El comienzo de la segunda temporada de El cuento de la criada estuvo empañado por una polémica que hizo que muchas abandonaran su visionado. Decían que la violencia ejercida contra las criadas en los primeros episodios era morbosa y gratuita. Y aunque ya discutimos al respecto- ¿qué tipo de distopía feminista queremos si no somos capaces de tolerar violencias que las mujeres sufren en el mundo real a diario?-, es cierto que las prácticas más sádicas las ejecutaban ellas sobre sus congéneres.
De pronto, las violaciones sistemáticas cometidas por los altos cargos de Gilead, los disparos de los Hijos de Jacob o las leyes machistas propugnadas por los hombres quedaron en un segundo plano. En el primero, tan cerca que no se podía apartar la mirada, muelas y uñas arrancadas de cuajo, pieles quemadas, latigazos en las plantas de los pies y bofetones, gritos y humillaciones perpetradas por las tías o las esposas.
El mujer contra mujer de Mecano alcanzaba aquí un significado literal y muy alejado de la pasión y el amor que se profesaban en la canción. Margaret Atwood nunca liberó al género femenino de la responsabilidad de formar parte de un sistema que convierte a las fértiles en vasijas, a las estériles en prostitutas o sirvientas, y a las pecadoras en una categoría infrahumana condenada a desintegrarse lentamente por la radiación en las Colonias.
Pero ni siquiera las privilegiadas dentro de ese sistema feudal y teocrático en el que convirtieron EEUU están a salvo de los designios del Señor. Lo descubrimos al final de la segunda temporada, después de que Serena Joy cometiese el pecado impío de El Verbo delante del Consejo de Gilead. El castigo para una mujer que lee se paga con un dedo, aunque en “los buenos tiempos” le cortaban la mano entera. Si la esposa de uno de los cargos más importantes de la república no está a salvo, ¿cómo lo van a estar unas recién nacidas?
La tercera arranca con el comedido despertar de las esposas después del de las Marthas y las criadas. Pero este bofetón de realidad -también conocido como “pedrada feminista”- suele venir por parte de otra mujer ya liberada. Con la salvedad de que en este caso, la bofetada, además de ser metafórica, es el mayor acto de sororidad que permite el yugo patriarcal. Esta vez han sido las criadas quienes han levantado la mano a las esposas para después ofrecerles su ayuda. El rojo y el azul por fin se han fundido y han dado un nuevo color a la paleta de Gilead: el violeta de una revolución feminista que, como todas, debe ir de abajo a arriba.
Dos madres coraje
¿Quién no quiso gritar a June al final de El Verbo? ¿Zarandearla para que se subiese a la furgoneta con su bebé y escapase de la pesadilla en la que ha vivido cinco años? Pero, aunque se le presuponga el instinto maternal hacia una criatura recién nacida, siempre es más fuerte el vínculo de la memoria: y los recuerdos de June le pertenecen a su hija Hannah, que aún permanece encerrada en Gilead.
Igual que el acto reflejo de Janine fue suicidarse -fallidamente- con su pequeña para “liberarla” de crecer en el averno, el de la protagonista es rescatar a su primogénita del mismo destino. Lo malo es que Hannah es demasiado mayor para dejarse raptar y demasiado pequeña para entender el futuro que le espera. Su única preocupación es que su nuevo padre le compre una mascota para completar una existencia plena en la que es querida, cuidada y bien alimentada.
Las criadas llevan mucho tiempo sabiendo que esa jaula no es el lugar para criar a las bebés recién nacidas ni a las niñas. La novedad es que ahora las ideólogas del sistema, las esposas, tampoco lo creen. Esa fue la revelación de Serena Joy por la que perdió un dedo y la fe en todo lo que representan ella y su marido Fred Waterford.
Ha permitido que June se lleve a la pequeña Nichole de sus brazos solo por no condenarla a morir ahogada por amar, como pasó con Eden, o a que le corten uno de sus rechonchos deditos por atreverse a pronunciar una línea de las Sagradas Escrituras. Cuando la criada es capturada y llevada a la mansión Waterford, ambas se funden en un abrazo que hace estremecerse al patriarca de la familia. Si hay algo más peligroso que una madre coraje, son dos unidas bajo el mismo propósito: prender en llamas una ideología que subyuga a sus pequeñas.
“Y Jesucristo, nuestro señor, descenderá de los cielos con sus poderosos ángeles entre llamas de fuego para cobrarse la venganza”, recita June mientras los cimientos de su jaula se carbonizan gracias a Serena. “Arde, hija de puta, arde”. Pero ese cambio de domicilio no va a cortar sus cadenas, ¿o sí? La nueva casa de June es la del Comandante Joseph Lawrence, miembro fundador de Gilead y misterioso personaje que ayudó a escapar a Emily. Es displicente y desagradable con sus criadas y sus Marthas, pero no las viola ni las veja, y les permite conspirar bajo su techo para huir.
El 'shock' ingrato
Después de subirse a la furgoneta de la liberación con la hija de June, Emily consigue sortear la muerte hasta alcanzar orillas canadienses. Como ya ocurrió con Moira en la temporada anterior, su lento proceso de adaptación a un mundo libre es reflejado con multitud de aristas y detalles desgarradores. Al final, son como animales en cautividad que deben aprender a vivir en la inmensidad del bosque, del océano o de un hábitat demasiado grande como para contener sus miedos.
“¿No tiene una mujer y un hijo viviendo en Canadá? ¿Por qué no los busca?”, pregunta Luke en un alarde de apatía y desconocimiento de lo que significa haber sido reducida a la nada. La gente “normal” las aplaude y las mira con una mezcla de admiración y recelo que no les permite bajar la guardia del todo. El shock es más poderoso a veces que las ansias de libertad.
¿Acaso son ingratas? No, solo están asustadas. Moira lo define a la perfección: “Las que vuelven no siempre son felices y comen perdices. Pero nadie puede asegurar que seáis felices toda la vida, solo que tengáis una vida”. Salir de Gilead no garantiza el final. Ahora deben luchar por recomponerse y salvar a las que quedan detrás. A aquellas que se sacrificaron por sus hijas y que necesitan una Resistencia que no les haga perder la fe de los herejes: la fe en la supervivencia. Nolite te bastardes carborundorum, bitches. La guerra acaba de empezar.