Breaking Bad acabó en septiembre de 2013. Su último episodio ataba todos los cabos necesarios para poner fin a uno de los mayores periplos televisivos del momento: el de la transformación de Walter White, un simple profesor de instituto, en el narcotraficante más buscado del país. No había mucho más que contar. O, al menos, eso parecía hasta ahora, cuando se ha estrenado en Netflix El Camino: una película de Breaking Bad.
Una de las escenas finales de la serie es la de Jesse Pinkman (Aaron Paul) huyendo en coche. Gritando, dando golpes y llorando de felicidad. No era para menos: pasó meses encerrado y siendo maltratado por un grupo de neonazis que le obligaba a cocinar metanfetamina. Si intentaba escapar, amenazaban con matar a su pareja. Y así ocurrió: Todd metió una bala en la cabeza de Andrea Cantillo ante los ojos de su novio.
Por eso, al final solo bastaba contemplar la cara de alegría bañada en lágrimas de Jesse para comprender que, de una vez por todas, podría salir de un entramado que siempre que quiso abandonar pero nunca pudo por culpa de Walter White. Este también fue responsable de arrojarlo al grupo de neonazis, de coaccionarlo, e incluso de dejar morir a su novia, Jane, solo para que continuara en el negocio con él. Pero culminó su catarsis y aquellos fotogramas indicaban que comenzaba una nueva vida. No era necesario rellenar los evidentes huecos que llevaban a esto, o así lo entendieron los espectadores. Pero no Vince Gilligan.
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El showrunner ha creído necesario continuar con los sucesos para aclarar si Jesse Pinkman logra o no rehacerse como persona. El Camino: A Breaking Bad Movie comienza justo donde terminó hace 6 años, con el pupilo de Heisenberg nervioso por la escapada y lleno de cicatrices que nos recuerdan su pasado.
Sin embargo, la intención de Gilligan no es solo contarnos qué ocurre tras la salida de “la jaula”. También reconecta a través de flashbacks con aquellos momentos en los que Pinkman era maltratado por sus captores. Nos percatamos de las oportunidades que no aprovechó para escapar por temor a las amenazas sobre sus allegados, lo cual, conociendo los acontecimientos posteriores, causa todavía más impotencia. De hacerlo o no, el resultado probablemente habría sido el mismo.
Un dejavú nostálgico
Durante toda la narración, inteligentemente montada uniendo escenas del pasado con el presente, Gilligan nos regala algunas de esas escenas que convirtieron a Breaking Bad en una serie admirada. Todos los que disfrutaron con las aventuras de Walter White se sentirán reconfortados al volver a esos mismos lugares comunes en esta película.
Ese aprecio por los pequeños momentos, como preocuparse por si cenar sopa de fideos o estrellitas justo después de enrollar a un cadáver en una alfombra, nos remiten a ese naturalismo bañado de surrealismo propio de otros directores como Quentin Tarantino del que el Gilligan ha demostrado ser fan en más de una ocasión.
Otro apartado donde el showrunner demuestra su valía como guionista es en la capacidad para manejar las escenas de tensión, en hacer que lo evidente no lo parezca tanto a través de diálogos que causan una nebulosa en el espectador. Una misma situación puede cambiar repetidas veces con giros producidos en cuestiones de minutos, como la genial escena con la que arrancaba el capítulo 8 de la segunda temporada.
En ella aparecía tímido drogadicto con la intención de pillar dos gramos. Sabe que su compañero de banco es un camello, pero sospecha que sea un policía encubierto. Ambos se enzarzan en un debate que dura minutos. Se levanta la camiseta para enseñar posibles micros e incluso jura que no es un agente. Acaba convenciéndonos a nosotros mismos, al otro lado de la pantalla. Pero cuando le pasan la metanfetamina revela su identidad: sí, era un policía encubierto.
El Camino recupera parte de esta perspicaz puesta en escena que ni siquiera el spin-off de Better Call Saul consigue replicar (al menos no con tanta eficacia). Sin embargo, aunque el formato funciona, no lo hace tanto su contenido.
Poner palabras en boca de los muertos
Breaking Bad es una serie que desde sus inicios parte de una premisa muy básica: los protagonistas tienen que reunir cierta cantidad de dinero para lograr un objetivo. Es una constante. Y, en la última obra de Gilligan, el creador repite el pretexto. Sin entrar en spoilers, podemos decir que Jesse tiene que conseguir un buen puñado de dólares para organizar su fuga y vuelve a involucrarse en situaciones poco agradables.
En el universo de Heisenberg, incluso cuando este ya no existe, la salvación solo tiene un color: el verde de los dólares. En esta ocasión habría sido interesante comprobar cómo el dinero, causante en gran parte de la bajada a los infiernos de Walter White, se desplaza a un segundo plano para ahondar otro tipo de conflictos humanos. En cambio, retorna a la búsqueda de la olla de oro al final del arcoíris. A veces, hasta mostrando a Jesse como lo que no es: una persona vengativa.
El Camino no debería ser para mostrar venganza, sino la redención de un personaje que curiosamente iba a ser asesinado en la primera temporada pero tuvo otra oportunidad gracias a una huelga de guionistas. El filme consigue tocar la patata, especialmente en los compases finales, pero da algo de pena sentir que este epílogo no aporta nada a lo ya establecido por Breaking Bad. No deja poso en los fans más allá de un leve caramelo con sabor a nostalgia, esa misma que parece sentir Vince Gilligan al negarse a decir adiós a su universo. Quizá él mismo es consciente de ello, y de ahí la elección para los créditos de la canción Static on the radio, de Jim White: Cause I know, it's a sin putting words in the mouths of the dead (“Lo sé, es un pecado poner palabras en boca de los muertos”).