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Vidas rotas en la valla de separación con Israel

Beatriz Lecumberri

Campo de refugiados de Jabalia, Gaza —

Su tiempo se detuvo el 1 de octubre de 2018 a primera hora de la tarde. Era un lunes. Adham Taharawi tenía el día libre en el restaurante de comida rápida en el que trabajaba y decidió acercarse junto con amigos y familiares a las manifestaciones en la valla de separación con Israel. Adham no había participado jamás en estas protestas y se había mantenido, desde que comenzaron a finales de marzo, escéptico y distante. La política le genera rechazo, no milita en ningún movimiento palestino y no se considera un hombre desesperado, como dicen muchos manifestantes, que aseguran no tener nada que perder. Pese a las dificultades de la vida diaria en Gaza, Adham tenía razones para alegrarse y seguir adelante. Su destino era más bien no estar allí aquel día y en aquella hora, pero fue a la valla, convencido de que ese punto concreto era un lugar tranquilo donde los manifestantes tocaban música y fumaban narguile y nunca había enfrentamientos. La ley de la probabilidad o la de la buena suerte no jugaron a favor de este joven padre de familia de 32 años aquel lunes de octubre.

“Estábamos a unos 300 metros de la valla. Nadie lanzaba piedras, no había neumáticos incendiados ni tampoco los israelíes arrojaban gases lacrimógenos. De repente, escuché varios disparos a poca distancia y me desplomé. Junto a mí cayeron otras personas. Sentí un dolor que me cegaba y vi mis dos piernas ensangrentadas. Una la conseguí mover, pero la otra se había convertido en un trozo de carne deformado”.

En pocos segundos, su pierna izquierda era un miembro deshecho, sin hueso y sin voluntad. Al lugar en que Adham fue herido no podían entrar las ambulancias y le costó recibir atención médica. Finalmente tuvo que ser transportado en camilla durante varios centenares de metros por otros manifestantes. Se perdió un tiempo precioso y la hemorragia se agravó.

Los días que siguieron los recuerda borrosos por el dolor, los medicamentos y la rabia. Una misma bala atravesó su pierna derecha y después alcanzó la izquierda destrozándola por dentro. “No me amputaron la pierna desde el principio porque había una posibilidad pequeña de salvarla, pero tenía que ser trasladado fuera de Gaza porque aquí no había cómo realizar esa operación”, explica.

La familia, el hospital y las autoridades palestinas competentes pidieron el permiso necesario a Israel, pero el tiempo fue pasando y su solicitud seguía sin respuesta. La franja de Gaza tiene dos puertas: una al sur, que limita con Egipto, que en los últimos meses ha estado abierta, con restricciones, para palestinos con visados en vigor, y otra al norte, hacia Israel, por la que salen, a cuentagotas, enfermos y gazatíes con autorización israelí. Ahdam debía usar esta puerta para llegar a un hospital palestino de Cisjordania o Jerusalén o incluso a un centro médico de Jordania. Renovaron la petición de salida dos veces, pero no recibieron ninguna contestación de lado israelí y al cumplirse 40 días de haber sido herido, los médicos tuvieron que amputar la pierna por encima de la rodilla porque la zona estaba completamente infectada y ya era imposible salvarla.

“El tiempo se agotó y me quedé sin pierna izquierda. Aún sigo esperando la respuesta israelí”, lanza con rabia.

Adham perdió su trabajo, su apartamento, la alegría y los sueños de futuro. En este momento vive con su esposa y sus cuatro hijos de entre 8 años y nueve meses, en el campo de refugiados de Jabalia, en un espacio minúsculo, desnudo y frío en el que sólo hay una habitación que sirve de salón, dormitorio y cocina y un baño sin puerta. El mueble más preciado de la casa es una televisión que funciona a ratos y que toda la familia ve, echada en pequeños colchones deshilachados.

“Nadie me pidió que fuera aquel día a la valla. No soy un miliciano. Soy un civil, soy refugiado, palestino y padre. Me manifiesto por mí, por mis hijos y por todos. Porque tengo derechos, porque quiero volver a la tierra de mis padres. Porque aquí no hay trabajo, no hay dinero, no hay vida para mis hijos. El bloqueo israelí sobre Gaza no afecta únicamente a Hamas, nos afecta a todos, especialmente a los más pobres. Pero me manifesté sin armas, sin violencia. Y no sólo perdí la pierna, perdí mucho más”.

La familia de Adham llegó a Gaza en torno a 1950 procedentes de Tel Aviv y de Barqa, un pueblo palestino situado a treinta km al norte de Gaza, cerca de la ciudad israelí de Ashdod. Él nació en la ciudad de Gaza y le sobran dedos de una mano para contar cuántas veces ha salido de los 360 km2 de superficie de la franja.

Desde octubre su día a día es miserable. Vive dopado por los medicamentos contra el dolor y sólo sale de casa para acudir a las curas semanales de sus heridas, aún abiertas, y a las sesiones de rehabilitación. En los meses venideros deberá someterse al menos a dos operaciones, una en cada pierna, que podrán realizarse en Gaza. El fin es afianzar su pierna derecha con una placa y allanar el camino para colocar en el futuro una prótesis en el lado izquierdo, que le permita caminar sin muletas y recuperar en parte su vida normal.

Según cifras del ministerio de Salud palestino, desde marzo de 2018, es decir, en un año de manifestaciones ante la valla de separación con Israel, 6.500 palestinos han resultado heridos de bala. Los amputados casi llegan a 200, la inmensa mayoría hombres jóvenes en edad de trabajar. La Oficina de la ONU para la Coordinación de Asuntos Humanitarios (OCHA) estima que en un año ha habido 200 palestinos de Gaza muertos en estas manifestaciones.

“Todo es complicado. Cualquier actividad simple como llevar en brazos a mi hijo bebé se convierte en un suplicio. Duermo mal, tengo pesadillas y no me quiero levantar por la mañana. ¿Para qué? Ya no tengo un objetivo en la vida, no tengo trabajo, soy un tullido y vivimos en la miseria. Cambio de tema o me voy a la calle cuando mis hijos me piden dinero para comprar cosas”, cita Adham.

Sus hijos mayores, Abdelaziz y Hala, lo miran con adoración. Él los besa y los abraza. En el apartamento diminuto no hay un solo juguete. Su esposa, Islam, está de pie al lado del hornillo de la cocina. Antes de empezar la entrevista Adham lanzó varios gritos a la familia y la mujer no ha dicho una palabra, pero sus ojos tristes lo dicen todo. “Estoy insoportable, no tengo paciencia ni humor y mi esposa sufre. Antes yo no era así, ¿sabes?”, lamenta.

Desde que fue herido, este hombre ha recibido en dos ocasiones 600 shequels (150 euros) procedentes de Qatar, que ha pagado en dos ocasiones salarios de funcionarios e indemnizaciones a gazatíes desde finales del año pasado. Además, la familia tiene derecho a una cesta de comida de UNRWA cada tres meses.

Pese a su fragilidad emocional, este hombre no ha aceptado la ayuda psicológica que le han propuesto diversas ONG. Evita explicar por qué. “No me gusta”, zanja.

El frío invade la casa y sólo hay una estufa vieja y pequeña para calentar a toda la familia. Las piernas de Liam, el bebé de nueve meses, están frías y la madre lo mantiene permanentemente cubierto con una enorme manta.

“Creo que las manifestaciones deberían detenerse porque no se consigue nada. Solo más muertos y más heridos como yo. Tal vez dentro de un tiempo podrán retomarse, pero ahora ‘jalas’ (basta, en árabe), porque Israel no va a parar de matarnos”.

Su tiempo se detuvo el 1 de octubre de 2018 a primera hora de la tarde. Era un lunes. Adham Taharawi tenía el día libre en el restaurante de comida rápida en el que trabajaba y decidió acercarse junto con amigos y familiares a las manifestaciones en la valla de separación con Israel. Adham no había participado jamás en estas protestas y se había mantenido, desde que comenzaron a finales de marzo, escéptico y distante. La política le genera rechazo, no milita en ningún movimiento palestino y no se considera un hombre desesperado, como dicen muchos manifestantes, que aseguran no tener nada que perder. Pese a las dificultades de la vida diaria en Gaza, Adham tenía razones para alegrarse y seguir adelante. Su destino era más bien no estar allí aquel día y en aquella hora, pero fue a la valla, convencido de que ese punto concreto era un lugar tranquilo donde los manifestantes tocaban música y fumaban narguile y nunca había enfrentamientos. La ley de la probabilidad o la de la buena suerte no jugaron a favor de este joven padre de familia de 32 años aquel lunes de octubre.

“Estábamos a unos 300 metros de la valla. Nadie lanzaba piedras, no había neumáticos incendiados ni tampoco los israelíes arrojaban gases lacrimógenos. De repente, escuché varios disparos a poca distancia y me desplomé. Junto a mí cayeron otras personas. Sentí un dolor que me cegaba y vi mis dos piernas ensangrentadas. Una la conseguí mover, pero la otra se había convertido en un trozo de carne deformado”.