una nueva manera de habitar la Tierra, en el que respetemos sus límites, y la humanidad dé lo mejor de sí misma.