"Pronto anochecerá. No hay forma de salir de aquí" ('Manos: The Hands of Fate', Harold P. Warren, 1966)
Señalaba The Guardian a la serialización como el gran asesino al que se enfrenta, a menudo con funestas consecuencias, el terror en televisión. Stuart Heritage aducía que el medio, por su razón de ser, prospera desarrollando su detallismo expositivo, lo que a largo plazo deriva en la muerte del miedo. Por ello, las mejores representaciones del horror en la pequeña pantalla, defendía el autor, “vienen con un botón de autodestrucción instalado”. Esta convicción de las militancias más extremas por inmolarse, por llegar a las últimas consecuencias de su representación, no se atisba en esos insignes títulos que estandarizan la producción televisiva del género. Relatos que, por más que rieguen de gore sus imágenes, se muestran temerosas de enfrentarse a la fealdad intrínseca de su concepción. Pensemos en ficciones como American Horror Story (Ryan Murphy, Brad Falchuk, 2011-¿?), que se recrean proponiendo imágenes pulcras, meditadas, incluso mecánicas, que denotan una flagrante superioridad moral sobre los resortes que pretenden replicar. Si el prestigio pasa por embellecer la cita, ¿no podría considerarse tal práctica una cierta falta de respeto al referente, o al menos una falta de conocimiento?
Puestos a satirizar, quizás habría que hacerlo desde dentro, desde la plena convicción. 15 años antes de que le dedicáramos estas embrollosas líneas, Garth Marenghi's Darkplace (Matthew Holness, Richard Ayoade, 2004) se manifestaba como una anomalía en la programación de Channel 4, infestando su franja de emisión de deficientes encuadres, decorados infinitamente reutilizados, efectos de dudosa efectividad y, sobre todo, de mal gusto. Bajo la forma de una serie emitida en retrospectiva, se escondía una de las comedias más hilarantes realizadas en la televisión de la pasada década, incluso de lo que va de siglo. Pero bajo todos aquellos pretextos, también se hallaba una certera comprensión de lo que es en verdad el terror.
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Conviene picar el botón de pausa y dejar espacio para unas acotaciones. El autor apostrofado en el título es, en efecto, una supuesta luminaria de la novela barata de terror, un pusilánime trasunto inglés de Stephen King cuyos delirios de grandeza dieron lugar a una serie de televisión grabada en los años ochenta y nunca emitida. Garth Marenghi's Darkplace funciona, así, como una serie sobre Garth Marenghi's Darkplace, un thriller ambientado en un hospital y protagonizado por Rik Dagless (Marenghi), quien “debe enfrentarse a las fuerzas del mal mientras lidia con las cargas del trabajo administrativo diario”. A lo largo de seis episodios de 20 minutos, esas amenazas se concretan en zombis satánicos, ataques telekinéticos, hombres mono, monstruos monoculares y hasta a fantasmas escoceses.
Emitida por primera vez en la primavera de 2004, la insuficiente recompensa que ofreció para las audiencias de la cadena se comprendía por un estudiadísimo planteamiento de la farsa que dificultaba comprender si asistíamos a una parodia o no. Rodada en vídeo, valiéndose de miniaturas, sets limitados y forillos, con un montaje torpón y una mezcla de sonido deficiente (el ADR se convierte en una broma en sí mismo), costaría reconocer si los errores que captaba la cámara habían sido planeados con minuciosidad o fruto de un presupuesto o condiciones de trabajo verdaderamente insuficientes de no ser por un reparto de caras por entonces solo ligeramente familiares.
Y aun así, había dudas sobre a quién achacar esa impericia: los personajes principales de la ficción se desmontaban como muñecas rusas y mostraban otras personalidades, que a su vez resultaban ser una vez más un espejo de los auténticos artífices, disfrazados hasta los créditos finales. Los interludios en los que los perpetradores del invento (Marenghi y su socio Dean Lerner, alter ego de Matthew Holness y Richard Ayoade) desgranan los secretos oscuros de la grabación no subrayan lo evidente del gag hasta exprimir su efectividad, sino que lo continúan desde nuevas perspectivas.
La congruencia narrativa surge, pues, de la sucesión de incoherencias: las escenas en sí y los comentarios que despiertan. Por ejemplo, en Hell Hath Fury, la segunda entrega, se justificaba así la existencia de una inane secuencia en slow motion de un minuto, donde solo vemos a un personaje recorrer un pasillo en dirección a un ascensor y a otro desvestirse en paralelo: “Los episodios solían durar unos 8 minutos [...] Cualquier cosa sin diálogos era susceptible de ser ralentizada”, nos explican; luego, ese mismo episodio terminará infringiendo esa máxima.
La oscuridad que la parodia esconde
El ejercicio de humor se alinea con otro ejemplo igual de destacado, en este caso cinematográfico, Black Dynamite (Scott Sanders, 2009), brillante revisión cómica del blaxploitation basada también en el émulo de una estética muy concreta: pértigas de micrófono visibles, flagrantes saltos de raccord, derivas insolentes de la trama... La atención en el gazapo, en la vuelta de tuerca para hacer el chiste, amplifica el carácter paródico de las propuestas, pero lo que las hace funcionar, ante todo, es que las historias se mimetizarían sin problema dentro del grueso de las producciones que reflejan. Precisamente porque, pese a las burlas que puedan inferirse de una mirada furtiva a cámara o de un fallo en el montaje interno de un plano determinado, estas sátiras nacen de la reverencia y no del desprecio.
“Con Darkplace, de algún modo, Richard [Ayoade] tenía que tirar de mí de vuelta porque podía ponerme a escribir algo y después darme cuenta de que simplemente estaba escribiendo la clase de historias de terror que quería escribir”, refrendaba Holness en una entrevista concedida a The Observer en 2016. Que haya sido más habitual verle colaborando con editoras de DVD y Blu-Ray especializadas en el fantaterror como Indicator antes que en sitcoms y producciones cómicas más abiertas a un público mayoritario confirma esta sensibilidad hacia el horror. Una sensibilidad que, por ejemplo, permite asemejar el tercer episodio, Skypper, The Eye Child con Inseminoid (ídem, Norman J. Warner, 1981), con Dagless/Marenghi/Holness asumiendo el rol maternal de Judy Geeson; o que concibe Hell Hath Fury como un ingenuo pastiche del Brian De Palma de Carrie (ídem, 1976) y La furia (The Fury, 1978).
De hecho, el metarrelato coquetea con un cierto elemento de thriller rebajado por las risas: la de la desaparición en extrañas circunstancias de la única actriz del reparto, Liz Asher/Madeleine Wool (Alice Lowe), “presumiblemente muerta”, sugiere el productor y principal sospechoso, al final del cuarto episodio, Apes of Wrath. Esta entrega finaliza con los brutos de la sonriente actriz durante las pruebas de maquillaje y vestuario antes de embarcarse en la grabación y esfumarse para siempre, casi en un alarde lynchiano (no en vano, uno de los temas principales de la banda sonora se titula Twin Peaks Pastiche). Para tratarse de una comedia tan proclive a la carcajada, la pérdida de inocencia que evocan esas imágenes posibilitan lecturas crueles más afines al género parodiado. Lecturas como estas inducen a pensar en las tragedias de figuras como Bela Lugosi, momificado (audiovisualmente hablando) en Plan 9 del espacio exterior (Plan 9 From Outer Space, Ed Wood, Jr, 1959) o en John Reynolds, quien inmortalizara a Torgo en Manos: The Hands of Fate y que se suicidaría un mes antes del estreno, aquejado de una severa depresión agravada por la frustrante experiencia en dicho filme. Tragedias de individuos que vivieron y murieron por el terror.
La broma que se torna terror, el terror que se queda en broma
Garth Marenghi's Darkplace no pasaría de una primera temporada. La débil respuesta inicial de los espectadores determinaría la cancelación de Channel 4, y no sería hasta un par de años después, a fuerza de reposiciones, cuando empezara a entrar la luz en ese lugar oscuro. Su comercialización posterior en DVD favorecería la conversión de un número exponencial de espectadores, y la piratería en YouTube de los episodios completos la abriría a una audiencia internacional. Se llegaría a hablar de una versión cinematográfica, de la que Holness y Ayoade escribirían un guion completo antes de pasar página: “No creo que fuera demasiado bueno, había algo que no funcionaba”, argumentaría el primero en 2016.
Con la perspectiva que dan los 15 años de su lanzamiento, quizás fuera lo mejor que pudiera pasar. Quizás fuera su necesario botón de autodestrucción. Los seis episodios que la integran, unos 144 minutos en total, se confirman como la medida idónea para que la broma no acuse agotamiento, para seguir celebrando el mal gusto de un encuadre feo, aunque esté compuesto así a propósito. La apuesta llegó hasta sus últimas consecuencias. Que Matthew Holness haya acabado dejando atrás la comedia y convirtiéndose al terror absoluto, deparándonos una cinta tan perturbadora y desapacible como Possum (2018), mientras franquicias televisivas de supuesto prestigio se consumen hasta casi reducirse a una broma en sí misma, es el mejor epílogo posible para Darkplace. Sería su chiste más sangrante... Si los de la serie no fueran tan condenadamente divertidos.