"Daniel Lugo y Adrian Doorbal fueron declarados culpables de doble asesinato, apropiación indebida, intento de extorsión, robo, intento de asesinato, robo a mano armada, hurto, blanqueo de dinero y falsificación. De hecho, lo único de lo que no fueron declarados culpables fue de aquello de lo que más culpables eran: de ser unos putos subnormales". (Dolor y dinero, Michael Bay, 2013)
Cuando Michael Bay dejó caer como un peso muerto Dolor y dinero sobre las carteleras, las reacciones se movieron entre el desprecio y la indignación. El cineasta, estandarte de una estética descontrolada y efímera, era objeto de escarnio por su visión cerril de los crímenes perpetrados por la Sun Gym Gang, un grupo de culturistas que, enfebrecidos por el sueño americano, se ejercitaron en la extorsión, el secuestro y el asesinato a fin de conseguir un estatus económico acorde a su poderosa imagen. “No fue tan gracioso cuando intentaron matarme”, se lamentaba con ironía el superviviente Victor Schiller al comparar su vivencia con lo que, anticipaba, aportaría la representación cinematográfica. Su asunción, la suya y de parte del público, era que el aparatoso realizador había conseguido que los delincuentes parecieran simpáticos. Al fin y al cabo, estaban encarnados por estrellas: Mark Wahlberg y Anthony Mackie dieron vida a los Daniel Lugo y Adrian Doorbal reales, mientras que Dwayne Johnson comprimió entre sus músculos a varios individuos que intervinieron tangencialmente en la trama. Estrellas simpáticas a las que nadie podría odiar. Estrellas americanas.
La política del exceso que rige la construcción de la imagen de Bay despierta, a menudo, una respuesta de signo opuesto en cierta crítica, impelida a señalar la estulticia de su cine. La sentencia es categórica: el universo del californiano es superficial, idiota, luego sus espectadores lo serán también al consumirlo. Al hacerse caricaturista de América en Dolor y dinero, Bay rebate esta regla: ¿es su cine causa de la estupidez que se le achaca, o un producto de su tiempo? Así, la elección del trío protagonista resulta perversa, pues evidencia que el capital de lo físico, el carácter objetual de esas tres constelaciones hollywoodienses, los hace apetecibles más allá de cualquier consideración ideológica o ética. En la carcasa radica el discurso, puesto que es lo único que importa en la sociedad mercantilizada. Ellos son bellos, perfectos; quienes encarnan a sus víctimas, no.
Cuando observamos a la fauna en torno a Tiger King (Tiger King: Murder, Mayhem and Madness, Rebecca Chaiklin, Eric Goode, 2020) se hace sencillo jactarse de ellos, aun mientras se desenrolla la lamentable sucesión de acontecimientos que acabó llevando a prisión a Joe Schreibvogel Maldonado-Passage, alias Joe Exotic. El aspecto de este individuo, casi un pariente lejano de Joe Guarro pasado por el filtro de Harmony Korine, invita al chanza fácil, lo mismo que ocurre con otros habitantes de este safari humano convertido en gran atracción por Netflix. Podemos pensar en la imagen que se ofrece insistentemente de John Finlay, exmarido de Exotic, descamisado y con una encías yermas a causa, reconoce, de la adicción a la metanfetamina, o del cuidador de tigres Cowie, con una dentadura donde los incisivos también escasean. Al otro lado del espectro, las cámaras se recrean en los estilismos de la antagonista Carole Baskin, y en su obsesión con los motivos felinos y sus coronas de flores. A los pocos minutos de arrancar este true crime, nos queda claro, se abre la veda: no hay dignidad posible en esta historia repleta de perdedores.
Realidad aumentada, realidad condimentada
Una historia que, por cierto, se bifurca en múltiples direcciones como una madriguera. Tiger King debía ser una denuncia del tráfico ilegal de animales salvajes en territorio estadounidense; la llegada, se nos indica que fortuita, a los dominios de Exotic impulsa a reformular el trabajo, centrándolo en el negocio de los grandes felinos en cautividad y en las disputas con los animalistas, con Baskin como principal adversaria. El devenir de hechos prosigue con la carrera política emprendida por el autodenominado “rey tigre” hacia la Casa Blanca, primero, y el gobierno de Oklahoma, después; y el plan, urdido pero no consumado, para asesinar a su enemiga acérrima. Todo ello, en siete episodios, dos de los cuales se detienen en asuntos adyacentes: el segundo, Culto a la personalidad (Cult of Personality, 2020) pone el foco en Bhagavan 'Doc' Antle, conocido entrenador de animales en Hollywood en cuyos dominios opera como líder de un harén; y El secreto (The Secret, 2020), escarba con ahínco en el pasado de Baskin, de la que se insinúa que habría asesinado a su segundo marido y fingido su desaparición para quedarse con su fortuna.
Detrás del documental se cuentan cinco años de material, interminables registros de seguimiento y entrevistas que reflejan los vaivenes emocionales de unos individuos siempre al límite y que obligan a reencuadrar continuamente la grabación. No obstante, ese transcurso temporal se vuelve difuso en el montaje, donde se observa una incapacidad para elaborar una narración lógica, o al menos consecuente de los acontecimientos. Tiger King se estructura mediante la acumulación de impactos, de pequeños pedazos de carnaza demasiado suculentos como para poder rechazarlos, pero a menudo descontextualizados (las fechas y formatos se entremezclan, sin que podamos atestiguar quién es el responsable de las grabaciones, o si se realizaron antes o después), lo que limita cualquier intento de exposición fidedigna. El orden no es secuencial, sino emocional.
En esta sucesión de decisiones cuestionables, el papel que se reserva a Carole Baskin se plantea como la principal. En su reorganización del material y, con ello, del universo, Goode y Chaiklin tratan de equiparar a la adversaria de Exotic con este, destinando un episodio completo a plantear una duda razonable en torno al caso de desaparición de su esposo en 1997, y hasta jugueteando, como un gato con un ovillo de lana, con la escandalosa idea de que hubiera podido asesinarlo y haberse desembarazado del cadáver echándoselo a los tigres de su santuario. Podemos plantearnos múltiples y pertinentes preguntas sobre las intenciones de Baskin, sobre su afán por hacerse con el inventario de fieras de Exotic, sobre la idoneidad de este lugar como hogar de animales silvestres, y por supuesto sobre su pasado; pero al apostar por la visión de los hechos que Joe solo puede suponer o imaginar a la par que lima los aspectos más oscuros de este, Tiger King descubre que no tiene interés en contar una tragedia real sino en ficcionarla, codificando a sus protagonistas como héroes o villanos para que el siguiente capítulo resulte, si cabe, más apetitoso.
La tesis de partida -la protección de los felinos enjaulados, cuyo número solo en Estados Unidos supera ampliamente al de la población que vive en libertad en sus hábitats- justifica para los realizadores esta manipulación, si no de los hechos en sí mismos, de sus principales implicados. Goode, filántropo involucrado en múltiples organizaciones conservacionistas, no duda para ello en aparecer en cámara, fingir ante ella una cercanía con esos mismos entrevistados a quienes luego ridiculiza por vía de la edición del bruto. El afán por exponer sus miserias, por retratarlos en su inmundicia moral o material, hace que por el camino se olviden de los animales, del propósito inicial; de igual modo que Maldonado-Passage se olvidó del propósito con el que abrió su parque, la protección de los tigres, para acabar haciendo negocio con ellos.
Paradójicamente, el sentimiento de superioridad de sus autores al aproximarse a sus objetos de estudio -Chaiklin no dudó en referirse a la “falta de curiosidad intelectual” de Carole Baskin cuando esta clamó contra la imagen que se había ofrecido de ella tras el estreno-, los lleva a degradar su trabajo como documentalistas: al fin y al cabo, no hacen más que aprovecharse de una causa noble para asegurarse el rédito, para firmar un producto de éxito.
El valor en mercado de uno mismo
Como documental de denuncia, carece de la vehemencia con la que Blackfish (ídem, Gabriela Cowperthwaite, 2012) señala el maltrato sistemático a las orcas en los parques acuáticos. Como true crime, palidece ante la capacidad introspectiva de Ghosthunter (ídem, Ben Lawrence, 2018) al abordar otro personaje tan excéntrico como Jason King, un guardia de seguridad australiano metido a cazafantasmas en eterna búsqueda del padre que lo abandonó; o ante la habilidad de Flesh and Blood - La vida real y la muerte de Al Adamson (Blood & Flesh: The Reel Life & Ghastly Death of Al Adamson, David Gregory, 2019) para mutar de un estudio entrañable sobre un prolífico director de serie Z a una devastadora recapitulación de su desaparición y asesinato. El potencial de Tiger King, pues, está en su fuente y no en su medio, en descubrir a un tipo tan fascinante como Joe Exotic, casi ajeno a nuestros parámetros de realidad, inabarcable. Con él ante la cámara, con su facilidad para venderse a sí mismo, solo podemos entender este artefacto como un personality show extremo.
Es su abracadabrante verborrea la que logra hechizar tanto a los directores como a los espectadores. Es su labia la que nos crea adicción para seguir devorando un episodio tras otro, la que nos hace perdonarle sus maldades, observarlo con simpatía mientras graba mensajes entrecortados desde la cárcel para Netflix. Un lugar donde, si las apelaciones no lo impiden, terminará el resto de sus días.
Fuera, otros paisanos como Jeff Lowe, un mujeriego y estafador que habría instigado a Exotic a organizar el intento de asesinato, no solo sigue a los mandos del antiguo zoo, sino que disfruta de la popularidad recibida, participando gustosamente de la promoción de Netflix e involucrándose en una apresurada secuela, Tiger King and I. Un episodio extra con el que amortizar un fenómeno que ya atrae a los grandes prescriptores de contenidos televisivos como Ryan Murphy, y en cuyo anuncio se prometía a la audiencia que sería “esclarecedor y divertido”. Tal vez sea divertido porque ya no los consideramos sujetos, sino objetos apetecibles para una sociedad que ensalza el consumo, que quizás busca lo mismo que ellos: satisfacer sus bajos instintos sin tener que sentirse culpable, sin pensar en las víctimas, sabiendo que podemos reírnos de ellos.
Joe Exotic ya es el producto de su tiempo. Toda una estrella americana.