James tiene diecisiete años y algún problema que otro. Para empezar, cree que es un psicópata. A los nueve años metió la mano en una freidora para obligarse a sentir algo. A los quince mató al gato de sus vecinos para ver qué se sentía y desde entonces empezó a cargarse otros seres vivos. Ahora, quiere probar si es capaz de asesinar un ser humano.
Alyssa tiene la misma edad y también vive el dilema constante en su interior. Siente que todo es demasiado para ella, todo la abruma. A veces tiene que tumbarse en el suelo y respirar porque es incapaz de comprender y controlar sus emociones. Su padre la abandonó cuando tenía ocho años, su madre se ha vuelto a casar pero su actual marido es un nuevo rico borde, machista y dominante. Siente que se ahoga en su casa.
Ambos se conocen y deciden escapar juntos hacia ninguna parte, a ver qué ocurre. Se fugan de lo que creen que es una cárcel sin rejas. Quieren descubrir, en sus propias carnes, qué sería de sus vidas si pudiesen decidir cómo vivirlas. Solo que las cosas no saldrán como ninguno de los dos espera.
No, no estamos ante otro intento por insuflar vida a un género extremadamente volátil como el young adult que hace escasos años vendía libros como churros con novelas de John Green, o peor, de Blue Jeans. Más bien frente a otro acercamiento a la teen fiction de calidad a la que nos tiene acostumbrados la cantera de Channel 4. La misma cadena que ofreció una generación de nuevas estrellas de Hollywood con la memorable Skins, o que recorrió la memoria viva de la juventud británica con las miniseries de This is England. Ahora, con la mala uva de la novela gráfica homónima de Charles Forsman publicada por Fantagraphics, prueban con un tono distinto, entre la road movie referencial y el drama adolescente. Netflix, ojo avizor, la distribuye a nivel internacional y el resultado es lo que pretende: inteligente comedia negra que juega con lo salvaje y lo tierno de personajes al límite.
Sin picar el anzuelo
Si configurasemos nuestra idea de esta serie a partir de sus primeros minutos, anzuelo para el espectador inquieto, The End Of The F***ing World ya resultaría estimulante por su acercamiento sin reservas, natural y confiado, a sus dos jóvenes protagonistas. Y, sin embargo, correríamos el riesgo de hacernos una idea equivocada de su valor. Su estética inicial de manidos referentes pop a lo Wes Anderson, y su tono narrativo falsamente subversivo en sintonía con otros productos de Netflix como la fallida Atípico, aturden más que ofrecer pistas.
Puestas las bases, todo se desarrolla con una brusquedad que nos lleva por caminos distintos a los esperados. La propuesta, dirigida a cuatro manos por los realizadores británicos Jonathan Entwistle y Lucy Tcherniak, despista en sus dos primeros episodios para dejar al espectador en mitad de un juego de contrastes: un joven que no entiende por qué no siente nada contra una joven que siente demasiadas emociones a la vez.
Es este conflicto el que configura el núcleo dramático más interesante de la serie. The End Of The F***ing World es una historia de amor en la carretera tan esquinada como Amor a quemarropa, Asesinos Natos o Bonnie & Clyde. Pero también es algo más. Gracias al progresivo acercamiento emocional de James y Alyssa asistimos a una comedia negra que aborda múltiples temas de una contemporaneidad feroz. Somos testigos de claros ejemplos del ‘no es no’ en relaciones sexuales, de la reivindicación de la naturalidad de la menstruación, del enfrentamiento con la generación peterpanizada de unos padres irresponsables, o de las relaciones homosexuales sin estereotipos y en ámbitos de autoridad policiales.
Por eso, The End Of The F***ing World crece en interés a medida que se desarrolla gracias a personajes secundarios que secundan el amour fou de Alyssa y James. A medida que ellos se descubren a sí mismos, nosotros descubrimos su lugar en este mundo.
De ahí que sus referentes no acudan solo a los obvios, como los anteriormente mencionados. También a discursos casi contraculturales como el que defendía Ben Wheatley en Turistas (Sightseers) o los franceses Benoît Delépine y Gustave Kervern en Louise-Michel.
Con sus evidentes fallos, que pasan por flashbacks irracionalmente narrados y subrayados de discurso a todas luces excesivos, The End Of The F***ing World se nos descubre como una comedia negra con diatribas realmente afiladas y, en último instante, ciertamente enternecedoras.
Lo episódico como enemigo
Da la sensación, no obstante, de que el peor enemigo de esta serie es el modelo de Netflix, que parece haberse impuesto al criterio de Channel 4. The End Of The F***ing World podría haber sido una genial película indie y tanto el ritmo de su historia como su armazón narrativo de road movie -¿estamos ante una road serie?- parecen pedir otra estructura. Alyssa y James necesitan otra cadencia para su romance bizarro.
De hecho, todos los referentes que maneja se mantienen constantemente en el largometraje. The End Of The F***ing World está mucho más cerca de Ya no me siento a gusto en este mundo que de Por trece razones. Y, sin embargo, cada veinte minutos uno tiene que intentar obviar el mal trago de un cliffhanger innecesario para que el contador de la plataforma supere su cuenta atrás y reproduzca automáticamente el siguiente episodio -que ni tan siquiera cuenta con opening-. Lo episódico dificulta, en esta ocasión, el visionado de una historia compacta y cuya duración, sumando todos sus capítulos, no llega a las tres horas.
Su abuso del golpe de efecto y su división en ocho partes impuesta a machete parece responder a una decisión comercial en pos de nuevos hábitos de consumo del espectador y su volátil atención medida con cronómetro y mecha corta. Pero visto su desarrollo dramático, también parece menospreciar su paciencia y capacidad reflexiva. Por eso, esperemos que no haya segunda temporada y que The End Of The F***ing World se quede como está: una pequeña comedia negra británica con corazón y cabeza.