Las experiencias previas bajo tutela de Shirley Jackson y Stephen King certifican a Mike Flanagan como un alumno aplicado del horror, un caballero que sabe obedecer las normas de conducta que se le presuponen al entrar en según qué sacrosantos lugares. Servicial ante los maestros que enuncian sus dictados, sí, pero con la inquietud de quien quiere, si no trascenderlos, sí probarse merecedor de sus atenciones. Representarlos, que no reproducirlos, invocar su presencia sin hacerla patente, permitir esa ambivalencia. Dar otra vuelta de tuerca, empleando el título del relato del que compone un reflejo difuso en La maldición de Bly Manor (The Haunting of Bly Manor, 2020).
Tomando el ejemplo de su sucesivo institutor literario, Henry James, el pupilo incide en una interpretación ambigua del concepto de lo fantasmal en su correspondiente adaptación televisiva: si la posición de la guardesa como narradora condicionaba la fiabilidad de las apariciones descritas en la novela, pudiendo ser estas verídicas o bien alucinaciones liberadas por una mente reprimida, su relectura directamente conjetura con la posibilidad de que, en efecto, toda huella del pasado sea no ya resultado de la sugestión, sino directamente síntoma de una enfermedad latente. Así, nos conduce a un entorno poblado por personajes quejumbrosos, ateridos por traumas del pasado: cada individuo es así su propia mansión encantada, siendo su memoria el origen de los males que los inquietan.
Desdoblamiento y deshumanización
“No podemos fiarnos del pasado”, aconseja Owen (Rahul Kohli), el cocinero del señorío, sintetizando en una frase el aprendizaje obtenido cuidando de su madre con demencia, un proceso degenerativo en el que el individuo deja de ser sí mismo para acabar trascendiéndose en la muerte, según nos explica. Las vivencias, una vez acaecidas, se pueden tornar en nuestra contra, anclándonos en una sima profunda. O tal vez, en un lago helado como el que tantos secretos esconde dentro del perímetro de la vieja hacienda. Así como un trastorno mental progresivo separa a una madre de su hijo, Bly Manor alienta a sus huéspedes a abjurar del presente y sumirse en una atemporalidad difusa, a perder la noción de lo real.
La experiencia se distorsiona, y con ello el relato se ve impelido a retraerse, a plegarse sin que la conclusión que resuelva el entuerto parezca aproximarse por más que los minutos, los capítulos pasen. El montaje de los episodios, responsabilidad de un Flanagan ya habituado a estos menesteres, sitúa a cada personaje frente a su propia fragmentación, navegando por sus recuerdos o estancándose en ellos, abocándose a perderse en los recovecos de su mente sin encontrar el camino de vuelta. El fin de los fantasmas que habitan Bly Manor, entendida esta como proyección de una gran conciencia colectiva, no es aterrorizar a los vivos, sino hundirlos en lo más profundo de sí mismos hasta perder su autonomía, borrar su identidad.
De ahí la opción a que todas esas cohabitantes espectrales de la mansión vean borrados o deformados sus rasgos a medida que el tiempo olvida sus identidades. Esos rostros deshumanizados son reflejos del mundo que un día fue, de las personas que una vez existieron o que dejarán de existir. Como los que acechan a Dani Clayton, la institutriz encarnada por Victoria Pedretti, que a lo largo de la serie habrá de enfrentarse a la carga del pasado -el fantasma de su prometido fallecido trágicamente- y a la del futuro cada vez que se observa en el espejo; o a Henry Wingrave (Henry Thomas), su jefe y tío de los niños a los que ella debe cuidar, que lidia con un doppelgänger malévolo, creado a imagen de la que tenía de él su hermano muerto (feliz visión de Matthew Holness, alter ego del infame Garth Marenghi), a raíz del sentimiento de culpa. Eso, por no hablar de los maleables niños, receptores -o receptáculos- de los desaconsejables modelos de conducta que simbolizan los adultos, Peter Quint (Oliver Jackson-Cohen) y la señorita Jenner (Tahirah Sharif): los vicios que heredan de ellos los hacen progresivamente extraños a ojos de quienes los crían.
Presencias y ausencias
El tortuoso romance del ambicioso valet de Wingrave y de la primera au pair de la familia es de capital importancia en el alambicado despliegue narrativo; sin embargo, aun actualizando las interpretaciones sobre la naturaleza dañina de la relación, se desembaraza aquí de la carga más profundamente enviciada del libro. Porque aunque La maldición de Bly Manor transite los lugares reconocibles presentes en su matriz -la configuración como relato mediado con la que se abría el original, las caracterizaciones y nombres de los principales intervinientes- su desarrollo se va volviendo autónomo, liberado tal vez de la responsabilidad de la reproducción fidedigna. Al contrario, reflexiona sobre esa idea especular, en reverso, que Flanagan ya trabajara de forma especialmente sugerente en Oculus: El espejo del mal (Oculus, 2013). De hecho, reincide aquí en similares estrategias compositivas en torno a la idea misma del espejo: personajes cuyas miradas confluyen en plano contra plano, como si uno fuera el reflejo proyectado del otro; personajes que se observan a sí mismos como entidades externas, ausentes.
Partiendo de esa idea del desdoblamiento, esta revisión se desliga en busca de una identidad propia, menos conflictiva que lo que sería, por ejemplo, la excelente aproximación al texto de James que hace Eloy de la Iglesia en Otra vuelta de tuerca (1985), pero igualmente sugerente, en tanto que se pregunta sobre la propia naturaleza muerta del fantasma gótico. Más allá de leves sobresaltos, las pretensiones de asustar -movimientos y siluetas en último término- resultan fútiles no ya a ojos del espectador sino de los personajes, habituados a sentirse malditos por genética, clase, sexo o por el puro avance del tiempo. No hay terror, solo desazón, ya sea por ver irse al ser querido en una lenta decadencia hasta no existir más, o por irse uno mismo.
Ese constituye el gran miedo de La maldición de Bly Manor: el progreso hasta dejar de reconocerse a sí mismo al buscarse con la mirada, al olvido. Flanagan responde satisfactoriamente al cometido impuesto por el patrón Netflix por franquiciar La maldición de Hill House (The Haunting of Hill House, 2018) con otro producto al peso, con aspiración a repetir su éxito, mientras lucha por no quedar reducido a su émulo, por no extraviarse. Perderse en su recuerdo, lo hemos visto, sería egoísta.