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En defensa de los oasis urbanos

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Los oasis son uno de los ecosistemas más frágiles que existen en el planeta, burbujas de vida rodeadas de hostiles desiertos. La palabra proviene del egipcio y quiere decir lugar fértil, haciendo referencia a las porciones más o menos extensas de terrenos verdes regados por una surgencia en medio de las arenas. Además de ofrecer agua y espacios de cultivo a quienes habitan en sus proximidades, sirven para abastecer a las caravanas que atraviesan los mares de dunas. Localizaciones imprescindibles para que la vida pueda reproducirse en entornos hostiles.

Los oasis han sido considerados lugares sagrados, que debían protegerse y cuidarse mediante estrictas reglas de mantenimiento de forma que se garantizara su continuidad en el tiempo. Espacios de acogida, proclives a tejer complicidades, estimular la cooperación y pacificar las relaciones. Escenarios donde las hostilidades y las batallas estaban vetadas, el riesgo de contaminar o malograr un pozo era demasiado alto.

El desierto se hace habitable y transitable por su existencia, son lugares donde reponer fuerzas y tejer alianzas para hacer frente a las adversidades. Algo similar le pasa a las ciudades, aunque en este caso los oasis no preexisten sino que deben construirse. Para ello es necesario desarrollar una artesanía institucional capaz de generar lugares que promuevan el contacto entre diferentes, las dinámicas comunitarias de ayuda mutua, la colaboración vecinal mediante el establecimiento de relaciones cara a cara o la renaturalización de zonas grises. Iniciativas capaces de transformar la vida de las personas implicadas y simultáneamente promover cambios radicales a pequeña escala.

Hace unos días leía la anécdota que dio origen al primer jardín comunitario de New York en los años setenta. En uno de los miles de solares llenos de escombros que asolaban la ciudad, una joven ecologista blanca, Liz Christy, vio a un niño negro jugando dentro de un refrigerador abandonado, simulando que era un barco que le permitía navegar por los mares del sur. Entonces preguntó a la madre: “¿Por qué no limpiáis este espacio para que tu hijo tenga un lugar decente para jugar?”. A lo que ella respondió: “Tengo dos trabajos y cuatro hijos. ¿Por qué no lo hacéis tú y tus amigos?”.

Liz recogió el guante, movilizó a sus amigos para crear un modesto oasis en medio de una ciudad en crisis. En ese solar además de plantas y relaciones sociales nacieron las Green Guerrillas que en pocos años ayudaron a que florecieran más de mil huertos y jardines en el conjunto de la ciudad. Una historia que nos habla de empatía social y justicia ambiental, de complicidad entre diferentes, de la importancia de nuestras acciones más que de nuestras opiniones y de la necesidad de que las alternativas transmitan ilusión. Los entornos urbanos son habitables porque alojan muchos oasis: espacios vecinales, centros sociales, huertos comunitarios y equipamientos colectivos cuya acción está orientada hacia las comunidades locales (escuelas, bibliotecas, clubs deportivos…).

Ante la amenaza creciente que supone la crisis ecosocial las ciudades deberían estar facilitando la proliferación y expansión de oasis urbanos, donde la gente aumente sus conocimientos, habilidades sociales y capacidad de autoorganización para intervenir sobre el mundo. Muchos oasis han sido capaces de crecer enfrentándose a leyes y normativas, obstáculos y desprecios institucionales, así que resulta pertinente preguntarse: ¿De qué serían capaces con mayor legitimidad, apoyo y reconocimiento? ¿Qué potencialidades de cambio estamos desperdiciando por la desconfianza de las instituciones hacia la ciudadanía?.

Distintos gobiernos locales se dedican a la destrucción sistemática de oasis, con el de Madrid a la cabeza. El desmantelamiento del huerto vecinal de Lavapiés hace unos días se suma a la tala del bosque vecinal de Barajas, el desalojo de espacios vecinales o el desprecio hacia las redes de ayuda mutua durante la pandemia. Más que miedo hacia la creatividad y el protagonismo de la gente, lo que subyace en esta arrogante y destructiva forma de gobierno es la imposición de la tristeza y la voluntad de alimentar nuestra impotencia.

En la Historia Interminable, su protagonista, Atreyu, tuvo que viajar a los pantanos de la tristeza para encontrarse con la sabia tortuga Vetusta Morla, y aprender que la Nada solo puede enfrentarse si se mantiene la esperanza y se cultiva la imaginación. Los movimientos sociales debemos reponernos del desánimo que ha ido invadiéndolo todo en nuestra ciudad, y una de las mejores formas de hacerlo es empeñarnos en que proliferen los oasis, que aunque no acaban con el desierto nos siguen ayudando a hacerlo más habitable.

Muchas de estas pequeñas iniciativas son atacadas no por lo que son, poca cosa, sino por lo que pueden llegar a ser. Su importancia es que puedan convertirse en imprevistos detonadores de cambios culturales: prácticas capaces de promover una nueva sensibilidad, satisfacer necesidades de forma alternativa, socializar otros estilos de vida, trasladar imágenes inesperadas sobre el futuro urbano y predisponer a la gente a asumir transformaciones de mayor envergadura. No se equivocaba Mario Benedetti cuando decía que en ciertos oasis el desierto es solo un espejismo, pues nos permiten anticipar y vivenciar muchos de los rasgos que contiene la ciudad que desearíamos habitar.

Al sur del Sáhara llevan más de una década construyendo la Gran Muralla Verde, una estrategia internacional coordinada para plantar millones de árboles a lo largo de una franja de 8.000 km. Una iniciativa de reforestación, restauración de suelos y fomento de la agricultura familiar, a gran escala promovido por la Unión Africana con el objetivo de frenar la expansión del desierto. Voluntad política y recursos, determinación y esperanza, permiten enfrentarse exitosamente y ganar terreno al desierto.

Igualmente, defender los oasis urbanos no supone caer en la autocomplacencia y resignarse al desierto, sino disponer de enclaves desde los que enfrentarlo. Este archipiélago de oasis no frena por si solo la barbarie, pero resulta determinante a la hora de revitalizar cualquier impulso municipalista que sea capaz de hacerlo.

En este contexto de crisis ecosocial el municipalismo está llamado a operar como un espacio de diálogo entre cooperación social y políticas públicas, salvaguarda de derechos en proximidad y entorno de experimentación, apego a los problemas cotidianos y refugio de los impulsos utópicos, retaguardia y vanguardia de las transformaciones por venir. Los oasis inquietan porque invitan a redefinir de forma creativa y constructiva las relaciones entre gobiernos y ciudadanía, quienes los cuiden dispondrán de antídotos contra la desconfianza y podrán articular de forma virtuosa dinámicas de cooperación público-comunitaria.

Baja a la calle, encuéntrate con tus vecinas y comprométete con el cuidado del oasis que tengas más cerca. Son los puntos de apoyo donde colocar las palancas que muevan al mundo.

Los oasis son uno de los ecosistemas más frágiles que existen en el planeta, burbujas de vida rodeadas de hostiles desiertos. La palabra proviene del egipcio y quiere decir lugar fértil, haciendo referencia a las porciones más o menos extensas de terrenos verdes regados por una surgencia en medio de las arenas. Además de ofrecer agua y espacios de cultivo a quienes habitan en sus proximidades, sirven para abastecer a las caravanas que atraviesan los mares de dunas. Localizaciones imprescindibles para que la vida pueda reproducirse en entornos hostiles.

Los oasis han sido considerados lugares sagrados, que debían protegerse y cuidarse mediante estrictas reglas de mantenimiento de forma que se garantizara su continuidad en el tiempo. Espacios de acogida, proclives a tejer complicidades, estimular la cooperación y pacificar las relaciones. Escenarios donde las hostilidades y las batallas estaban vetadas, el riesgo de contaminar o malograr un pozo era demasiado alto.