Hace unos días, 109 premios nobel firmaron una carta en la cual acusaban a la organización ecologista Greenpeace de “crímenes contra la humanidad” por oponerse a los transgénicos y ser, supuestamente, responsable de que el arroz dorado rico en vitamina A no pueda salvar a millones de niños de África y Asia de las enfermedades derivadas de su carencia.
Esta carta ha sido contestada por Greenpeace en una extensa nota que contrasta con la escueta declaración de los premios Nobel. Así como los científicos básicamente usan el argumento –simplista- del arroz dorado y la necesidad de producir más alimentos, Greenpeace hace un repaso a todos los aspectos del problema: argumenta que el arroz dorado no es más que un prototipo; que el problema del hambre es de origen socioeconómico y está muy lejos de solucionarse con tecnología; que los transgénicos no han conseguido en veinte años aumentar sus rendimiento, lo que hace difícil que sean útiles para luchar contra la desnutrición; que los mismos resultados o mejores se obtienen con técnicas convencionales de mejora y variedades tradicionales; que no se sabe si son o no peligrosos porque no existen estudios independientes pero, en el caso que lo fueran, su control sería imposible porque el polen viaja cientos de kilómetros; que su principal ventaja es la facilidad que dan a las compañías para patentar las semillas; que sus logros en reducción del uso de herbicidas son ridículos comparadas con los de las técnicas ecológicas que lo reducen a cero y consiguen productividades similares; que los transgénicos son la punta de lanza de un modelo agrícola que es acusado por numerosas ONG, sindicatos agrarios y organizaciones internacionales como la propia causa de la desnutrición, etc.
El debate sobre los transgénicos se ha querido vestir como una lucha entre ecologistas “sentimentales” y “anticientíficos” contra la Ciencia con mayúsculas, pero la realidad es muy diferente. Muchos científicos nos oponemos a los cultivos transgénicos y denunciamos que la supuesta preocupación de sus defensores por la alimentación mundial tiene mucho de hipocresía e intento de salvar su negocio. Porque el problema principal de los transgénicos no es que sean peligrosos, su principal problema es que son inútiles. Sirven a las compañías que los desarrollan (ya que permiten patentar los genes y monopolizar los mercados) pero son inútiles para todo el resto de la humanidad.
La aureola de alta tecnología que rodea a estos cultivos y los millones de dólares invertidos en ella contrasta fuertemente con los pobres resultados conseguidos: sólo se ha aplicado a gran escala al maíz y la soja, no ha conseguido mejorar los rendimientos, tienen un largo historial de experimentos fallidos, etc. Mientras tanto, en esos veinte años, la modesta investigación en agricultura ecológica, que apenas recibe fondos de investigación, está consiguiendo resultados mucho mejores y, sobre todo, está desarrollando una agricultura sostenible, algo que en estos momentos es vital.
La introducción de agroquímicos consiguió doblar los rendimientos de la agricultura tradicional, pero el precio que hemos pagado por ello ha sido muy alto: contaminación de ríos y acuíferos, pérdida alarmante de biodiversidad, pérdida de minerales y vitaminas de los alimentos, problemas de erosión en más de la mitad de los suelos del planeta, grandes consumos energéticos, etc. Frente a todas estas nefastas consecuencias, la agricultura ecológica propone alternativas que atajan todos esos problemas y, además, está consiguiendo rendimientos que se pueden equiparar a los de la agricultura química (y en algunos casos los superan).
Los últimos informes de las Naciones Unidas son tajantes a la hora de afirmar que debemos alejarnos urgentemente de la agricultura química. El relator especial de las Naciones Unidas para el derecho a la alimentación Olivier De Schutter lo decía hace unos años: “Un viraje urgente hacia la ”ecoagricultura“ es la única manera de poner fin al hambre y de enfrentar los desafíos del cambio climático y la pobreza rural. […] Los rendimientos aumentaron un 214 por ciento en 44 proyectos en 20 países de África subsahariana usando técnicas de agricultura ecológica durante un periodo de tres a diez años, mucho más que lo que jamás logró ningún cultivo genéticamente modificado”.
Si la agricultura ecológica está consiguiendo resultados tan interesantes con tan pocos medios ¿qué hacen los brillantes premios Nobel, tan preocupados como dicen estar por la alimentación mundial, que no dejan sus transgénicos y se ponen a investigar en ella? ¿No será que esta agricultura ecológica no produce dividendos ni tampoco permite conceder becas de investigación? ¿No será que exige que estos investigadores cambien su mentalidad reduccionista, centrada en el gen, para estudiar también organismos, ecosistemas, suelos y sociedades humanas?
La investigación en transgénicos es como un poderoso Goliat que mueve miles de millones dólares, pero no olvidemos que en la historia bíblica es David el que gana y el Goliat transgénico tiene un enorme talón de Aquiles que lo está haciendo caer. Y es que tanto los transgénicos como toda la agricultura química requieren ingentes cantidades de petróleo para la elaboración de abonos químicos y plaguicidas. Sin la energía del petróleo toda la agricultura química se viene abajo; y ya llevamos diez años viviendo un preocupante estancamiento en la producción mundial de petróleo. Esto lo están notando los agricultores, que ven cómo el precio de los insumos se lleva sus beneficios y, por ello, se interesan cada vez más por la agricultura ecológica.
A medida que el declive del petróleo se haga más evidente va a ser más importante desarrollar una agricultura sin insumos químicos de síntesis, y serán los marginales científicos ecológicos los únicos capaces de evitar que la alimentación mundial colapse. Probablemente el siglo XXII recuerde mucho más a Restrepo, Holmgren, Fukuoka o Voisin que a todos los premios Nobel que han firmado la carta a favor de los transgénicos. Al fin y al cabo, la historia de la ciencia siempre ha estado más ligada a los científicos condenados a la hoguera que a los que recibían los premios de la Academia.
Hace unos días, 109 premios nobel firmaron una carta en la cual acusaban a la organización ecologista Greenpeace de “crímenes contra la humanidad” por oponerse a los transgénicos y ser, supuestamente, responsable de que el arroz dorado rico en vitamina A no pueda salvar a millones de niños de África y Asia de las enfermedades derivadas de su carencia.
Esta carta ha sido contestada por Greenpeace en una extensa nota que contrasta con la escueta declaración de los premios Nobel. Así como los científicos básicamente usan el argumento –simplista- del arroz dorado y la necesidad de producir más alimentos, Greenpeace hace un repaso a todos los aspectos del problema: argumenta que el arroz dorado no es más que un prototipo; que el problema del hambre es de origen socioeconómico y está muy lejos de solucionarse con tecnología; que los transgénicos no han conseguido en veinte años aumentar sus rendimiento, lo que hace difícil que sean útiles para luchar contra la desnutrición; que los mismos resultados o mejores se obtienen con técnicas convencionales de mejora y variedades tradicionales; que no se sabe si son o no peligrosos porque no existen estudios independientes pero, en el caso que lo fueran, su control sería imposible porque el polen viaja cientos de kilómetros; que su principal ventaja es la facilidad que dan a las compañías para patentar las semillas; que sus logros en reducción del uso de herbicidas son ridículos comparadas con los de las técnicas ecológicas que lo reducen a cero y consiguen productividades similares; que los transgénicos son la punta de lanza de un modelo agrícola que es acusado por numerosas ONG, sindicatos agrarios y organizaciones internacionales como la propia causa de la desnutrición, etc.