La introducción de Dietland (Amazon Prime) es una parada de los horrores ajena a la mitad de la población. Más concretamente, a la mitad masculina de la población. Una chica se provoca el vómito frente al váter con dos dedos, otra se cubre con maquillaje un ojo amoratado, la siguiente se fríe el pelo con una plancha y la última se mutila su propio pecho cortándose el contorno del pezón. Mientras tanto, una voz en off recita, uno por uno, los deseos de esas mujeres que se purgan en nombre de la deidad de la belleza.
Cualquiera que haya tenido la mala fortuna de hojear las llamadas revistas de moda o lifestyle, sabrá que nada de lo que dicen estas chicas son hipérboles narrativas. Es la cruda realidad de las cartas abiertas a Cuore, Cosmopolitan o Glamour, donde las mujeres recurren a su fuente de complejos a buscar un poco de inspiración.
“Querida Kitty, mi novio me obligó a tener sexo contra mi voluntad, ¿debería dejarle? Querida Kitty, ¿cómo hago para estar tan delgada como tus modelos? Querida Kitty, odio mis muslos, mi vagina, mis cejas, mi piel, mi voz”, escriben las lectoras de Daisy Chain a su inmaculada redactora jefe, Kitty Montgomery (Julianna Marguiles). Ella es la imagen de la revista 'femenina' más exitosa de Nueva York y la muestra real, en carne y hueso, de que la privación y la infelicidad dan sus frutos.
Lo irreal es que sea ella quien contesta a sus inconformistas acólitas. Lo hace Alicia Kettle, su antítesis física e intelectual. “Todos me llaman Plum (o ciruela) porque soy suculenta y redondeada, también conocida como gorda”, se presenta la protagonista. Plum vive sola en el apartamento de su tío, desde donde colabora con la revista de Kitty porque sus 135 kg no encajan en el canon de los pluscuamperfectos redactores.
A cambio de mantenerla en la sombra, Plum hace parecer a Kitty mucho más lista y empática de lo que en realidad es. Dietland comienza así como un El diablo viste de Prada que pronto se descubre como una serie rabiosamente feminista, de esas que a más de uno le incomodará mirar.
Para empezar, por su protagonista gorda y que -sorpresa- al final de la serie seguirá siendo gorda. No es una Mónica Geller, a la que humillan en Friends por su pasado con sobrepeso. Plum es una mujer desesperada por adelgazar, que se alimenta con platos bajos en grasa precocinados y para la que conseguir un bypass gástrico es la principal meta de su vida; pero tiene una lección guardada en la manga.
“Te cuento esto desde el futuro: esta no es una de esas historias, sigo siendo gorda y sigo recibiendo esas miradas. Como si la gente prefiriera verme muerta”, recuerda una Plum mucho más empoderada. Pero llegar ahí no ha sido un paseo de baldosas amarillas. Lleva desde los diez años probando todo tipo de dietas milagro, deportes e infusiones asquerosas. Todo para evitar las miradas. “Esas miradas”. Pero tranquilos, Dietland no es el cuaderno de bitácora de una chica y sus aventuras con la báscula.
“Me encanta. Quiero que la gente esté tan incómoda viendo la serie como si el solo hecho de mirarme pudiese arruinarles el día. Voy a hacer que me miren”, dijo Joy Nash al New York Times. La intérprete de Plum es, en la vida real, una reconocida activista del body positive y reconoce no haber probado una dieta en su vida. Ella consiguió sobreponerse a la presión de una sociedad machista, que castiga la talla sobre cualquier otro rasgo físico y deshumaniza a quien no cumple sus cánones.
Por eso, además de una sátira oscura sobre el mundo de la moda, Dietland es un reflejo veraz y comprometido con las mujeres víctimas de gordofobia. En el caso de Plum, todo el mundo se alza con el derecho a opinar sobre su cuerpo. Ya sea para convencerla de que es “bella sin importar los kilos”, de que se atiborre a dulces y de que salga con el primer zoquete que le guiñe un ojo, como para persuadirla de todo lo contrario: de someterse a cirugías imposibles y entrar por fin en una talla 38.
“Solo quiero subirme a un avión y no tener que disculparme con la persona que se siente a mi lado. Quiero ir a un bar y que algún calvo intente ligar conmigo. Y quiero hablar de si a ese calvo le gusto o solo quiere follar”, dice una Plum desesperada ante su madre y su mejor amigo.
“Me he dado cuenta de que no me odio a mí misma. Es el mundo el que me odia por ser así. Cuando voy caminando bajo esta piel, la gente me mira como si tuviera la peste. Actúan como si fuese una mancha. Me mira y ríen y gritan. Y lo peor de todo: dicen que tengo una cara bonita, para luego aconsejarme cómo puedo arreglar mi cuerpo. Porque ser como soy está mal”.
“Vosotros no podéis verlo porque me queréis. Pero si esto es lo que hay, si esta es mi vida, si este es mi cuerpo, preferiría estar muerta”. Es el discurso más desgarrador de la serie, y no está dirigido solo a sus interlocutores, sino a ese mundo que la castiga y luego se compadece por su purgación.
Pero todo cambiará para Plum cuando conozca a Verena Baptist, la hija de una antigua gurú de las dietas que pretende reparar todo lo que su madre destrozó. La heredera de ese imperio machista le animará a unirse al Nuevo plan Bautista, mucho más feminista y empoderador que el de su progeniora. La primera fase: abandonar el antidepresivos al que lleva enganchada desde la universidad y recuperar la líbido.
Parece un buen momento para ese “despertar”, como Verena lo reconoce, porque al mismo tiempo ha surgido un colectivo llamado Jennifer que se dedica a asesinar y a defenestrar a hombres desde azoteas. Pero no a cualquier hombre, sino a los que han sido acusados de violencia machista, violación o acoso sexual.
Esta evolución lunática, violenta -y ficticia- del Me too es la que ha puesto nerviosos a los críticos, que lo ven como un errático discurso feminista centrado en la venganza y no en la igualdad. Es tan histérica y agresiva como los ataques que sufren a diario las mujeres en todo el mundo, pero impacta más por el intercambio de roles. “Los hombres tienen miedo de que las mujeres se rían de ellos. Las mujeres tienen miedo de que ellos las maten”, dice en un momento Plum citando a Margaret Atwood. Ahora es al revés.
Dietland surgió mucho antes que El cuento de la criada (y también está inspirada en un best seller), pero su tardía emisión le condena a recoger el cable de la de HBO. Sin embargo, las dos se compensan mejor de lo que parece. Ambas tratan sobre realidades extremas y despertares femeninos, pero una enarbolando la sobriedad y la otra la histeria. Eso solo indica una cosa: este tipo de series han dejado de ser una moda para convertirse en el (suculento) pan de cada día de la televisión. Ahora toca ponerse las botas.