Crítica

'23 Hours to Kill': Jerry Seinfeld envejece, su comedia flota inalterada en el tiempo

“No creo que sea bueno para la comedia resultar demasiado fácil”, ponderaba Jerry Seinfeld en una entrevista para el Evening Standard en verano de 2019. El cómico afrontaba entonces una gira veraniega por Londres con la que atoraba algo más un inusualmente apretado calendario de actuaciones en el Beacon Theatre de Broadway, a cuya platea, a su vez, Netflix agrega ahora enésimas gradas supletorias con el estreno de Jerry Seinfeld: 23 Hours to Kill (ídem Joe DeMaio, 2020). Tras asistir como espectador a distancia de este especial, grabado en octubre durante la estancia anual del humorista en tan lustroso escenario, cabe preguntarse por la ironía de esa reflexión inicial: en efecto, resulta demasiado fácil para el brooklynense conseguir que el anfiteatro restalle en carcajadas.

Acaso se deba a que su rutina permanece en una suerte de burbuja flotante, estática, ajena al devenir de los tiempos. Diríase, en buena medida, que existe indiferente al propio transcurso vital de Seinfeld, recién sobrepasado el ecuador de los sesenta. Por más que se jacte de las prerrogativas que confiere la edad según avanza –“Si la gente te pide algo, puedes negarte […] Qué ganas de llegar a los 70, no creo ni que conteste”–, sus observaciones sobre la mezquindad del mundo no difieren particularmente de las que realizara décadas atrás, en pleno apogeo de su modelo de stand-up. Evolucionan, inevitablemente, algunos referentes, pero los tropos se mantienen inalterados.

23 Hours to Kill es en muchos aspectos un monólogo inmaculado, puesto que parte del inmovilismo de la mirada del artista, que como recalca en los primeros compases, no tiene motivos para seguir sobre las tablas. “Si fuerais yo, ¿estaríais aquí haciendo un especial de estos?”, dice en lo que casi podría considerar una pregunta retórica por parte de un cómico, cuya fortuna ha sido cifrada durante la última década en torno a los 900 millones de dólares. Partiendo de esa prolongada quietud observacional –la observación, por supuesto, del arquetipo de hombre blanco de clase media y mediana edad–, se articula un comentario preciso, afilado, que favorece la identificación del oyente aun cuando la experiencia no sea vivida o real, sino aspiracional; desde su confinamiento en el compartimento inamovible que es su personaje, el alter ego creado como proyección para el humor, domina la modulación del tono -esos agudos acentuados hasta resquebrajarse en plena frustración- para reforzar la eficacia de su discurso.

“Lo que hago sobre el escenario es lo que los 300 auditorios previos decidieron que funcionaba”, prevenía en una reveladora entrevista para The New York Times poco antes de empezar su campaña. 23 Hours to Kill se construye sobre la repetición entendida como perfeccionamiento, de una fórmula que no precisa de modernización, que se justifica gracias a la trivialidad que la alimenta. Las diatribas sobre los Pop-tarts, el servicio de correos, los urinarios públicos o las cámaras incorporadas en los móviles constituyen así los puntos más exitosos de un monólogo bien afianzado en su predictibilidad.

El propio Seinfeld resume de forma cristalina esta premisa: “No quiero crecer. No quiero cambiar. No quiero mejorar en nada. No quiero expandir mis intereses, ni conocer a nadie, ni aprender algo que no sepa”. Al igual que esos ancianos a los que dice envidiar cuando los ve ondular la mano con desapego a los estímulos externos, el monologuista se desentiende de la realidad y se parapeta en la noción de lo real que constituye su propio mundo. No hay una progresión posible para el personaje, que ya alcanzó su propia autosuficiencia: la misantropía inofensiva, su desinteresada familiaridad, incluso la perspectiva apolítica con la que aborda el escenario... Todo eso permanece desde su auge profesional a finales de los ochenta, desde los años dorados de Seinfeld (ídem, Larry David, Jerry Seinfeld, 1998). Cualquier transformación sería contraproducente; no en vano, la porción dedicada a su tardía vida en matrimonio -“Me casé con 45 años, tenía algunos problemas”, observa-, a la postre el mayor desarrollo que ha albergado desde que se despidiera de la primera línea televisiva, rebaje el nivel general del repertorio.

Aun en ese anacronismo, todo funciona con pasmosa facilidad. Quizás incluso sea demasiado fácil. Tanto, que solo podemos considerar el estatismo de 23 Hours to Kill como utópico.