En una de las escenas clave del notable primer episodio de Hunters (ídem, David Weil, 2020), observamos la ejecución de una anciana (Veronika Nowag-Jones) cuyo pasado, entendemos por contexto, está marcado por una esvástica. Este acontece treinta años después del holocausto, en una vivienda netamente americana. La cámara se agazapa en un rincón de su aseo, un lugar de intimidad, y nos entrega la imagen de la mujer desnuda preparándose para un baño. Su cuerpo grueso, con la acción de la edad evidenciándose en sus contornos y pliegues, adquiere una connotación grotesca cuando entendemos su filiación nazi y la vemos enfrentándose al símbolo de la ducha, desvirtuado su significado original en nuestra memoria por los campos de concentración y las figuras consumidas que encerraron. En apenas dos planos (el general y un cenital del interior del baño) y sin movimientos que dirijan nuestra mirada (más allá de un leve reencuadre de seguimiento inicial) y con un acompañamiento sonoro minimalista que evoca atmósferas terroríficas, contemplamos en la distancia a la mujer suplicando clemencia hasta desplomarse sobre el suelo.
El ajusticiamiento refleja en el verdugo la experiencia traumática del pasado. La puesta en escena imagina lo que pretendía ser algo imaginable, pero lo hace desde una perspectiva que aboga por el mal gusto consciente, sin didactismo, reinvirtiendo los roles. Este aproximación a la representación del horror contrasta sin embargo con el tratamiento que en el cuarto capítulo se dispensa a la historia de dos prisioneros enamorados dentro de uno de estos campos. Frente a la indiferente amoralidad del ejemplo precedente, encontramos otra enfática, del todo melodramática, que presume no de exorcizar el exterminio imponiéndoselo a sus responsables, sino de escenificar una experiencia que nos es ajena. No referencia la realidad sino a la dramatización canónica: las secuencias, desligadas de la trama central del episodio, se plasman en blanco y negro con la excepción de un anillo al que sí se le confiere color, una pueril imitación de La lista de Schindler (Schindler's List, Steven Spielberg, 1993).
La discusión en torno a la ética de la representación de la Shoah impregna a una serie, Hunters, que parece no saber a qué pensamiento adherirse y termina por contradecirse en sus formas de expresión. Por más que se nos antoje cuando menos incómodo (la disyuntiva entre Claude Lanzmann y Didi-Huberman sería inabarcable en este espacio) hemos de valorar este conflicto como inconsciente, como un síntoma del ánimo adolescente de una ficción tan preocupada por epatar como por rendir pleitesía a sus referentes. El creador y showrunner David Weil, cuya propia sabta (abuela en hebreo) fue superviviente del Holocausto, da a menudo valor a la palabra desnuda, a la transmisión misma sin necesidad de subrayados; para luego promover acercamientos disonantes entre sí a Auschwitz, donde la cita -de la emotividad de Spielberg a la parquedad de La zona gris (The Grey Zone, Tim Blake Nelson, 2001)- resultaría tan relevante como el contenido.
La imagen desordenada
No en vano, podemos pensar en esta como una metaficción, que desde el principio establece paralelismos evidentes entre la escritura superheróica del cómic con el arco de crecimiento de Jonah (Logan Lerman), un adolescente brillante que, tras el misterioso asesinato de su abuela, entra en contacto con una sociedad secreta dedicada a eliminar a los criminales nazis escondidos en las altas esferas de la sociedad estadounidense. Su entrada en contacto con Meyer (un Al Pacino que debuta en el formato seriado con un gesto medido), un millonario que dedica sus esfuerzos a la reparación histórica por vía de la venganza, sirve para disparar las incesantes alusiones a la mitología de Batman durante el resto de episodios. “La única diferencia entre un héroe y un villano es quién vende más disfraces en Halloween”, aprecia el chaval anticipando connotaciones negativas al concepto del mito. La importancia de las narrativas populares para el protagonista es compartida por Weil, que desarrolla su historia a partir de retales de imaginarios ajenos, como haría un prepúber exaltado. Con desvergüenza en la imitación, pero también sin rigor para ordenarla.
Las conexiones con lo real -Meyer nos lleva a pensar en Simon Wiesenthal; mientras que la trama conspiranoica de fondo alude a la Operación Paperclip, por la que se reclutó a científicos alemanes, procedentes del III Reich, para instituciones estadounidenses- se disuelven en un pastiche pop donde se insiste en remedar poses supuestamente tarantinianas -incluyéndose el empleo nada sutil de Misirlou, el tema que popularizara Pulp Fiction (ídem, Quentin Tarantino, 1995) en la presentación del grupo en el segundo episodio- y en acentuar su perspectiva moderna con interludios sarcásticos a menudo fuera de lugar. La configuración de los cazadores concibe iconos estéticos setenteros preconcebidos antes que personajes definidos (solo la pareja madura de expertos tecnológicos formada por Carol Kane y Saul Rubinek parece integrarse en el plano de realidad de Jonah, siendo el resto proyecciones genéricas, idealizadas), mientras que la concepción de los villanos nazis bascula entre el retrato y la caricatura con difícil solución de continuidad entre unas y otras.
Cuestión de ejecución
Hunters transita por su primera temporada con una sensación de incoherencia manifiesta. Los desajustes tonales, el desequilibrio entre episodios, termina por minar una historia que arranca con convicción y atractivo visual en manos de Alfonso Gómez-Rejón, responsable de La guerra de las corrientes (The Current War, 2020), quien confiere un adecuado tono pulp a las maquinaciones nazis por fundar un IV Reich en suelo americano. Pero la pauta se pierde pronto, con una segunda entrega del todo insatisfactoria que lleva a los demás a desarrollarse a vaivenes. Mientras lidia con las incoherencias, la débil sensación de unidad se mantiene a fuerza de unos estallidos de violencia, cabe decir, ciertamente creativos y a frecuentes apostillas que procuran vincular los hechos con el ahora más inmediato.
Quizás la presencia de Jordan Peele en la producción ejecutiva sea aún más relevante de lo que pudiéramos pensar, llegados a este punto, pues en este proyecto se percibe la misma disonancia que enfrenta a los primeros largometrajes del cineasta y gurú contemporáneo del género. De la pureza de serie B de Déjame salir (Get Out, 2017) al cálculo comercial de Nosotros (Us, 2019); de lo político de la primera, vitriólica y desquiciada, a lo ideológico de la segunda, del todo cerebral. Hunters comparte con ambas una atmósfera paranoica, ominosa, así como la premisa de la dualidad (individuos respetables que esconden otra cara siniestra escondida, dentro de uno mismo o proyectada fuera) pero duda a cuál parecerse: si apostar por la abyección y la venganza, por enfangarse en los vericuetos menos complacientes del género; o si sobrecargar los mensajes y metáforas sociopolíticas que limen las aristas y adecuen el consumo distraído.
Estamos ante una cuestión de ejecución: apostar por el claroscuro o por el colorido, por la furia inconsciente o por el artificio autoconsciente, por el antihéroe o por el superhéroe. Por el malestar de enfrentarse a los silencios de ver a una criminal de guerra ejecutada en la penumbra sin más consideraciones; o la seguridad al ver una estampa embellecida, regularizarla para hacerla digerible, cómoda. Por el pasado, pues, o por el presente. Como los habitantes de su diégesis, Hunters existe entre dos facetas contrapuestas, sin determinación suficiente para decantarse por ninguna.
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*'Hunters' se encuentra disponible en Amazon Prime Video a nivel internacional desde el 21 de febrero.