Más allá de otros aspectos evolutivos, tales como la agilidad alcanzada en sus representaciones del nuevo siglo, se observa en el zombi una maduración progresiva hacia el consenso social. Una ética de la indiferencia a la diferencia que surge de abjurar la individualidad, nuestra humanidad misma. Si su sola existencia resuelve una disyuntiva entre dos estados en oposición, vida y muerte, su mutismo elimina toda capacidad para la discusión. Así, observaba George A. Romero un crecimiento de masa descontrolada -la turba informe de La noche de los muertos vivientes (Night of the Living Dead, 1968)- a colectivo organizado y consciente, si queremos, de su propia falta de consciencia -el movimiento revolucionario de La tierra de los muertos vivientes (Land of the Dead, 2005)-; mientras la sociedad humana reincide en el retorno al conflicto como vía para la supervivencia. De la verticalidad de la jerarquía de pensamiento humano, a la horizontalidad del no-muerto.
¿Es el zombi un reflejo de lo que tememos de nosotros mismos, o de lo que deseamos? Por concepción, el gul antropófago se entiende como el reflejo de nuestro miedo a La Otredad, a la degradación de la muerte misma; pero también a nuestra liberación, a la idea de una actuación no mediada, no mediatizada por ningún discurso de ley, ningún “gran hermano” que observe y acote o rija su espacio. Escrita por Charlie Brooker, Dead Set. Muerte en directo (Dead Set, Yann Demange, 2008) profundiza en esta idea de la homogeneización de lo social y de la liberación del espacio, tomando la telerrealidad como base de su discurso: en un irrefrenable Apocalipsis Z, el único reducto de vida queda restringido a las coordenadas televisivas (y televisadas) de Gran Hermano, donde sus habitantes se han acostumbrado a vivir de acuerdo a los patrones de conducta dictados por la voz omnisciente del productor.
Así, el simulacro de vida que ofrece Big Brother a sus espectadores se convierte a su vez en una escenificación de la vida zombificada: sin reglas, sin superintendentes, es posible mantener una existencia básica pero plena, incluso dichosa.
El ojo que todo lo ve
El mal brota de la mirada juiciosa, de arriba abajo, y de la distancia que la posibilita. De ese ojo que todo lo ve, símbolo por antonomasia del show. Los primeros planos de esta miniserie prueban esta teoría: la narración desapasionada del reality nos muestra, mimetizando la puesta en escena del formato, a los especímenes de estudio aislados, realizando tareas primitivas, dejando espacio a la mofa: mientras Space (Adam Deacon) se entrega a su adicción al tabaco, unos semidesnudos Veronica (Beth Cordingly) y Mark (Warren Brown) se soban mutuamente, untándose crema bronceadora con frenesí animal. La primera conversación a la que asistimos supone una confirmación: Joplin (Kevin Eldon) y Pippa (Kathleen McDermott) mantienen una errática conversación en la que él, persona de más edad de la casa y presunto intelectual, reflexiona con condescendencia del mundo al que ha aceptado integrarse: “Podía pasar de este programa o intentar cambiarlo desde dentro. Con que una sola persona me oiga y piense, 'Vaya, nunca lo había visto así, me ha abierto la mente' estará justificada mi entrada”. La respuesta de su interlocutora demuele sus vanas ansias de intelectualización: “¿Los dedos de los pies tienen huesos?”. A través de la entrada al confesionario de otros dos inquilinos de la casa, observamos enseguida el contraplano de Gran Hermano: la sala de edición donde se configura una narrativa y se dota de sentido irónico a las imágenes grabadas.
Tomando como guía a una primeriza ayudante de producción, Kelly (Jaime Winstone) por las bambalinas de la producción, Dead set nos revela sin embargo que el mundo “real” se ordena de acuerdo a una misma lógica. La jerarquía de la mirada se mantiene: Claire (Shelley Conn), la voz del confesionario, exige a su amiga los detalles del escarceo amoroso vivido la noche anterior con otro asistente como si de otra concursante del juego se tratara, antes de que otra compañera, de rango superior, la desdeñe recordando que ella tuvo también una relación con el mismo tipo. Así como en el interior de Gran Hermano, todos han de someterse a pruebas de recompensa ordenadas por Patrick (Andy Nyman), el productor, a quien los problemas del exterior de sus dominios le resultan insignificantes, por no decir directamente molestos. El mundo de la televisión se configura como una burbuja en la que también hay víctimas: en este caso, Riq (Riz Ahmed), el novio de clase trabajadora de Kelly, quien se ve empujada a desterrarlo emocionalmente tras entrar en este nuevo mundo. La expulsión que hace del joven se produce en paralelo a la que tiene lugar en el programa, estableciendo un paralelismo inequívoco.
La irrupción de los infectados, camuflados entre el público que se agolpa en las inmediaciones del estudio del programa esperando a que salga la carnaza (la primera, y última, en abandonar la casa por mandato de la audiencia es Pippa), desbarata esa configuración social. Sin autoridad que ordene sus relaciones, una vez comprenden que han quedado liberados de las reglas, desaparece la competición territorial entre los habitantes de la casa: en ausencia de contacto humano, ellos, conejillos de indias, alcanzan el entendimiento en un espacio interior así como los zombis conviven en armonía en el exterior. Los concursantes, en el fondo, han perdido también su identidad, para tornar en personajes, en proyecciones de vida, como los monstruos que rodean su vergel lo son también. Unos y otros se convierten en pantallas que se retroalimentan, imposibles de existir los unos y los otros, como tampoco podría existir un programa sin su audiencia. La supervivencia pasa por no hacer nada, asumir la situación y mantener el statu quo. Por mantenerse en la casa.
Especialistas en carnaza
La reaparición del productor de Big Brother resquebraja la frágil estabilidad. Por más que sea, de forma sangrantemente obvia, la figura más abiertamente caricaturesca de todos los concurrentes (Nyman se regodea en todos los estereotipos del líder despótico con una convicción encomiable), su presencia es indispensable para remachar el discurso: como arquitecto dramático, es quien se encarga de crear el conflicto en una situación aparentemente controlada, reventando las relaciones establecidas por los supervivientes en el encierro como haría con la edición de cada resumen de la convivencia. Cuando entra dentro de la casa se comporta como el concursante ideal para el programa, aquel sin miedo a ensuciarse ni a la agitación, el que afea la actitud del compañero “mueble”: que una de sus primeras acciones sea la de descuartizar a uno de los participantes caídos, enguarrándose de tripas y sangre, hace de él el agente provocador perfecto que alguien como él querría; el desestabilizador que posibilita que el formato siga sin miedo a consecuencias.
Con la reimposición forzosa de la jerarquía, afloran los bajos instintos -personajes que acaban moviéndose por rencor, como Joplin, o por estulticia, como Pippa- y con ello la debacle. Una debacle dirigida, por otro lado. Patrick, responsable de la vida simulada, lo será también de la muerte en directo de la que nos previene el título: que sea el único capaz de encontrar el control en su funesto destino -“Vamos, coméoslo todo. Tengo un montón de mierda para vosotros”, grita a las criaturas avernales, dejando a la vista el guiño al Rhodes de El día de los muertos (Day of the Dead, George A. Romero, 1985)-, que incluso parezca disfrutar de su propia evisceración -es la única víctima sobre la que la cámara se regodea- subraya la concepción del productor televisivo como el deshumanizador definitivo, el mayor peligro posible.
El enemigo en casa, o en casa del enemigo
Es como mínimo relevante señalar, llegados hasta aquí, que Dead Set es una producción de Zeppotron, compañía del grupo Endemol, poseedora de los derechos de Big Brother, para Channel 4, la primera operadora que llevó a cabo el reality show en Reino Unido y su emisora hasta 2011, cuando Channel 5 adquirió los derechos. Estas circunstancias son aprovechadas para lograr la mímesis entre la ficción que Charlie Brooker propone y la (tele)realidad que los espectadores ya conocen. La participación de la presentadora original del formato en las islas, Davida McCall, haciendo de sí misma, así como las breves intervenciones de un grupo de antiguos concursantes durante el primer episodio, confinados en una sala VIP para caer pasto de los infectados, refuerza esa confusión de planos perseguida, pero también permite formularse preguntas sobre la coherencia de la postura del creador como guionista en la sombra.
Hasta entonces popular principalmente por sus columnas en The Guardian, Brooker decía albergar “sentimientos encontrados” en cuanto a la telerrealidad. “La veo a menudo y me involucro mucho, y a la vez me siento un poco horrorizado por ella”, se explicaba en CultBox TV, allá por 2008, donde aseguraba que, al formar parte del engranaje catódico que propone distracciones al mundo real, no hace sino “empeorar el problema”. La ambigüedad de su mensaje se atisba en el cinismo de la escritura de Dead Set. Un personaje como Joplin podría entenderse como la propia parodia que el escritor hace de sí mismo, de su primera gran aventura televisiva en casa del enemigo: el sabio que reniega del mundo al que gustosamente acepta participar, el que desprecia los mecanismos del género pero que no duda en utilizarlos si es preciso (este es el único que, en uso de su libre albedrío, decide pasar al otro lado del espejo y espiar a sus compañeros desde la distancia), y el que, en último término, acabará degradándose hasta ser otro monstruo más, igual que el resto.
La autoconsciencia de Dead Set, su tono procaz y su modestia -la serie no oculta sus cuantiosas deudas argumentales y estéticas con Zombi (Dawn of the Dead, George A. Romero, 1978) ni con su hábil remake, Amanecer de los muertos (Dawn of the Dead, Zack Snyder, 2004)-, hacen de ella un artefacto superior al grueso de entregas que componen Black Mirror (idem, Charlie Brooker, 2012-¿?), donde al derrotismo generalizado de la propuesta se le añade un tono aleccionador poco congruente, teniendo en cuenta su confección como producto elevado dentro del catálogo de una multinacional como Netflix. La propuesta se aprecia incluso más pertinente a años vista cuando, poco antes de su reestreno en España a través de Filmin, los concursantes de Supervivientes 2020 quedaban presa del desconcierto tras informarles de la coyuntura de emergencia internacional ante la pandemia del coronavirus; algo similar a lo ocurrido en el GH alemán, que regresaba a las pantallas tras un lustro de ausencia para habitar el fin de una era. Ante estas informaciones, Brooker reaccionó con ironía: “Voy a aceptar que soy un profeta, un místico o como queráis llamarlo”, asumiendo su papel primordial en la jerarquía, subordinándonos.
La población, entre tanto, aguarda en sus casas, como un colectivo silencioso, en un paréntesis vital, renunciando a lo individual. Una toma de conciencia zombi. Unos rigen, otros evolucionan.