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'Historias para no dormir': así cambió la TV española y crio a toda una generación de cineastas

Una calavera haciendo contrapeso sobre unos tomos antiguos sobre los que bordaban los apellidos de Guy de Maupasant, Henry James o Edgar Allan Poe. Con esa imagen, y con una narración sempiterna de Chicho Ibáñez Serrador comenzaba Historias para no dormir, un 4 de febrero de 1966, en La 1 de TVE. Una imagen de solemnidad, del todo definitoria, cuyo artificio enseguida quedaba al descubierto por el responsable de la función: una araña de pega cuyo mecanismo no tardaba en dar problemas y rompía la ilusión tópica de inquietud que se trataba de emular.

“Así no hay manera de asustar a nadie”, se resignaba el cineasta en la presentación de un proyecto televisivo que, todo lo contrario, encontró la manera de congelar el gesto de generaciones de espectadores en la pequeña pantalla, en un momento histórico donde parecía no haber posibilidad para encontrar la subversión en las imágenes. El símbolo de la puerta abriéndose y cerrándose con el que se inauguraba cada realización remataba esa declaración de intenciones, la de exponer miedos genuinos.

Limpiar el género y también la imagen pulcra de la TV

Historias para no dormir nacía con el propósito, de acuerdo a la presentación de Chicho, “de limpiar, o intentar limpiar, el género de suspense y de terror de muchos de sus tópicos, de sus lugares comunes”. Lo hacía recurriendo a la herencia clásica, con un punto de vista antológico que seguía las enseñanzas aprendidas con los encargos previos que había recibido este uruguayo de nacimiento de parte de Televisión Española, que a su vez seguían el esquema de sus trabajos anteriores para la televisión argentina (Canal 7), como Mañana puede ser verdad (1962) y Tras la puerta cerrada (1964-1965): adaptaciones de clásicos literarios revisados para adecuarlos a las imposiciones de la censura de la época pero también a la sensibilidad española.

Jugaba, digamos, sobre seguro, repasando el patrón ya tejido fuera de nuestro país, recitando a los grandes, pero con la pretensión de hacerles honor. Ray Bradbury, Poe y Robert Louis Stevenson fueron algunos de los nombres a cuyas obras recurrió el precoz cineasta, en una antesala a lo que estaría por venir en las noches de los viernes de TVE. Nombres que se repitieron ya en su gran obra antológica, la que nos ocupa, igual que se repetiría otro, Luis Peñafiel; en este caso, un seudónimo del propio director, lanzándose a jugar en la liga de sus referentes.

El trapero

El cumpleaños, dramatización de apenas 12 minutos de un relato corto Pesadilla en amarillo de Fredric Brown, sería la primera pica de este recorrido por el terror que se alargó durante 28 episodios rdados en los estudios de Prado del Rey y distribuidos en dos tandas (una primera entre febrero y junio de 1966; y una segunda entre octubre de 1967 y febrero de 1968), y que no tardaron en causar sensación a nivel nacional, pero también internacional: El asfalto, con el que cerraba la primera temporada, triunfaría en el Festival de Montecarlo en febrero de 1967, abriría la veda al producto español en el extranjero, en lo que sería una lenta apertura al exterior de la ficción, con su consiguiente reconocimiento, de la Ibáñez Serrador tendría gran responsabilidad: aunque en otras latitudes genéricas, no conviene olvidar Historia de la frivolidad, que aglutinó galardones en Montecarlo, Montreux, y Milán, a la par que quedaba relegada a horarios infames en su emisión en España.

Los horrores de la dictadura

Historias precisamente como la que nos cuenta el guion de El asfalto, a partir del cuento de Carlos Buiza, dejaban clara la capacidad para aterir los corazones de los españoles. Lo que se narraba era la agonía de un pobre individuo que al cruzar la calzada se queda extrañamente adherido a una mancha de asfalto, sin que nadie haga nada por ayudarlo mientras él se va hundiendo sin remedio en el suelo. Con su padre, el imprescindible Narciso Ibáñez Menta como rostro habitual de sus protagonistas, Chicho propone reflexiones terroríficas sobre el mundo alrededor, sobre la época, que se acrecentarían con una serie de telefilmes ya en la primera mitad de los setenta, ya a color.

Tal vez El televisor, en 1974, sea una de las propuestas más desasosegantes, sobre el impacto del propio medio en las familias en un momento de aperturismo tecnocrático. Volviendo a esa imagen con la que jugaba 8 años antes, en su presentación original, Chicho rehuía de aquellos estilemas a los que se había acostumbrado el horror, en particular en su representación clásica en las décadas previas, y buscaba reconocer el mundo en las imágenes que construía, más aún, que su público español pudiera reconocerse en esos individuos sufridores a los que martirizaba, prisioneros de un régimen moribundo. Lo hacía, para más inri, en un momento clave a nivel profesional, pues ese mismo año había sido nombrado Director de Programas de RTVE, para dimitir en cuestión de semanas, no sin antes haber eliminado la figura del censor.

Como ocurriera poco después con su segundo largometraje, Quién puede matar a un niño, el horror que se desplegaba en esas últimas imágenes de El televisor adquiría una resonancia que se impregnó por su crudeza en las retinas de sus espectadores y, también, de una generación de cineastas alumbrados al calor de estos relatos de la crueldad. Una turbiedad, en el fondo, muy moderna, adelantada a su tiempo.

El televisor

La “culpa” de Chicho Ibáñez Serrador

Llama a menudo la atención de los estudiosos la escueta filmografía de Chicho Ibáñez Serrador, compuesta solo por dos largometrajes, ambos de género, ambos sobresalientes: La residencia (una de sus protagonistas, Mary Maude, recordaría el mal genio del de Montevideo en entrevistas retrospectivas) y la ya mencionada Quién puede matar a un niño (objeto de un remake mexicano, Juego de niños, en 2012). A ellos, claro, hay que añadirles la totalidad de sus realizaciones para la pequeña pantalla, una cosecha prolífica que, sin embargo, dejó de prodigarse en las coordenadas del fantastique más allá de unas Historias para no dormir (y, si apuramos, de Mis terrores favoritos, antecedente de otros programas dedicados al cine de terror como Alucine o Noche de lobos), centrándose en el entretenimiento en sentido amplio y de recuerdo indeleble. Cuando recogió su tardío Goya honorífico, pocos meses antes de fallecer, confesó que se habían quedado en el tintero no pocos proyectos por hacer. Y sin embargo, aquel premio de la Academia de Cine reconocía la trascendencia de su figura para “abrir el camino a toda una generación de cineastas españoles, que siempre han reconocido su influencia”.

Algunos de esos directores se reunieron en un proyecto de frustrante recuerdo, Películas para no dormir, para Mediaset, con el que se pretendía recuperar una marca que permanecía en el recuerdo (La 1 repuso El televisor en el 2000) pero cuya explotación paró a principios de los ochenta con cuatro entregas aparentemente definitivas. Chicho volvió entonces a dirigir terror, esta vez acompañado de algunos de esos autores que habían crecido con él: Paco Plaza, Jaume Balagueró, Álex de la Iglesia, Enrique Urbizu y Mateo Gil.

Hablamos de frustración al recordar este macroproyecto por su propia consecución: anunciado el desarrollo de estos seis telefilmes por parte de Telecinco y Filmax en agosto de 2004, no serían comercializadas hasta mediados de 2006, en formato DVD, y aún sin haber visto la luz en el canal generalista. El lanzamiento en televisión llegaría en enero de 2007, y tras apenas un par de emisiones, el experimento desaparecería de la parrilla. En la actualidad, es harto difícil seguir la pista a las películas (algunas como La habitación del hijo de De la Iglesia y Para entrar a vivir de Balagueró están disponibles en ediciones alemanas en Blu-Ray), por otro lado de irregular ejecución.

Con todo resulta cuando menos divertido el hecho de que la tv-movie final de Ibáñez Serrador, llevase por título La culpa. Al fin y al cabo, era él el culpable de que todos esos cineastas, y otras que se unirán ahora, como Paola Ortiz o Rodrigo Sorogoyen en la recuperación de la marca a cargo de RTVE y Amazon Prime Video, se vieran atraídos indefectiblemente por el arte de asustar. Mejor que nosotros lo cuenta Paco Plaza, otro de los que se ha sumado a contar nuevas Historias para no dormir (y autor de la mejor de la hornada de los dosmil, Cuento de Navidad).

“Toda una generación que abarcaría desde Alex de la Iglesia hasta Eugenio Mira, que es el más joven, Jota Bayona, Jaume Balagueró, Rodrigo Cortés... Todos somos niños crecidos viendo cine de terror de la mano de este señor. Su huella se puede ver en todos nosotros y en las películas que hemos hecho”, aseguró el valenciano, que aplaude que la popularidad que cosechó en los setenta su referente la usara “no para hacerse más conservador, sino más arriesgado”.

Ahora, de nuevo, toca arriesgar para estar a la altura de los clásicos, de esas “píldoras de calidad” que Chicho suministrara por primera vez hace 54 años.