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Última llamada a nuestra inmunidad al cambio de dieta para sobrevivir como especie

Experta en sostenibilidad —
11 de agosto de 2021 22:01 h

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Hace justo dos años, el mismo IPCC lanzaba su informe especial sobre sistemas alimentarios y uso del suelo, en el que apuntaba a la comida como factor determinante para reducir las emisiones a escala global. Es difícil comunicar sobre un reto tan complejo como la transformación de nuestros hábitos alimentarios, en el que existen tantos grupos de interés y tantos matices, con consecuencias que no se ven a corto plazo. Cuesta informar sobre cómo nuestras decisiones influyen en el cambio climático que está detrás de las olas de calor, inundaciones o incendios que han sido noticia a la misma vez que el debate sobre la reducción de consumo de carne.

Lo hemos visto recientemente con la polémica campaña “menos carne, más vida”. Mientras compramos un coche eléctrico de última generación porque queremos ser más neutros, nos cuesta ver el impacto de nuestro plato de comida, que cada vez es menos local y menos de temporada. Mientras se apoyan políticas billonarias de construcción de energías renovables, dudamos de datos científicos más que contrastados sobre la principal fuente de emisiones y de pérdida de biodiversidad a escala mundial: nuestro sistema alimentario y los cambios de uso del suelo que provoca.

Detrás de nuestra inmunidad al cambio, continuamos denominando con palabras genéricas “carne” o “ganadería” a todo un universo de opciones. Sin embargo, no tiene el mismo impacto en nuestra salud ni en la del planeta la oveja que pasta en la dehesa, que el cerdo de macrogranja alimentado con pienso de soja transgénica importada desde la Amazonía. No son iguales los huevos de gallinas de corral, que los de 23.000 millones de pollos de engorde, con tratamientos de hormonas y antibióticos. 

Para revertir el panorama demoledor que nos dibuja el IPCC, ya no solo tenemos que reducir drásticamente las emisiones, sino que tenemos que regenerar la naturaleza que hemos degradado. Los suelos, después de los océanos son el segundo sumidero natural para capturar emisiones. Por eso la respuesta está también en esa España rural que se sigue vaciando cada día; en esos jóvenes que se atreven a quedarse y a repensar el sector primario, incorporando prácticas de restauración del paisaje y del suelo. A pesar de que las trabas burocráticas y el mercado arrastra a sistemas intensivos de producción agraria y ganadera, en los que la ganancia llega de la cantidad más que de la calidad, y en los que no premiamos el cuidado de nuestra salud y la de los ecosistemas.

Durante mi viaje sin emisiones a las 28 provincias con mayor despoblación, entrevisté a muchos pastores que conocen el carácter de cada una de sus ovejas y cabras, y que casi mantienen el oficio por devoción, más que por ganancia. Las dificultades administrativas, el papeleo y el elevado margen de los intermediarios provoca que no lleguen a ser competitivos con la industria cárnica, que tan nociva es en términos de emisiones, contaminación y salud. 

Lo mismo ocurre con la agricultura, que va abandonando las prácticas tradicionales de cuidado de la tierra, o que no tiene alicientes para innovar con modelos agroforestales o agroecológicos, en comparación con la agroindustria. En ésta se desperdicia alrededor del 30% de la producción y puede que el productor solo reciba el 1% de lo que pagamos. La nueva Política Agraria Común (PAC) europea sigue sin resolver estos fallos de mercado y sin incorporar las externalidades negativas a lo que compramos. 

Y así los pueblos y los suelos que necesitamos regenerar se van abandonando. Y se vacían las dehesas de rebaños, para llenarse de paneles solares y molinos eólicos, sin pensar en su impacto ni en el valor ecológico del suelo que esconden. Y nuestro paladar y bolsillo van prefiriendo los tomates que no saben a tomate y los embutidos procesados a precio de saldo, para los que solo hay que abrir un envoltorio plástico que nos devolverá el mar en 30 años. 

Parece inherente a la condición humana pensar que aspirar a vivir mejor es hacer cotidiano lo que para nuestros abuelos era excepcional; es acercarnos lo más posible a la forma de vida que proyectan las personas con más recursos. Esto provoca que miles de millones de personas hayamos habitado el planeta muy por encima de las capacidades que éste puede soportar, y que otros miles de millones anhelen llegar ahí.

La demanda diaria de proteína animal, en cantidades mucho mayores de las que necesitamos para tener buena salud, no solo ha disparado las macrogranjas, sino también la sobreexplotación pesquera. La pesca de arrastre que ya no solo explota los océanos, sino que libera casi 3 millones de toneladas de CO2 al día. Los datos sobre el impacto de la ganadería intensiva en las emisiones, deforestación, contaminación por químicos o monocultivos para pienso se vienen repitiendo hace más de una década. Como recuerda el informe de Naciones Unidas publicado el pasado febrero Hacer las paces con la naturaleza”, nos encontramos ante una triple emergencia: climática, de contaminación y de pérdida de biodiversidad.

Pero, ¿cómo ser capaces de frenar nuestras ansias por devorarnos la Tierra en un par de generaciones como si no tuviera límites suficientemente marcados? En definitiva, ¿cómo vencer nuestra inmunidad al cambio como humanidad?.

La respuesta quizás esté en lo que nos viene demostrando la pandemia, que es mucho más cercana y visible que el cambio climático. Cada habitante del planeta ha tenido que estar en confinamiento y conoce alguna persona fallecida por covid19, más o menos cercana. Ya sabemos que se trata de un virus de transmisión aérea, que incluso vacunados podemos contagiar y que la mascarilla resulta imprescindible. El hábito de la mascarilla, ventilación y distancia es mucho más claro, inequívoco y temporal que los hábitos que tenemos que adquirir para revertir el cambio climático. Sin embargo, nos cuesta mantener la mascarilla por encima de la nariz, saltamos de alegría cuando quitan la obligatoriedad, cerramos las ventanas para mantener la temperatura y aún en medio de la quinta ola nos cuesta ver que cualquiera puede ser vector de contagio.

Estos meses de pandemia con una ola tras otra nos han demostrado que cambiar hábitos sencillos no es tarea fácil, y que tampoco lo es percibir el impacto positivo que pueda llegar a tener la suma de los cambios individuales. Cuando estábamos confinados en casa soñábamos con una “normalidad” mejorada, pero sin embargo nos seguimos conformando con ésta en la que unos cuantos vivimos bien a costa de la pobreza de muchos y de exprimir los recursos de todos, con las consecuencias que ahora nos recuerda el IPCC. 

Sería clave que seamos capaces de relacionar que la suma de nuestras decisiones diarias avivan las inundaciones en Alemania, los incendios en el Mediterráneo, las olas de calor en Canadá con más de 700 muertes, o un Amazonas que ahora emite más CO2 del que es capaz de capturar. Este 29 de julio hemos superado nuestro presupuesto ambiental para 2021. Detrás de la sobreexplotación a la que se refirió el reciente informe de 14.000 científicos o el IPCC ahora está nuestra forma de habitar el planeta y de alimentarnos. 

Si no enviamos señales inequívocas a políticos y mercados, las empresas y las instituciones difícilmente se verán respaldadas a girar el volante para amortiguar la colisión de este Titanic. Además de ciudadanía, somos votantes y consumidores, y la suma de nuestras decisiones diarias es clave para generar los cambios urgentes y ambiciosos que se necesitan. Si logramos como consumidores que una marca se enriquezca o que un partido llegue al poder, también podemos beneficiar a los pequeños agricultores de cercanía que cuidan de nuestras raíces y de la tierra. El uso continuo de mascarilla por todas las personas es un ejemplo sencillo y claro de cómo pequeños hábitos adquiridos globalmente pueden llegar a ser significativos a la hora de vencer la inmunidad al cambio que tenemos como sociedad.

Para la transformación radical que necesitamos, no bastará con políticas billonarias del transporte eléctrico, ni con esperar una vacuna que nos adormezca ante las consecuencias  del cambio climático. Para lograr una regeneración que llegue a cubrir la deuda ecológica acumulada nos necesitamos mutuamente, cambiando la manera en la que como ciudadanía y como organizaciones habitamos el planeta.