Cuando El cuento de la criada salió a la luz en 1986, las reseñas de la época lo tildaron de exagerado y de improbable. En su mayoría estaban firmadas por mujeres blancas, de clase privilegiada y compradoras del discurso de que la segunda ola del feminismo era un capricho innecesario.
Como bien sabemos a estas alturas, el libro de Margaret Atwood pivotaba sobre dos oscuros presagios: la violencia institucional contra la mujer y la destrucción de los recursos del planeta. Veinte años más tarde, esas profecías se antojan más plausibles que nunca.
La serie de Hulu se convirtió el año pasado en la parábola feminista que necesitaba el movimiento por los derechos de la mujer que se estaba gestando en las calles. Su gran acierto fue, precisamente, mostrar una violencia pausada y asfixiante como si fuera un espectáculo macabro que nos obligan a presenciar. Violaciones, mutilaciones, torturas, y ablaciones silenciosas, pero implacables. Justo como el estado represivo de Gilead, y como muchas de las violencias que se ejercen sobre la mujer en todos los rincones del planeta.
Pero hay quien ya tuvo suficiente con la primera ración de envilecimiento y no está dispuesta a más. “He puesto el mute y avanzado tan rápido esta temporada que me veo obligada a preguntarme, ¿por qué estoy viendo esto? Todo se siente tan gratuito como una paliza que nunca termina”, escribe Lisa Miller en The Cut.
Una opinión que comparte Arielle Bernstein, de The Guardian, para la que El cuento de la criada ha traspasado la línea de pornografía de la tortura. “No creo en que haya ninguna evidencia convincente de que ver imágenes de sufrimiento de las mujeres en solitario lleve al cambio social. Proviene de una larga tradición de considerar la experiencia femenina inherentemente dolorosa”, escribe la periodista.
De hecho, la famosa crítica televisiva del New Yorker, Emily Nussbaum, ha asegurado en Twitter que no se va a molestar en seguir viéndola “a no ser que alguien me diga que pasa algo interesante. Es todo sobre lo que tenía dudas, al cuadrado”. La temporada se estrenó hace un mes en HBO demostrando que había cortado el cordón umbilical con el texto original de Atwood para siempre. Una decisión arriesgada que conlleva una gran responsabilidad y que no ha tardado en dividir al público.
¿Es sádica la segunda temporada de El cuento de la criada? ¿Es feminista un relato en el que la violencia y la degradación contra la mujer lo inunda todo? ¿Pierde fuerza el discurso del feminismo frente a la sangre y las torturas de un guion que vuela libre? En esta última pregunta radica la clave de este duelo y del rechazo de muchas mujeres que han dejado de ver la serie como la herramienta empoderadora que una vez fue.
El debate sobre la violencia de El cuento de la criada repite los mismos patrones que el de las imágenes catastrofistas en las portadas de la prensa. Las conclusiones, de nuevo, igual de imprecisas. Algunos consideran que ofrecer en bandeja al público los horrores que no perciben a diario solo alimenta el morbo y la condescendencia del primer mundo. Otros piensan que ocultarlos es ignorarlos, y esta ceguera voluntaria es irónicamente una de las herramientas más poderosas de Gilead. Una sociedad de por sí entumecida no necesita más barbitúricos.
Cansarse de la violencia de El cuento de la criada es como hacerlo de las mujeres que se atrevieron a contar sus miserias en el me too, de las que salen a la calle a clamar contra las Manadas y de las que, lejos del foco mediático, pelean por su vida en países que no sabemos ni nombrar y donde les realizan torturas innombrables.
“Basta, es desagradable. Entiendo que exista pero que no me lo muestren”, parece que dicen aquellas que se niegan a ver las violaciones, autolesiones, abortos y humillaciones a las que June, Emily, Moira o Janine son sometidas. No vamos a caer en la demagogia de comparar una ficción que se consume en momentos de ocio con la realidad, pero no deja de ser elocuente justo con lo que la serie pretende denunciar.
Margaret Atwood dice en su libro que, antes de que los Hijos de Jacob tomaran el poder en EEUU y lo convirtieran en Gilead, hubo manifestaciones y “fueron más pequeñas de lo cabría esperar”. Lo hace con esa pluma privilegiada e imparcial para no colocar a las mujeres en el paredón y centrar su disparo en una sociedad patriarcal que favorece solo a los hombres, pero recordando que el conformismo es el peor mal de una sociedad avanzada. Nos convierte en feudales, en sumisos y en observadores impertérritos.
El logro de la primera temporada fue el de convertirse en un símbolo instantáneo para las mujeres del mundo real. Figuras vestidas de rojo y blanco se aparecían como espectros para defender el derecho al aborto en los tribunales y las pancartas con los eslóganes de la resistencia se repetían en las marchas por el Día de la Mujer. La violencia también era brutal hace un año, pero nos la apropiamos como rechazo a un futuro hacia el que no estamos dispuestas a caminar. Arrepentirse ahora sería una pérdida tremenda.
Para terminar, las palabras de quien se ha metido en la piel de la violentada y no ha sentido necesidad de apartar el rostro de la pantalla. Elisabeth Moss llega certera para hacernos reflexionar: “Odio escuchar que la gente no puede verla porque es demasiado violenta. No porque me importe si ven o no mi serie; me importa una mierda. Pero me siento como, ¿en serio? ¿No tienes pelotas para ver un programa de televisión? Esto está pasando en la vida real. Despierta”.
El primer argumento al que se agarran las más críticas es que esta segunda entrega ya no se basa en la novela distópica que creó Margaret Atwood en 1985 y que la realidad es que se ha convertido en un producto cultural masivo como lo puede ser cualquier otra serie. Lo cierto es que los temas base como el utilitarismo por encima de todo, la sororidad o las redes de apoyo ocultas entre criadas quedan bastante diluidas al menos en el arranque.
El gusto por el dolor, por los cuerpos cubiertos de sangre o por las orejas desgarradas pueden obligarte a darle al pause e irte a dormir con mal cuerpo. Sin embargo, su productor Bruce Miller asegura que ellos han seguido todo el tiempo el patrón que estableció Atwood con su novela para evitar excesos asegurándose de que cada tormento que sufren los personajes lo ha podido sufrir un ser humano en la vida real.
Aquí surge la segunda crítica más extendida: la segunda temporada está mucho más centrada en el sufrimiento de las mujeres que en retratar a los hombres como agresores. Muelas y uñas arrancadas de cuajo, pieles quemadas y con erupciones, heridas que se infectan porque en los campos de concentración el agua está contaminada con bacterias. En la primera mitad de esta segunda temporada las principales agresoras son las tías y las esposas, es decir, el relato se ha transformado de alguna manera en la idea de 'mujer contra mujer'. El patriarcado es sostenido por muchas mujeres y no por los hombres.
Una y otra vez vemos cómo son las mujeres quienes sujetan a June para que sea violada, las que le obligan a ir a médicos, a seguir una dieta verde, a estar limpia y a no oler mal. Ellas son las que las golpean y electrocutan en las colonias, las que las matan de hambre y a las que temer. Esto parece un contrasentido total y desvía la atención del público, que deja de temer u odiar un poco menos a los personajes masculinos.
Si el sufrimiento femenino no es más que un mero entretenimiento, entonces esta serie quizá ya no sea ese gran bastión del feminismo que recorrió el mundo en su primera temporada. ¿Qué le diferencia entonces de series como Juego de Tronos? Gran parte de los seguidores de la serie ya despertó hace mucho tiempo y dudan de que asistir a este baño de violencia verdaderamente promueva un cambio social. ¿De qué manera podría contribuir de manera positiva para el movimiento feminista ver palizas interminables contra mujeres?