En el imaginario colectivo, este movimiento brota sin precedentes, como un rayo de esperanza. Prima la visión de la juventud purificadora, enérgica e ingenua, al fin tomando las riendas de esta nave sin frenos. Pero el sentimiento que nos impulsa es justo el opuesto. Este movimiento nace de un grito de terror, de desesperación, en boca de la generación que vivirá el colapso. Una generación que no sobrevivirá para contarlo.
Nos urge señalar a los responsables de la crisis climática y nombrar las complejidades de la realidad de la que tomaremos el relevo. Se precisa hablar de ecocidio, de injusticia y de los crímenes cometidos hacia la misma Tierra que nos mantiene con vida. No hablamos de un mero cambio en el clima global, no son nuestros términos. Hablamos en términos de crisis, de colapso, de disrupción, de conflictos, de guerras, de hambrunas, de desplazamientos masivos y de extinción. El vocabulario presente no puede ser moderado, debe ser preciso. Desde la perspectiva de ser de las generaciones futuras, denunciamos nuestra herencia: un entorno natural destrozado y un sistema social quebrado.
Aún se percibe el medio ambiente como una entidad natural etérea y lejana de la cual no dependemos, a la vez que se concibe su desestabilización inducido por acción humana y su consecuente colapso como una amenaza futura y ajena. Pero la realidad es la opuesta en ambas cuestiones: el cambio climático es una realidad actual y nadie se exime de sus efectos. Sin embargo, desde esta óptica, se critica a este movimiento bajo el calificativo de catastrofista, fatalista o alarmista. Aquí no se equivocan. La situación actual exige hablar en esos términos. Exige que la crisis ecológica se nombre exactamente como lo que es: una emergencia global.
Podrán advertirnos del peligro que orbita en torno a los discursos alarmistas, predicando que conducen inevitablemente a la desesperación y a la inactividad. Pero evitan admitir que ya nos encontramos inmersos en un estado de aquiescente inactividad climática. En el Norte Global, vivimos en total y absoluta complacencia con la actual configuración de nuestro sustento de vida, y somos conscientemente ciegos frente a los impactos que ocasiona. Somos dóciles e indulgentes ante el sistema. Esta pasividad es lo que precisamente, durante décadas, ha permitido que la maquinaria capitalista tomase las riendas de nuestra existencia, terminando por desencadenar la crisis climática que, incluso a día de hoy, se excluye de la agenda social como prioridad.
El negacionismo, la ignorancia, la pasividad, el optimismo tecnologicista, el carpe diem, suponen un peligro infinitamente mayor que el estado de alarma que nos pueda inducir el reconocer y asumir que nos han prometido un futuro que no se va materializar.
Para mi generación no corresponden las normas y expectativas de las generaciones anteriores. Nos han educado para la consecución de ciertos objetivos socio-económicos que son obsoletos. ¿Qué utilidad tiene una titulación superior académica, un buen CV, oportunidades en el mercado laboral o un buen salario, dentro de un sistema que está encaminado al colapso? ¿Por qué apostaríamos por invertir nuestro tiempo en la producción y obtención de capital, si perderá todo su valor cuando se derrumbe el actual sistema de servicios y no haya recursos para comprar?
No es fácil levantarse todas las mañanas a la espera del colapso inminente. Vivir en estado de alarma permanente es asfixiante; verdaderamente asimilar la gravedad del presente requiere un refuerzo psicoemocional del que, por norma general, no disponemos. Se trata, por tanto, de aprender a aceptar y comprender la complejidad de la crisis que se nos viene encima. De saber acoger el colapso como una realidad actual, no futura. Y de agarrar esa desesperación de raíz y transformarla en acción.
Es un momento muy crítico como para dar falsas esperanzas, soluciones vacías y callejones sin salida. Si nuestro objetivo es sobrevivir (junto a las demás especies que aún no habremos extinguido), tendremos que apostar por una transición socio-ambiental mucho más drástica y mucho más ambiciosa que la trayectoria que nos precede: una infructuosa sucesión de cumbres internacionales y pactos inertes por la reducción de emisiones, infinitos intentos de sostenibilidad corporativa que fracasan por definición, políticas verdes que continúan legitimando el productivismo frenético, y cualquier otra pretensión banal de 'enverdecer' nuestro sustento de vida dentro de este sistema devorador.
En #FridaysForFuture, solemos decir que la faceta más reconocida, la de la movilización y la huelga escolar, es sólo nuestra herramienta más “macro”, más global. A través de las movilizaciones sociales no violentas, perseguimos la visibilización de la crisis climática y el colapso ecológico como conflictos sociales de máxima prioridad.
¿Es efectivo? Es difícil saberlo. Parece que aún estamos sembrando en el imaginario social la idea de que la crisis ambiental es también una crisis humana. Y el tiempo escasea. Movilizándonos en las calles este viernes y ocupando la entrada a nuestros ayuntamientos no vamos a derrumbar el sistema productivista, ni vamos a revertir la destrucción del medio ambiente. Esto lo sabemos. Pero renunciamos a ser cómplices de la invisibilización o la trivialización de esta problemática que se lleva arrastrando durante décadas. Las consecuencias ya son, en el mejor de los casos, devastadoras.
Para no quemarnos en el proceso, pretendemos que #FFF cuente con otra dimensión: la de la acción local. Apostamos por que cada persona traduzca esta lucha a su espacio, a su entorno. Que utilice las herramientas que tiene a su disposición y que fabrique las que no. Urge encontrar medios para reducir drásticamente nuestro impacto sobre el medio natural, a escala individual y comunitaria. La cooperación y la autoorganización tendrán que imponerse al individualismo enfermizo tan expandido. Son las únicas vías de las que disponemos para engendrar las redes y los tejidos sociales que nos sostendrán con vida, sin comernos entre nosotros, de cara a era del postcapitalismo.
Resulta ingenuo hablar de frenar, combatir, ni mucho menos solucionar el cambio climático. Ya está ocurriendo; hablar en esos términos es una forma de negación de la realidad. Hablar de mitigación, en la inmensa mayoría de los casos, también se queda atrás. Dado el actual estado de emergencia, se propone la adaptación profunda a la crisis climática (Bendell, 2018). Al aceptar el colapso social y ecológico como inevitable en el corto plazo, se precisan dos actuaciones colectivas inmediatas. En primer lugar, la renuncia de ciertos valores, comportamientos y creencias que nos han sido implantados por este sistema insostenible y corrosivo. En segundo lugar, apostar por engendrar vías de asociación y organización comunitaria que fomenten simultáneamente la resiliencia de la población y la restauración de los sistemas naturales.
Mi generación hereda el mayor conflicto jamás engendrado por nuestra especie. En el Norte Global se presenta de forma amortiguada, pero en determinados rincones del Sur se instaura como una amenaza de muerte. Tenemos que reconocer la deuda ecológica del Norte hacia el Sur, a la vez que la de las generaciones pasadas hacia las generaciones futuras.
Este viernes días 27 vuelve la huelga internacional por la crisis climática. Queremos lanzar un llamamiento global para salir a la calle y protestar por la supervivencia de todas las formas de vida en la Tierra. Llamamos a la movilización masiva, todo el mundo está invitado. Esta es nuestra última oportunidad actuar, como dice Greta Thunberg, “como si nuestra casa estuviese en llamas”.