“Guess who just got back today. Them Wild-eyed boys that had been away haven't changed, had much to say. But man, I still think them cats are crazy / Mira quiénes acaban de volver hoy. Los chicos de mirada desorbitada que se fueron no han cambiado, tenían mucho que decir. Pero, tío, sigo pensando que están locos”.
Eso cantaba Phil Lynott en The Boys Are Back In Town, la canción más definitoria de su repertorio, recuperada una treintena de años después para servir como himno de Los mercenarios. La última gran franquicia levantada en peso muerto por Sylvester Stallone sobre sus anchos trapecios era, ante todo, una demostración de fuerza. La de los héroes de acción que se reunían para guerrear, ya pasada su plenitud. Aunque narrada con el vigor que le caracteriza al italoamericano del labio adormecido, aquella primera película albergaba una batalla interna en cuanto al tono que debía adoptar: si el elegíaco, el que infundió a la mayúscula John Rambo (De vuelta al infierno); o el más relajado y autoconsciente, que dominará la muy divertida Los mercenarios 2, sin miedo a festejar la senectud de unos ídolos que todavía entonces podrían parecer indestructibles. Ante tal indecisión, el gran reclamo de Los mercenarios consistía en reunir por primera vez no ya en un mismo espacio, sino en un mismo plano, a las tres grandes estrellas que habían iluminado Planet Hollywood durante las últimas décadas: Stallone, Bruce Willis y Arnold Schwarzenegger.
En 2010, cuando Los mercenarios tomó al asalto las salas de cine de todo el mundo, su escaramuza se entendía como un ejercicio desvergonzado de gerontofilia. Sly, el primero en desarrollar sus músculos en el cine allá por la primera mitad de los setenta, peinaba ya 64 años. Solo uno menos, 63, tenía el Conan austríaco, recién abandonado el trono de California, frente a los 55 del último boy scout. ¿Cuánto puede durar un héroe de acción a plena actividad? ¿Pueden soportar sus articulaciones tantas embestidas? ¿Qué les queda por hacer cuando el cuerpo termine de resentirse? El tiempo no se detiene para nadie, ni para aquellos que otrora parecieran esculturas perfectas talladas en mármol. Las rocas también se desgastan. ¿Cómo preservar la imagen de quien una vez pareció indestructible?
El segundo episodio de la serie documental Arnold dedica algunos minutos a cubrir la competitividad que separaba -o que unía, según se mire- a Schwarzenegger y Stallone en los años ochenta. “No podíamos estar en la misma habitación”, reconocen entre risas los ahora grandes amigos, ante el peligro de que se enzarzaran en un duelo de machos alfa por liderar la camada global. Con semejantes antecedentes, se antoja curioso que ambos hayan decidido pasar a la pequeña pantalla casi en simultáneo. No solo eso, sino que lo hayan hecho con enfoques duales: el eterno alter ego de Rocky Balboa se proclamaba Tulsa King en noviembre de 2022 en Paramount+, que solo seis meses más tarde, en mayo de 2023, estrenará también el docu-reality The Family Stallone. Apenas un par de semanas después del debut de aquel, Netflix activaba Fubar, también primer crédito televisivo de enjundia para Schwarzenegger, y, sin apenas margen, la mencionada Arnold.
Realidad y ficción se conjugan para favorecer una cobertura total, aunque los equilibrios de fuerzas sean bien diferentes. Una de las piezas del fecundo universo creativo de Taylor Sheridan, Tulsa King es un melodrama ambicioso y rotundo, aunque no exento de puntos flacos en su primera temporada (con participación de Terence Winter, desligado de cara a la segunda por las siempre jugosas “diferencias creativas”), con el que Stallone se aferra a sus convicciones en un mundo cada vez más volátil y extraño, mientras que la otra pieza es pura carnaza de consumo rápido, cuyo principal objetivo sería mantener la vigencia de su apellido familiar más allá del patriarca, a través de sus legatarias, tres hijas destinadas al estrellato para las nuevas audiencias. Por el contrario, Fubar es un caramelo de paladeo rápido para los entusiastas y nostálgicos de Schwarzenegger, abierto a hablar de pasado y futuro en la docuserie epónima.
Arnold, el verde
Arnold estructura su vida en tres bloques: el del fisioculturismo, el del estrellato cinematográfico, y el de la política. El contenido en sí mismo no será extraño a quienes leyeran Vida total: Mi historia increíble, publicado en España en octubre de 2012, donde ya se contaba “El secreto” (ese era el nombre del capítulo) que rasgó la fotografía familiar idílica que ni el desgaste de la vida política había logrado descolorar. Un secreto con nombre, Joseph, el hijo ilegítimo del Governator nacido en 1997, fruto de un escarceo con una trabajadora del servicio doméstico, Mildren Patricia Baena. Lo que la docuserie aporta es perspectiva sobre los acontecimientos, especialmente sobre aquellos que se recuentan en ese último episodio. Favorece, sin duda, que para entonces hubiera terminado el largo proceso de divorcio -siempre amistoso, recalca él- de Maria Shriver; pero también la escasa renuencia a reconocer delitos y faltas por parte del protagonista, a la postre narrador y voz casi absoluta en los 180 minutos totales de metraje.
“Arnold vende a Arnold”, resume con claridad uno de los testimonios que condimentan la docuserie. Así como Peter Petre lo ayudaba a poner orden a sus memorias algo más de 10 años antes, la directora de documentales Lesley Chilcott organiza aquí la información. Su asignación por el proyecto se entiende, además, si lo contextualizamos dentro de su filmografía, donde se presta especial atención a las obras de denuncia medioambiental, como productora (Una verdad incómoda, sobre los esfuerzos de Al Gore para concienciar contra el calentamiento global) y como realizadora (Watson, sobre el cofundador de Greenpeace). El compromiso de Arnie en la lucha contra el cambio climático, una constante de su segundo mandato como gobernador de California y como influencer de escala mundial, ocupa varios minutos en el tercer episodio, El americano. También se incluyen las recientes declaraciones públicas en contra de la invasión rusa en Ucrania o contra los movimientos de odio en Estados Unidos. Schwarzenegger recalca en este tercer volumen la importancia del legado, de provocar un efecto positivo en el mundo. Algo que contrasta con el comentario sobre los puntos oscuros de su biografía, sobre los que responde con una franqueza siempre controlada.
El Roble Austríaco justifica su habitual reticencia a valorar públicamente la medida de sus errores maritales porque impide cerrar las heridas en el seno de la familia. Esa resistencia se percibe en la pose estoica, sentado ante la cámara, midiendo el tempo de sus palabras mientras se atisba en sus pausas una vulnerabilidad que no termina de romper. Es el régimen de la lágrima contenida, como lo llamaron Nuria Bou y Xavier Pérez en El tiempo del héroe, que impele a pasar por corte del primer plano a uno general, donde no se vean los ojos del titán vidriándose. Ya lo decía el Poli de guardería a sus pipiolos: “No quiero quejas. Sois unos blandengues, necesitáis disciplina”.
La disciplina se rompe, o se relaja, cuando se abordan las acusaciones de una quincena de mujeres contra Schwarzenegger por comportamiento impuro, también en el marco del tercer episodio. Ahí Chilcott abre la narración a otros bustos parlantes para que tomen las riendas del discurso (hasta entonces, las intervenciones son complementarias, casi notas al pie laudatorias) y deja a Arnold en segundo plano, aguardando el momento para, de igual forma, reiterar sus pesares. Incluso aprovecha para desdecirse con respecto a hace 20 años, cuando la publicación de la noticia le pilló en la recta final de campaña electoral. Su respuesta, aderezada de palabras malsonantes, suena contundente en el marco general del documental, que lo aborda desde el absoluto respeto. Si se cuestiona a Arnold es porque este así lo quiere.
El padre de América
Expiación de culpa aparte, ese tercer episodio goza de un interés particular en su concepción general, que trasciende su labor como gestor público. El título en sí, El estadounidense, equiparando la nacionalidad adquirida a los roles previos que también encabezan las entregas previas (El atleta, El actor), sirve para reflexionar sobre el constructo tras el gentilicio.
Schwarzenegger se concibe a sí mismo como el paradigma de la imagen de América, desarrollada con igual empeño que sus inabarcables pectorales en su filmografía. Se diría que hasta hacerlo más americano, incluso, que los oriundos. El páter familias abnegado, en la frontera espiritual de quien ha de situarse en los márgenes para asegurar la paz y el bienestar de los suyos, así como el ejemplo para las siguientes generaciones, con la fe como aderezo. El segundo episodio, en el que detalla cómo fue su primera cita con Shriver y cómo esta le transmitió la importancia de no faltar a la misa dominical, remite a una idea de lo civilizado que aún perdura, al fin y al cabo, en una nación que obliga a jurar su naturaleza ante dios.
En ese sentido, Fubar encaja con tales aspiraciones. Arnie encarna a Luke Brunner, un legendario espía de la CIA que, a las puertas de la jubilación, descubre que su hija de vida aparentemente mundana, Emma (Monica Barbado) ha seguido sus pasos en la agencia y persigue al hijo del criminal con el que él acabó décadas atrás. Por un lado, esto permite desarrollar una prototípica aventura parental de entendimiento y crecimiento mutuo a lo largo de ocho episodios; por otro, representa los problemas del patriarca ausente, figura que no solo sostiene económicamente a la familia, sino que la protege de todo mal aun a sabiendas de que eso le aleja del hogar. No en vano, Luke pretende reconquistar a su exmujer, Tally (Fabiana Udenio), una vez cumplido su tiempo en activo; la prórroga a la que la situación le obliga le hará replantearse, eso sí, sus acciones y a calibrar el impacto que su compromiso con el país ha tenido en los suyos. Del absentismo ¿obligado? a quedar excluido en las reuniones en torno a la mesa.
Hay otra reflexión de interés sobre el parentesco: el gran villano de la temporada es Boro (Gabriel Luna), el hijo de un peligroso criminal internacional eliminado años atrás por Luke que, pesaroso, tuteló en la distancia al muchacho hasta casi olvidarlo. Si Emma, heredera biológica de su carácter osado y aventurero, busca sofocar el vacío parental enrolándose en la inteligencia americana siguiendo sin saberlo los pasos de su padre, Boro, como hijo putativo, se entrega al mal hasta convertirse en el opuesto de ella. La única diferencia entre ambos estriba en la pervivencia de unos valores que solo pueden entenderse como deudores de la moral americana, considerada implícitamente superior. Es decir, en la convicción de la doctrina del “destino manifiesto”. Enfrentarse a la americanización implica rechazar el designio religioso de América como guía de la humanidad.
Esta idea subyace en el modelado del mito Schwarzenegger. Durante el primer episodio de Arnold, El atleta, este recuerda su complicada infancia en Austria, un “país de hombres rotos” tras la II Guerra Mundial. “Conforme crecí y leí cosas más cosas sobre el mundo exterior, sobre otros países, empecé a sentir cada vez más que no había crecido en el sitio indicado, que algo no cuadraba”, afirma. Esto le llevó a cuestionar el parentesco con su padre, militante del partido nazi, y a investigar la posibilidad de haber sido engendrado por un soldado americano. Ese deseo concreto, disparatado, solo puede entenderse desde la creencia de una entidad supraterrenal que encamina a mirar a la tierra de las barras y estrellas como la guía de la humanidad.
Primeras (últimas) series
Sobre ello se basa Fubar, que permite al Gigante de Austria enmendar errores privados a través de la ficción. Destapar sus mentiras, recuperar la confianza de su exmujer y sus hijos y estar presente, cerca de ellos. No ser un perdedor -es decir, un pequeño empresario de una tienda de material de gimnasio, su tapadera- sino un ganador, alguien de quien los suyos puedan enorgullecerse. Más aún, alguien que tenga su asiento reservado a la mesa, que no la vea desde la distancia, desde el marco de la puerta.
Todo ello entronca con los tropos de la filmografía platino de Schwarzenegger, referenciada continuamente. Como figura paterna global, también quiere convidar a sus fans, darles lo que quieren de él, lo que ya han visto y aunque lo hayan visto.
De forma confesa, Fubar se levanta sobre el recuerdo de Mentiras arriesgadas, acaso la última gran superproducción del último gran héroe; incluso se asegura la colaboración de un jocoso Tom Arnold en el quinto episodio. Aquella ya lidiaba con los peligros (muy reales) del abandono familiar, como también lo haría, en un registro muy diferente, Un padre en apuros, en la que el protagonista había de esforzarse por transformarse, literalmente, en el héroe de su hijo. Recuperar a su hija es también el objetivo del John Matrix de Comando, cuya hiperbólica ejecución ya no queda al alcance del septuagenario: las set pieces a menudo achacan la edad de la estrella, que necesita del montaje que trocee la acción para hacerse más llevadera y para esconder las dobleces. Lejos quedan los tiempos en los que Peter Kent burlaba la muerte cubriéndole las espaldas como especialista.
Las nuevas formas de la acción se le escapan al actor, mucho más cómodo en el registro cómico. En todo caso, la convencionalidad de la serie en su conjunto se ajusta a los requerimientos planteados. Fubar tiene un componente demodé dentro de los estándares televisivos vigentes, por más que cuente con los más altos valores de producción posibles a cargo de Skydance, a la postre firma de confianza para el Terminator, con quien precisamente venía de rodar Destino oscuro, su última aventura como T-800. Creada por Nick Santora, se acerca más al ritmo de network de Scorpion que al de Reacher, con dinámicas de equipo similares a las de la serie capitaneada por Robert Patrick, y con una política de cliffhangers al término de cada episodio que la emparenta antes con los seriales cinematográficos de los años treinta y cuarenta que con el entretenimiento en streaming.
Tal vez hacer una serie de televisión a la antigua sea un ejercicio radical en los tiempos en los que Fubar existe. A Schwarzenegger esta época le pilla a contrapié. Quizás la falta de riesgo en la propuesta se explique por la tenue recepción de la que gozó su retorno al cine, tras cumplir sus legislaturas californianas. Un retorno al que ni siquiera se alude en Arnold, por más que el ídolo hubiera asumido riesgos excepcionales, dignos de mención. Véase Sabotage, terrorífico noir a cargo de David Ayer donde demuele su imagen perfecta con un rifle de asalto. Con Maggie o Una historia de venganza accedía a una etapa crepuscular, probando lo mucho que había desbastado sus talentos actorales durante décadas. Tales esfuerzos resultaron ímprobos para un actor que acabó el milenio habiendo dado ya todo lo que podía dar: ahí queda el ensartamiento martírico de El fin de los días, también el fin a una manera de concebir a los héroes en Hollywood.
Arnold obedece a ese interés por trascender la esfera artística. En el cuarto episodio no rodado, Schwarzenegger asume definitivamente la posición del mentor que siempre ha querido ser. El gran padre. A diario expide una newsletter firmada -o supervisada, al menos- por él que procura ser un “rincón positivo de internet” para aquellos que lo tienen como ejemplo. Desde allí, aconseja, motiva y conmina a imitar su ejemplo. Perdurar a través de otros, aun cuando la edad va desdibujando el cuerpo, el recuerdo. En última instancia, es la certificación del final de una era. Todos, nosotros como él, nos hacemos mayores.
“Viejo, no obsoleto”, puntualizaba con desvergüenza en la chabacana Terminator: Génesis, su penúltima incursión en el universo creado por James Cameron, al que ya no volverá. Aún se ilusiona (nos ilusiona) con volver a la Edad Hiboria para ser Rey Conan, aunque rescatar al cimerio se antoja poco probable en los actuales tiempos. Tiempos en los que Bruce Willis fue fagocitado (o se autofagocitó) como carnaza en producciones al peso hasta que la cabeza no le permitió más, e incluso un poco más. Un poco más sigue Stallone, que tras sentar en el banquillo a Rocky y Rambo también concede la retirada a Barney Ross, su último icono, en Los mercen4rios, una película donde ya casi no resiste nadie de los que las empezaron. Con todo, asegura Arnie que Sly y él volverán a hacer algo juntos, de nuevo en un mismo plano.
The boys will be back in town una última vez. Una última vez hasta levantar el pulgar.