Black Mirror apareció por primera vez en 2011 sin hacer mucho ruido. Su fenómeno se fue trasladando boca a boca cuando todavía ni siquiera había estallado el fenómeno Netflix. Casi todas las definiciones solían coincidir en lo mismo: tenía historias independientes, era innovadora y hacía que el espectador se replanteara hacia dónde llevaban las nuevas tecnologías.
Tiene mérito que Charlie Brooker haya sabido captar el inconformismo y la preocupación de una generación antes de la llegada de Her (2013) y de la fascinación por la distopía fatalista provocada por los algoritmos. Pero actualmente no nos preocupa lo mismo que hace 8 años. De hecho, lo que nos inquieta a nivel digital se modifica casi de forma tan vertiginosa como lo hacen los ordenadores o los smartphones. Los riders de Glovo, el tratamiento de los datos tras el escándalo de Camdbrigde Analytica, o la guerra entre EEUU y China por el 5G son solo algunos de los conflictos que no estaban presentes cuando Black Mirror empezó a dar sus primeros pasos. Pero ¿ha logrado adaptarse a los nuevos tiempos?
No es casualidad que muchos lleguen a la temporada 5 con más escepticismo que expectación, a la espera de encontrar esa chispa que despierte otra vez el interés. Y el resultado es, cuanto menos, irregular. Tanto, que cada episodio podría ser como uno de los protagonistas del famoso western de Sergio Leone, El bueno, el feo y el malo. Con algoritmo y pistola en mano, pasamos a valorar qué nos ha parecido cada uno de ellos. A partir de aquí comienzan los spoilers.
En 2016, Charlie Brooker dejó descolocados a propios y extraños con un episodio de la tercera temporada de su serie. Uno que reinterpretaba el discurso agorero, pesimista y por momentos tecnófobo de Black Mirror para ofrecer una pequeña luz de esperanza. Hablamos, cómo no, de San Junipero: la historia de amor trágico pero naif entre dos mujeres interpretadas por Mackenzie Davis y Gugu Mbatha-Raw.
Más tarde, Brooker intentó repetir la jugada con Hang the Dj en la cuarta temporada, pero el resultado pasó de cálido a tibio. San Junipero había funcionado especialmente bien por dos factores: ofrecía lo contrario a lo que se esperaba de Black Mirror -la tecnología, en un uso adecuado, puede llevar al ser humano a lugares insospechadamente bellos-, y basaba su desarrollo construyéndose más sobre la emoción que sobre el discurso.
Striking Vipers no es el nuevo San Junipero, pero sí funciona como interesante relectura del mismo tres años después. Si en esta temporada la metáfora del miedo a la tecnología está muy clara en los demás episodios -las redes sociales enganchan, no mires el móvil mientras conduces, las grandes corporaciones musicales son malas-, aquí Brooker plantea un interesante juego de grises que genera tanta confusión como sienten sus protagonistas.
Dos amigos de la universidad se reencuentran años más tarde gracias a un juego de lucha uno contra uno. Pero resulta que el juego funciona mediante un dispositivo de realidad virtual que les permite sentir todas y cada una de las sensaciones del juego como si fuesen reales. Y eso complica las partidas de forma inesperada.
El primer episodio de la quinta temporada de Black Mirror es una exploración de la relación del hombre contemporáneo con la cultura del porno. Del afecto en pareja y el compromiso en una era en la que no se sabe muy bien hasta dónde llega este. También es el capítulo más pausado y el que mejor explora el drama narrado. Si acaso, como pasaba con San Junipero, se le ven las costuras de una escritura masculina y heterosexual que, cuando habla de diversidad afectiva, cae en el cliché y la brocha gorda.
Pero ante todo, es un eficaz relato de sabor amargo: quién nos iba a decir que veríamos en esta serie un relato sobre homosexualidad reprimida, masculinidad tóxica y cobardía como signo generacional. Y, además, narrado desde la emoción, algo que está visto que brillaba por su ausencia en Black Mirror.
En 2006, todas las niñas (y posiblemente muchos niños) del mundo querían ser Hannah Montana excepto Hannah Montana. Si los seguidores de la serie hubiesen conformado un país, habría sido el quinto más poblado del planeta por delante de Brasil. En cuanto Disney estuvo al tanto, encerró a incubar a su gallina de los huevos de oro convirtiéndola en muñeca, en línea de ropa, en perfume, en estuche, en cantimplora y en sacapuntas hasta dejarla exhausta.
De aquella explotación surgió la Miley Cyrus que conocemos hoy. La que lame martillos, fuma porros en directo, clama que “el aborto es asistencia sanitaria” y que su cuerpo es solo suyo para desnudarlo, taparlo o subirlo a una bola de demolición si así lo quiere. Una vez roto el contrato con el mayor exprimidor de las estrellas adolescentes, Miley mató a Hannah y por fin fue libre.
El cuento de Hannah Montana es una pesadilla que no ha cesado quince años después, sino que ha ido a peor. Y Charlie Brooker ha convertido ese terror futurista en un nuevo capítulo de la quinta temporada de Black Mirror: Rachel, Jack and Ashley Too. No es el más brillante ni el más aterrador por la simple razón de que ya ocurre. Se acabaron las realidades distópicas en un mundo donde una Inteligencia Artificial compone canciones pegadizas para Eurovisión y en el que planean resucitar a Whitney Houston para llevarla de gira en forma de holograma.
Lo mismo ocurre con Ashley O, estrella del pop con una estética diseñada para vender. Es guapa, canta bien y baila mejor. Pero ni siquiera eso es suficiente para sobrevivir en la época del streaming. Antes de caer en la bancarrota, la representante de Ashley, una especie de madrastra de Cenicienta disfrazada de su tía, anuncia un asistente virtual inspirado en la imagen y personalidad de su sobrina. Una barbie Alexa que escucha los dramas de instituto de sus acólitos y les consuela con coreografías y canciones de radiofórmula.
Como cabe esperar, el adorable robot se vende como churros y sirve de consuelo a sus fans ante el repentino envenenamiento de Ashley O, que la deja en coma irreversible. Aunque Rachel, Jack y Ashley Too es un episodio entretenido que copia la estrategia de Toy Story y Pequeños Guerreros, se echa en falta el toque oscuro que tenía el final de Nosedive. La dictadura de las major musicales esconde prácticas nada éticas que, retorciéndolas un poco como Brooker sabe hacer, pueden conformar un perfecto delirio aterrador.
Sobran muchos personajes secundarios y subtramas -como la de la madre de las dos niñas- que presionan fallidamente la tecla sentimentalista. La que nunca sobra es Miley Cyrus, que se compromete hasta el final con ese mini álter ego que le ha regalado Black Mirror para lanzar su propio alegato. Tanto en el papel de estrella frívola, como en el de juguete roto o en el de deslenguado pequeño robot, Cyrus demuestra que es capaz de volver a hacer gala de esa personalidad camaleónica. Al fin y al cabo, como a Ashley O, es la que le salvó la vida.
Se supone que la serie es una crítica de hasta qué punto las nuevas tecnologías pueden pervertirnos como sociedad al fomentar aspectos como el individualismo, el narcicismo o el consumismo. Es en este campo cuando la producción de Charlie Brooker brilla con más fuerza: cuando su onda expansiva hace que el espectador se replantee su propia existencia. Pero algunos capítulos de Black Mirror tienen un problema de base, y Añicos es uno de ellos.
El replanteamiento existencialista de nuestro mundo se pierde cuando, en lugar de señalarnos hábitos comunes y nocivos de la era digital, se centran en lunáticos con los que nadie se va a sentir representado. Lo interesante es ver cómo Instagram puede llevarnos a tal obsesión colectiva que se termine estableciendo un crédito social como el que ya existe en China, algo que comprobamos en el capítulo Nosedive de la tercera temporada. Pero en Playtesting o Shut Up and Dance, lo único que vimos fue a un grupo de maníacos y el calvario de un pedófilo, respectivamente.
Añicos peca de lo mismo. Esta vez se narra cómo un conductor de VTC provoca una crisis internacional cuando secuestra a un empleado de una red social similar a Facebook. Solo pide una cosa para liberar al rehén: hablar con el máximo dirigente de esta empresa, una especie de Steve Jobs confinado en un retiro espiritual. No sabemos por qué, pero esa es su única motivación y su razón de existir durante los últimos meses.
Todo se termina desarrollando de una forma con tintes de comedia negra con matices críticos, tanto a la recopilación de datos de las redes sociales como a los absurdos tiempos de espera telefónicos para llamar a una empresa y hablar con un humano. Sin embargo, las motivaciones tras los actos del protagonista no responden a nada más que a la locura.
El mensaje de este episodio está claro: las redes sociales son adictivas como la peor de las drogas, y por eso nos puede más la curiosidad por ver quién ha dado 'me gusta' a una foto que prestar atención al volante. El capitulo ni profundiza lo suficiente ni nos hace replantearnos lo más mínimo nuestra relación con las redes tras la resolución de este conflicto con el gurú tecnológico. Puede que funcione como un anuncio de la DGT para concienciar sobre la seguridad vial, pero no tanto como capítulo de Black Mirror.