La exasperante masa sonora de impactos secos y quejidos ahogados de Redada asesina (The Raid) (Serbuan Maut, Gareth Evans, 2011) reverbera en la primera secuencia de Wu Assassins (ídem, Tony Krantz, John Wirth, 2019) como una cacofonía del pasado a la que se tratara de invocar. Durante algo más de frenéticos dos minutos, Iko Uwais percute los lomos de una caterva de esbirros, tanto como le permiten los estrechos corredores de un viejo edificio cuyas paredes se resienten de esta danza violenta. Aun contando con Netflix como armazón, el especialista de silat se basta para protegerse de los afilados aceros que sajan el aire a su alrededor. Lo único que requiere de la producción es seguirle el ritmo, dejarle espacio: así, la escena respeta el ritmo interno de tomas largas en tiros de cámara frontales y cenitales que resaltan el desgaste físico de la acción, dejando que sean los propios especialistas los que rellenen con sus gestos el continuo entre cada golpe asestado. En su primer proyecto occidental como protagonista, la estrella indonesia no hace sino autocitarse, pero también reubicarse. En este nuevo escenario no es el héroe inquebrantable, sino solo “un chef”, afirma.
El prólogo anticipa una idea interesante sobre la construcción de Uwais como estrella multinacional. Pese a sus credenciales, se le exige pagar el peaje del rito iniciático para aceptar que se convierta en quién ya es. Tras la cabecera, la siguiente escena de Wu Assassins nos sitúa 24 horas antes del contundente inicio y nos devuelve al astro empequeñecido, como un bondadoso trabajador inevitablemente enmarado en la red de corruptelas de Chinatown, donde todo su entorno resulta más peligroso y propenso a protagonizar grandes epopeyas. Su letalidad, su mejor carta de presentación, ni siquiera le pertenece, sino que procede de un poder ancestral que le ha sido confiado con el fin de proteger el mundo de un mal inminente. Cuando combate, tampoco es él quien despliega esos movimientos, sino una fuerza que su cuerpo canaliza. No solo debe reaprender su heroísmo, sino también explicar su habilidad innata en términos míticos para que resulte convincente.
Acaso la más grave lesión que arrastra este Wu Assassins en adelante se deba a ese extrañamiento. Tomar a una figura tan expeditiva como Uwais para exigirle que rebaje el ritmo, que desaprenda lo que sabe para volver a aprender quién es, de qué es capaz. Y a su vez, hacer que la cámara también se olvide de cómo se mueve, de cómo capturar sus movimientos. Pero al desandar el viaje iniciático para rehacerlo sin más, la serie solo consigue cansarse, sobrecargarse y, boicotearse a sí misma. Por ello, tal vez, la destreza demostrada en el primer episodio se desgasta en sucesivas entregas de visionado cansado.
Acción sin reacción
Al destapar el submundo que había levantado en la franquicia John Wick, Chad Stahelski delineaba claramente la vinculación entre la acción y el musical. “Cuando la cámara, la iluminación y los actores se mueven al compás, lo que están haciendo es bailar juntos”, defiende. Ambos géneros se fundamentan en el movimiento corporal como forma básica de expresión narrativa y requieren de una perfecta armonía entre la coreografía y el resto de elementos que juegan a su alrededor. No basta con disponer de un elenco de excelsos acróbatas moviéndose por el espacio escénico. En su empeño por desnaturalizar a Uwais, Wu Assassins pierde a menudo el paso y alterna momentos de sincronías con otros donde la banda toca fuera de tempo.
Como los poderes místicos enfrentados de la ficción, se refleja una oposición definitoria entre lo que proponen unos capítulos y otros, según los nombres involucrados en cada uno. La comprensión de las físicas de la batalla de la islandesa Elísabet Ronaldsdóttir, bregada con John Wick (ídem, Chad Stahelski, David Leitch, 2014) y Atómica (Atomic Blonde, David Leitch, 2017), beneficia sobremanera al episodio inicial, Sandía borracha (Drunken Watermelon, Stephen Fung, 2019), donde sus cortes favorecen no solo la fluidez del contundente trabajo en el cuerpo a cuerpo coordinado por Dan Rizzuto y el Uwais Team, sino la sensación de progresión dramática en la incursión por los distintos pisos del edificio del protagonista. Algo que no se consigue en el cuarto, Una serpiente ondulante (A Twisting Snake, Roel Reiné, 2019), que echa a perder las dos potentes coreografías de combate con las que nos encontramos tras los créditos por un asincopado montaje paralelo y unos efectos digitales deficientes.
La falta de comprensión sobre los mecanismos de la lucha escénica se evidencia al quedar esta progresivamente aislada, más un aditivo vistosos que un operador narrativo. Por abracadabrantes que resulten las katas de los implicados (dilata, y mucho, el momento de aprovechar a Juju Chan, quien modela el personaje con más potencial icónico de este universo), la dureza de estas secuencias se reblandece al no enganchar de forma orgánica con el resto de una trama a la deriva que picotea en la fantasía y el policíaco para acabar decantándose por une épica demasiado trillada. Salvo episodios meritorios como Legado (Legacy, Katheryn Winnick, 2019) o, sobre todo, Noche de chicas (Ladies' Night, Tony Krantz, 2019) la acción no implica una reacción en lo argumental. Wu Assassins está empeñada en justificarse más allá de lo físico con tediosas exposiciones sobre traumas infantiles casi intercambiables, cuando debiera ser esa fisicidad el vehículo narrativo principal.
Mark Dacascos y el legado desaprovechado
La premisa de la que parte Wu Assassins, como decíamos, no estaba exenta de interés. Si Iko Uwais aún no es Iko Uwais en este particular universo, su pericia no le corresponde a él, sino a un espectro previo a él. Quizás el mayor hallazgo de la serie esté, de nuevo, en el primer capítulo, cuando replica al milímetro su secuencia inicial en el cierre, relevando al indonesio por ese antecesor del que toma su poder. Este no es otro que Mark Dacascos.
Felizmente recuperado para el gran público gracias a John Wick: Capítulo 3 - Parabellum (John Wick: Chapter 3 - Parabellum, Chad Stahelski, 2019), la elección del karateca hawaiano de origen japonés para encarnar al ancestro se antoja atinadísima. Uno de los ídolos formativos del protagonista, Dacascos bien hubiera podido asumir este rol cuando aún lucía el cinturón blanco en la industria; de hecho, en cierto modo lo hizo: por más que quede cegada por su propia solemnidad, las coordenadas de fantasía ligera de Wu Assassins no quedan lejos de las de, por ejemplo, la adaptación de Doble dragón (Double Dragon, James Yukich, 1994). Una producción que, como esta, exigía al artista marcial bajar su propio listón en favor del filme, con resultados parecidos.
Entraña un encantador simbolismo que, en su primer vehículo de lucimiento dentro de los márgenes productivos estadounidenses, Uwais esté protegido por otro actor de origen asiático cuya pegada ya se vio limitada en el pasado, pero que a ojos de sus discípulos sigue siendo Solo el más fuerte (Only the Strong, Sheldon Lettich, 1993). Por ello, la reducción de Dacascos a poco más que un cameo glorificado de escaso relieve se hace frustrante. La transmisión de ese legado marcial, la conexión entre generaciones de peleadores que parecen destinados a acabar en la clandestinidad, en lugar de sumirse en cada vez más profundas brechas melodramáticas, hubiera conferido un genuino poder a esta serie. Porque ni uno es “solo un chef” como el anterior es solo el presentador de Iron Chef, si se permite el guiño.
Hollywood ya había jugado con el misterio al presentar a Uwais, con efectividad, en la hosca Milla 22 (Mile 22, Peter Berg, 2017), y ya entonces se probó capaz de vencer a los puntos a uno de los grandes héroes usamericanos, Mark Walhberg. No había subterfugios en aquella propuesta: apenas unos movimientos servían para definir a la estrella del díptico The Raid sin necesidad de justificar su fuerza o letalidad. Nosotros llegábamos a su mundo, un mundo donde él ya existía. Wu Assassins parece insistir en la idea de que sea él quien se gane su estatus y no la serie la que se gane contar con él.
En su afán por hacerlo accesible, el armazón de Netflix reviste a Iko de una carga innecesaria que solo limita la fuerza de los impactos. En la traducción, sus impactos no han perdido agresividad, pero sí la resonancia.