Es extraño que The Crown, una serie que debiera ser una de las más conservadoras del panorama audiovisual - al reflejar la historia de la monarquía británica-, nos dé lecciones de innovación.
Su reparto protagonista había sido elogiado y hasta premiado y aún así, la producción de Netflix apostó por cambiar a todos sus actores para interpretar a unos gobernantes más adultos.
Un cambio que el espectador suele castigar, porque al estar acostumbrado a ver a alguien en un papel prefiere que le envejezcan con trucos de maquillaje y peluquería a aceptar a nuevos rostros. Aún así, Netflix apostó por renovar el elenco y hasta anunciar que no sería la última vez que lo hiciera.
Tras ver el regreso de The Crown, el resultado es sorprendentemente positivo.
Unos relevos magistralmente milimetrados
La tercera temporada de la serie jugaba con este handicap inicial que, a la vez, era uno de los reclamos más interesantes. Sobre todo, por ver el relevo de reinas.
Su majestad, Olivia Colman, se descubre al espectador en un acto idóneo: la presentación de su nuevo perfil en los sellos: “La transición de su majestad de mujer joven a madre de cuatro hijos y monarca asentada”, le explican a ella (y a nosotros).
La habíamos dejado en la temporada anterior embarazada y jovial (si lo fue alguna vez) y ahora, “la edad raramente perdona”, dice ella misma cuando por fin la cámara le enfoca mientras aclara que “no se puede hacer nada. Salvo sobrellevarla”. En lo que podría ser hasta una ironía dirigida a los que prefieran a Claire Foy.
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Al nuevo Rey, en cambio, nos lo presentan sin preliminares en una escena doméstica, en la que menciona a sus “amigos del club” dejando claro que, aunque se ha hecho mayor, sigue con sus malas costumbres.
Lo mismo ocurre con la rebelde Princesa Margarita, a la que también nos muestran con unos años de más, en la piel de Helena Bonham Carter, y con la misma desorganizada vida que apuntaba su descontrol veinteañero.
La Reina va más allá de Claire Foy u Olivia Colman
Pero, sin duda, la importante era la Reina. La que nos hacía sufrir por el cambio o la que más nos intrigaba ver con nuevo rostro era a Isabel II, en su nueva faceta interpretada por Olivia Colman.
Claire Foy había dejado el listón muy alto. Había sido capaz de transmitir la frialdad estricta de una monarca criada cual robot, solo pensando en objetivos que cumplir. Había logrado que nos creyéramos que su insensibilidad pública podía llegar a ser cálida en la intimidad y perdonar a un marido del que está enamorada, siempre con líneas rojas. Y hasta nos había hecho empatizar con una gobernanta totalmente mimetizada con el hierático territorio que lidera.
Y aunque era una difícil tarea, ese reino ya es de Colman. En el primer capítulo ya te das cuenta de ello. Y no porque olvides a Foy, sino porque das por natural ese relevo en la ficción. Como si fuera su predecesora lógica.
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La actriz ha incorporado los gestos, los tics y hasta la personalidad de Foy, primero, y de la Reina Isabel después. Que era lo inteligente, porque los espectadores conocemos a la actriz, y no a la monarca real. De forma que a los pocos segundos olvidamos que hubiera otra actriz anteriormente, soltamos las cadenas de la realidad, para adentrarnos en la ficción y asimilar que siempre fueron el mismo personaje.
Más suspense y adicción
Mientras la segunda temporada pecó de lentitud y de falta de sorpresa, en esta nueva tanda de capítulos el ritmo acelera y los acontecimientos que narra son mucho más adictivos.
Isabel se preocupa cuando eligen al laborista Harold Wilson como primer ministro en medio de un clima antimonárquico y los rumores de su conexión con la KGB. Sobrevuela la idea de convivir con espías comunistas en el gobierno y eso se traspasa al espectador que empieza a sospechar de cada nuevo personaje.
Por lo que, por primera vez, las intrigas palaciegas de The Crown suman el suspense a su género y nos hace partícipes de sus misterios.
Todo ello conservando su exquisita factura, música, decorados y cuidado por los detalles que entre tanto fichaje nuevo casi olvidamos que es su verdadero sello de identidad.