Uno de los grandes misterios de la serie Girls (HBO) fue descubrir si Hannah Horvath era en realidad una buena escritora o si se trataba del delirio de grandeza de una cría pretenciosa.
En el primer episodio, la protagonista interpretada y escrita por Lena Dunham se alzó como “la voz de mi generación”, o al menos como “una voz de una generación”. Y, seis temporadas más tarde, descubrimos que Horvath solo era espectacularmente buena cuando escribía de ella misma, de sus exnovios o de sus tres separables amigas. No lo era cuando quería convertirse en Philip Roth o en Alejandra Pizarnik, ni siquiera en una periodista ácida de la revista GQ, catálogo de la juventud de clase media, blanca y encorbatada.
Da la -no tan- sorprendente casualidad de que a Lena Dunham le ocurre igual. Tanto la serie como sus odiosos personajes funcionaron porque, en efecto, diseccionaron a una tribu sobreexpuesta e incomprendida como la millennial. Dunham protagonizó su propia hipérbole y obtuvo el merecido título de cronista de una era. De voz de su generación. Dos años después de aquel final agridulce, la neoyorquina regresa a HBO con Camping junto a la que fuese su guionista tándem en Girls, Jenni Konner.
La serie es la versión norteamericana de Gavin y Stacey, una comedia británica que arrasó en la BBC hace una década. Gente de metrópoli encontrándose a sí misma en el campo, haciendo penitencia en incómodas tiendas de campaña y aparentando una armonía inexistente entre seres humanos inaguantables. Una premisa, por otro lado, muy ligada a Lena Dunham, a quien le gusta situar a sus personajes en tales aprietos que resulta imposible no sentir lástima por ellos.
En Camping, Jennifer Garner es Kathryn Siddell-Bauers, la líder alfa de un extraño grupo de personas emparentadas y sin nada en común. Sabemos poco de ella aparte de que se sometió a una operación de histerectomía vaginal y que ha organizado un cumpleaños campestre a su marido Walt, interpretado por un irreconocible David Tennant (Broadchurch, Doctor Who). Kathryn es la controladora e hipocondriaca de la pareja, mientras que a Walt le toca el papel de punching ball resignado.
Al fin de semana acuden la hermana de ella, Carleen, su marido drogadicto, y su hijastra adolescente Sol. Más tarde se une el hermano de Walt junto a su esposa afroamericana Nina Joy, y por último Miguel, un viejo amigo de la facultad que acaba de ser engañado por su mujer y al que acompaña su nuevo ligue, la etérea Jandice. Supuestamente es una escapada sin niños, pero Kathryn ha impuesto que el único aceptado sea el suyo.
Su hijo Orvis es la cruz que sustenta ambos platos de la balanza. De personalidad afable como la de su padre, el niño soporta los diversos problemas psicológicos de su madre actuando de confesor prematuro para su edad. “No me siento bien. Lo puedes parecer a veces, pero también saber que eres una bomba de relojería. Que tu interior no coincide con tu exterior. Es la parte más aterradora del ser humano”, le dice ella sobre la endometriosis y su dolor crónico.
Este es el gran problema del personaje de Kathryn: es una insoportable con razones. No hay ni una pizca de su carácter que resulte atractiva, pero enseguida se escuda en su enfermedad para forzar la compasión y cargarse la comedia.
La propia Lena Dunham padece endometriosis, una enfermedad que afecta a 11 de cada 100 mujeres, y tuvo que extirparse el útero para paliar el dolor. Ella misma lo ha definido como “los mayores niveles de dolor físico que he experimentado en toda mi vida”. Se puede hacer comedia de todo siempre que se sepa cómo, y a la vista está la fantástica The Michael J. Fox Show sobre su Parkinson. Pero Lena Dunham no sabe (o no ha querido) hacerlo con su enfermedad.
Dunham ha dibujado al personaje de Kathryn con endometriosis para excusarla, no para reírse con ella. “Ocurre como con Hannah en Girls. Al final te acostumbras a ella. Y encima tenemos en ese papel a Jennifer Garner, que es la persona más dulce del mundo y nos gustaba ese contraste”, explicó la socia de Dunham, Jenni Konner.
Lena Dunham ha jugado a ser ella misma en el cuerpo de una mujer que se acerca a la cincuentena, tiene un hijo, un marido y pocos amigos. Y no funciona. En Girls sí lo hizo porque Lena empieza donde acababa Hannah: en su apartamento precario de Brooklyn, en sus ansias inexploradas de relevancia (o de fama) y en las pataletas por no ser el centro de atención de una generación siempre atenta a todo y a todos.
“No digo que haya que querer a Kathryn, solo hay que entenderla”, pidieron las dos guionistas. La protagonista pretende ser incómoda como un chinarro en el pie, una picadura de araña o un retrete de cabina. Lo es para el espectador y para el resto del grupo de Camping, que sin embargo conforma un rosario de caracteres con potencial para esa comedia que pasea por el bordillo del drama.
Sobre todo Jandice (Juliette Lewis), la nueva novia de Miguel, DJ, sanadora de chakras y notaria, es la que aporta frescura a un grupo de almas atormentadas. Sus desnudos espontáneos y continuos, el cariño que le profesa a su amante y sus ganas de diversión confrontan con Kathryn, cuya concepción de lo salvaje es salir a avistar petirrojos a un lago. Algo se está fraguando entre ellas y no tiene pinta de que sea una hermosa amistad. O sí, y Dunham planea brindarnos un giro maravilloso que evoque a sus Jessa y Hannah en Girls.
Porque, al fin y al cabo, todos los de la tropa intentan comprender a la cuadriculada Kathryn, como desean las guionistas. “No es tan mala. Es dura, está amargada, le consume la ira, pero no es mala. Solo ama con intensidad. ¿No es eso algo digno de admirar?”, defiende uno de los personajes. Otra cosa es que Camping consiga que la admiren también los espectadores.
Aún quedan capítulos, quizá los suficientes como para vislumbrar si Lena Dunham es en realidad una buena guionista o, por el contrario, debería conformarse con ser la voz de una generación: la suya y la de ninguna más.