¿Quién dirige El cuento de la criada? ¿Sabías que antes de encabezar un proyecto como Chernobyl, una de las mejores series de la temporada, Craig Mazin hizo Superhero Movie y produjo Scary Movie 4? ¿Cómo es posible que sin realizar ni un solo capítulo de The Deuce, solo se hable de David Simon en esta serie? ¿Y Charlie Brooker, que no se ha puesto detrás de las cámaras de ningún capítulo de Black Mirror? ¿Quién es David Nutter y por qué firma la mitad de la última y polémica temporada de Juego de Tronos?
Resulta verdaderamente complicado contestar a estas cuestiones, pero no por desconocimiento -es posible que sepamos la respuesta a alguna de ellas-, sino por desconcierto. La realidad de la autoría de la mayoría de series que consumimos hoy está difuminada. El reparto de méritos suele ser nominal cuando una serie cuenta un showrunner potente detrás. Y el realizador parece ser una pieza más del engranaje de la producción, a no ser que cargue de entidad visual su proyecto, como hizo Miguel Sapochnik en La batalla de los bastardos o como hace Nicolas Winding Refn en cada fotograma de Too Old To Die Young.
Es mucho más habitual, sin embargo, que la autoría responda a la compañía que la distribuye y, en algunos caso, la produce. Vemos “una serie de Netflix” -o cualquier otra compañía-, no una de Ava DuVernay o Mike Flanagan, aunque resulte que estos sí que dirigen los proyectos que encabezan -Así nos ven y La maldición de Hill House respectivamente-.
Pero las series, como producto, también son parte de una marca. Los nombres propios, la concepción autoral y la libertad creativa están, muchas veces, al servicio de una estrategia empresarial superior a la propia ficción. En tiempos en los que la batalla por el dominio del mercado de plataformas de Video On Demand está más encarnizada que nunca, la calidad y elemento de diferenciación de un catálogo recae más en el título de una serie que en los creadores de la misma. Pero ¿esto ha sido siempre así?
La importancia de ser showrunner
showrunnerDurante el cambio de milenio, se popularizó en los medios y hasta se asimiló de forma bastante extendida la expresión 'edad de oro de la televisión' para referirse a la ficción serial que supuestamente superaba en calidad al cine. Eran, cómo no, los años de The Wire, Los Soprano o A dos metros bajo tierra, entre otras.
El tiempo, sin embargo, ha hecho envejecer sobremanera a la expresión por varios motivos. En parte porque en el fondo nunca tuvo demasiado sentido comparar dos medios de expresión distintos. En parte porque resultaba algo injusta para con una tradición televisiva que había dado, en las últimas décadas del siglo XX, numerosas prueba de sus posibilidades: El fugitivo, Seinfeld, Twin Peaks, Canción triste de Hill Street, The Twilight Zone y un largo etcétera. Y por último, porque las series que estaban encabezando entonces esa era dorada no eran más que la punta del iceberg de una nueva forma de consumir audiovisual cuya dimensión cultural alcanza nuestros días.
Sin embargo, durante aquellos primeros alardes de edad adulta del serial, la autoría sí era un factor esencial. Uno que vino atado y bien atado a la figura del showrunner. Pero, ¿qué es exactamente un showrunner? Se trata de una figura de la industria creativa que usualmente tiene en propiedad la idea original -y figura como creador-. Pero también interviene en prácticamente todo el proceso de creación de una serie. Es la persona que supervisa la escritura, da uniformidad, ejerce la producción y a veces consigue hasta la financiación de una ficción. David Simon en The Wire, David Chase en Los Soprano y Alan Ball en A dos metros bajo tierra, y también Vince Gilligan en Breaking Bad o David Benioff y D.B. Weiss en Juego de Tronos.
Es decir, el showrunner es el último peldaño: la persona que decide hacia dónde van las series, qué tono tienen e incluso quién muere y quién vive. Pues la ficción televisiva cuenta con ritmos de producción y rodajes mucho más extensos que los del cine, y eso implica una agenda despejada que la mayoría de directores y directoras de cine carecen. De ahí que la dirección sea un puesto rotativo entre muchos nombres en cada episodio, y quien se posiciona por encima del mismo sea quien permanece temporada tras temporada. Actualmente, sin embargo, la figura del showrunner no goza del mismo peso que hace escasos años.
Ni contigo ni sin ti: cineastas y series
En la segunda década de los dos mil, superada ya la 'edad de oro', hubo un eficaz y se diría que inesperado desembarco de cineastas en el terreno de las series. Se trataba, por una parte, de intentar que algo del prestigio del que gozaban los nombres de Hollywood se contagiase a la pequeña pantalla, al tiempo que se aprovechaba para difuminar de nuevo las fronteras entre el lenguaje televisivo y el cinematográfico. “El mejor cine se hace en televisión” era un tropo repetido por entonces.
En el fondo, la jugada era bastante sencilla. Bien es sabido que los episodios piloto de cualquier serie son determinantes a niveles no solamente de audiencia. El primer capítulo sienta las bases narrativas y estéticas sobre las que luego virará casi al completo la propuesta.
De ahí que muchas series recurriesen a fichajes estrella para dirigir sus capítulos iniciales. Profesionales que daban con el tono y el lenguaje. Que construían el marco en el que luego una ingente cantidad de realizadores desarrollaban sus trabajos. Pensemos por ejemplo en Martin Scorsese tras la dirección de Boardwalk Empire o David Fincher en House of Cards. Nombres que en su día fueron un reclamo muy superior al de sus showrunners: Terence Winter y Beau Willimon respectivamente.
La autoría, por entonces, se volvía cada vez más confusa. Y de pronto, una pequeña revolución a mediados de la década, unión de la figura del creador y del director, igualados en méritos y en reparto de alabanzas. Hablamos de True detective, cuya primera temporada escribió por entero Nic Pizzolatto, ejerciendo de showrunner, y dirigió en su totalidad Cary Joji Fukunaga.
La entidad unitaria de la primera temporada del thriller de HBO, así como su clara vocación distintiva y autoral, la convirtieron en un hito que más tarde nadie supo repetir. La segunda temporada fue un fracaso en el que intervinieron muchos realizadores y la tercera aún se debatía entre repetir la jugada inicial sin innovar en exceso.
En True Detective, de hecho, se puede leer el paradigma del cambio conceptual. Tras convertirse en una 'serie de autor', Pizzolatto se prodigó en devaneos hasta dar con el que podía haber sido sucesor de Fukunaga: el realizador Jeremy Saulnier, que iba a dirigir una parte importante de la nueva temporada. Y que, sin embargo, fue silenciosamente apartado del proyecto por diferencias creativas con HBO y el propio showrunner.
Algo parecido, que no igual, le ha ocurrido a Andrea Arnold en Big Little Lies. La primera temporada de la serie creada por David E. Kelley la dirigió enteramente Jean-Marc Vallée -que venía de ganar tres Oscars con su película Dallas Buyers Club-. Y Arnold, una de las directoras más reconocidas del panorama indie de habla inglesa -American Honey o Fish Tank son, de hecho, grandísimas películas-, iba a hacer lo propio. Y lo hizo.
Sin embargo, tal y como desvelaba Indiewire la semana pasada, tras filmar todos los capítulos, Kelley y HBO solicitaron la intervención de nuevo de Vallée, apartando a la realizadora del proceso de posproducción y montaje, eliminando gran parte de su trabajo, borrando sesenta páginas de guion y agendando 17 días más de rodaje para escena adicionales. Sin contar con Andrea Arnold en el proceso.
Nada nuevo: del sistema de estudios a la batalla del VOD
Tras intentar potenciar los nombres de showrunners, y más tarde diluirlos con los apellidos de realizadores de prestigio importados de una industria audiovisual a otra, el panorama autoral en las series, a día de hoy, dista de ser un terreno fértil en el que despuntar. Es ciertamente complicado encontrar nombres propios que brillen suficiente como para resultar atractivos de cara al público general.
De la misma forma, es difícil también que un usuario vea Big Little Lies porque es de David E. Kelley, Euphoria porque su creador es Sam Levinson -director de la estimulante Nación Salvaje-, El cuento de la criada por Bruce Miller, ni desde luego Chernobyl por Craig Mazin, porque de este nadie se esperaba una ficción tan sólida tras dirigir la pésima parodia superheroica de los creadores de Scary Movie: Superhero Movie. Lo que sí puede motivar el visionado es la paltaforma que lo emite. Ser una serie de HBO, o de Netflix, o de Amazon.
Las compañías, conscientemente, en pos de dejar clara su posición en la batalla por el trono del VOD, de la que ya hemos hablado en más de una ocasión, han decidido potenciar la marca con respecto a quién trabaja en ella. La interfaz de Netflix prácticamente esconde el nombre de los realizadores, escritores, directores o actores que trabajan en sus producciones. Máxime el usuario puede diferenciar las obras que son producción propia, marcadas con una 'N' de la compañía, de las que no lo son. Y en HBO, uno ha de buscar en la selección de un episodio concreto para ver quién o qué participa en ellas -pero por lo menos figuran sus nombres-.
Este auge de la marca sobre la autoría, así como los casos que han trascendido con respecto al control creativo que las plataformas de VOD ejercen sobre sus creadores, no es nada nuevo. De hecho recuerda a su manera a una concepción antigua de Hollywood: el viejo sistema de estudios.
Hasta prácticamente bien entrado el siglo XX, Hollywood era un oligopolio formado por las conocidas majors: la RKO, la Metro, Paramount, Warner Bros y 20th Century Fox. Estas cinco empresas ejercían un control total sobre sus directores y sus estrellas, y la libertad creativa no era prioridad alguna. Muy pocos eran los nombres que conseguían escapar a su influencia. Mientras las cinco producían el 75% de los films americanos, distribuían el 95% de los títulos y recibían el 90% de la totalidad de las recaudaciones. Amén de controlar toda la vida útil de una película y poseer todas las ventanas de exhibición.
Eso, de hecho, era ilegal: en 1938 el Departamento de Justicia norteamericano tuvo a bien abrir procesos a las majors por violar la Ley Sherman contra el monopolio. Y tras de años de pleitos, el Tribunal Supremo falló varias sentencias contra las empresas, que entre el 49 y el 53 tuvieron que desvincular el negocio de la exhibición del de la producción.
Hoy, sin embargo, la vida de una serie o película original de Netflix, HBO o Amazon es también de circuito cerrado. Y casos como el de Andrea Arnold, Jeremy Saulnier, así como remontajes realizados a posteriori para eliminar el tabaco, o las escenas de suicidios, hacen pensar en que la libertad creativa está supeditada a la línea editorial de la productora. Y, una vez más, no destacan en ellas sus artistas: muy pocos son los nombres que consiguen ponerse por encima de la empresa productora.
En plena batalla por nuestra atención y nuestra mirada, las series enarbolan las banderas de HBO, Netflix y Amazon. Pero no sabemos muy bien quién lucha en cada bando. Qué creadores y creadoras forman parte de las filas de unos y otros. Así que, sin favoritismos, tampoco podemos saber quién son los Stark y quién los Lannister. ¿Estaremos dedicando tiempo al bando correcto?