Crítica

'Truth Seekers': Divertidas interferencias del más allá para desconectar de la temible normalidad

“Cómo mola, es como nuestro circo de los horrores privado”, se congratula Astrid (Emma D'Arcy) mientras deambula por los inhóspitos pasillos de un centro de convenciones en el cuarto episodio de Truth Seekers (ídem, Nick Frost, Simon Pegg, Nat Saunders, James Serafinowicz, 2020). Lo hace en compañía de un aprensivo Elton (Samson Kayo), que no comparte el entusiasmo. No en vano, en la emisión previa, él había participado en el exorcismo de la joven, acechada por extrañas entidades. “¿No hemos tenido suficientes circos de los horrores últimamente? ¿De verdad crees que es divertido?”, inquiere, mientras avanzan sin rumbo predefinido. “¡Sí! Es escalofriante pero seguro”, asegura ella, ansiosa, desconociendo que se aproximan a un aquelarre auténtico que ellos tomarán como una representación teatral, deshaciéndose del peligro sin darle relevancia alguna; incluso, disfrutando del lance.

El llorado Wes Craven reflexionaba sobre el poder catártico del género de terror, en tanto que “su formulación narrativa traslada estos miedos en una serie de eventos manejable”. “Nos ofrece una manera de pensar racionalmente en lo que nos da miedo”, aseguraba el hacedor de pesadillas. El terror deviene en un lugar seguro, convenido, que posibilita no solo la proyección de lo que nos inquieta, sino la comunión colectiva con el resto de espectadores: cuando nos asustamos, nos reconocemos en el otro, este deja de ser un extraño y el pavor sale de nuestra carcasa. Abjuramos de él y celebramos haberlo expulsado. Esa noción comunicativa del género entronca con la nueva propuesta del tándem conformado por Simon Pegg y Nick Frost, en otra muestra del modelo híbrido entre lo gótico y lo cómico que han venido postulando desde Zombies Party (Una noche... de muerte) (Shaun of the Dead, Edgar Wright, 2004); aunque en esta nueva y más modesta variación de la fórmula, cabe decir, el humor desplegado sobre el texto acuse de una llamativa amargura.

El mal que reside con nosotros

Queda lejos de esta tragicomedia fantasmal la exaltación (muy) tardoadolescente de Paul (ídem, Greg Mottola, 2011), primer vehículo de la pareja cómica sin la participación de Edgar Wright, como queda plasmado en el recurso a un escenario ya abordado en aquel film, la mencionada Comic Con que centra el cuarto episodio: lo que 10 años atrás concibieran como un campo de sueños y un lugar de congregación es aquí reformulado como un espacio para el desencuentro, donde el grupo de inadaptados acaba disgregándose y cayendo víctima de sus temores, sean estos explícitos (el mencionado conciliábulo de brujos, la infiltración diabólica) o implícitos (de la agorafobia a la soledad vital). La inteligente cita a La invasión de los ultracuerpos (Invasion of the Body Snatchers, Philip Kaufman, 1978), a través de un actor que reproduce entregado el cameo en aquella de Kevin McCarthy (protagonista de la primera versión cinematográfica de la novela de Jack Finney) para promocionar un pasaje del terror (este sí, de verdad; es decir, falso) y que previene a los protagonistas del mal que les espera dentro del palacio de convenciones, resume bien el juego multicapa que ordena Truth Seekers y la propia evolución autoral de los dos cómicos cuando se aproximan a las puertas de la cincuentena.

Aunque el anclaje dentro de coordenadas terroríficas nos predisponga a establecer una consanguinidad más directa con Zombies Party, Truth Seekers se emparenta más con la exasperación vital de la mayúscula Bienvenidos al fin del mundo (The World's End, Edgar Wright, 2013), algo lógico en tanto que ya la “Trilogía Cornetto” escondía en sí un discurso sobre la transición irremisible hacia la madurez como el gran horror del hombre contemporáneo. Ahondando en la presente ficción, los nexos con aquella fábula ci-fi son aún mayores, partiendo de la idea de la trasposición de almas y dominio mental sobre la que giran los casos que componen los diferentes episodios. Por supuesto, no faltan las imágenes monstruosas -véase el arranque ambientado en un hospital, casi una recreación condensada del último acto de El más allá (...E tu vivrai nel terrore! L'aldilà, Lucio Fulci, 1981)-, pero lo que subyace en esta primera temporada es la identificación del ser humano como el gul más despiadado.

A ese respecto, resulta inspirada la caracterización del villano, el Dr. Peter Toynbee (Julian Barratt), como un mediático investigador de lo oculto con afanes totalitaristas que pasa sus teorías de la conspiración a la práctica. Más aún cuando tiene lugar en estos tiempos de sobreinformación, tan propicios a originar discursos falaces que pontifiquen sobre una pretendida superioridad intelectual -el concepto de elegidos que maneja Toynbee- a la que no puede escapar ni el protagonista, Gus (Frost), a la postre un ingenuo admirador del que luego será su enemigo. No faltan bromas sobre los enlaces casi imperceptibles entre las ideologías de extrema derecha y las creencias paranormales -la confusión entre la revista The White Sheet, dedicada a los fantasmas, y el periódico neonazi The White Sheets-, que subrayan esta lectura de lo sobrenatural como entorno propicio para la invocación del posfascismo. La presencia de un gozoso Malcolm McDowell en el reparto permite incluso establecer una conexión entre Truth Seekers con La naranja mecánica (A Clockwork Orange, Stanley Kubrick, 1971), al someter al viejo Alex a una nueva y más aséptica terapia ocular de readiestramiento.

El fantasma de la mediana edad

Como ocurre en los guiones que cuentan con firma de Simon Pegg, se agolpan en el texto incontables referencias a obras previas, recontextualizadas bajo parámetros mundanos y reconocibles. Truth Seekers podría entenderse como una revisión de Kolchak (The Night Stalker, Jeffrey Grant Rice, 1974-1975) adaptada a la coyuntura sociopolítica de Reino Unido en 2020 (al menos, del 2020 pre-coronavirus): dos curritos de las telecomunicaciones dedicados a “conectar mundos” -el 5G ha sido superado por el ¡6G!- mientras la nación se disgrega del resto de Europa, a la par que empalman vínculos entre los entornos suburbiales cotidianos y el universo espectral. La tonos azules dominantes de la fotografía de Arthur Mulhern parecen aludir por igual a la condición obrera de sus personajes como a la frialdad que transmite el mundo “desenchufado” que los protagonistas tratan de reensamblar. El paisaje de Truth Seekers está poblado por personajes incapaces de comunicarse, anclados en el pasado, ya sea porque viven atrapados en sus recuerdos, metafóricamente hablando, como la señora Connelly (Patricia Brake), que interviene en el capítulo inaugural; o bien porque su alma ha permanecido literalmente aprisionada dentro de un aparato de radio, emitiendo durante décadas sin obtener respuesta, como ocurre con el soldado Atkins (Dan O'Keefe) de la segunda entrega.

“La soledad hace que la gente haga cosas desesperadas”, observa Gus Roberts, el personaje al que Frost encarna con su habitual estoicismo. Acostumbrado a que el foco recaiga en su compinche de toda la vida, el de Essex asume aquí la delantera, optando Pegg (con una espantosa peluca) por un papel al margen de la acción, el de su jefe (con lo que mantiene, en cierto modo, la jerarquía dentro del dúo). Aun teniendo de acompañante para la ocasión a Samson Kayo, en un rol de hombretón inocente que en otra ocasión hubiera recaído en él, Frost huye de cualquier alarde de explosividad cómica. Al contrario, retrata a un personaje acomodado en la tristeza, marcado por la misteriosa muerte de su esposa y absorto en unas ensoñaciones de acción y aventura, de trascendencia en suma, que solo logra escenificar para el reducido público de su insignificante canal de YouTube, acaso única ventana de expresión desde la que airear su angustia. No estaría muy alejado de lo que podríamos esperar hoy en día del Mike de Spaced (Simon Pegg, Jessica Hynes, 1991-2001), aquel joven en guerra contra la madurez que significó su primer trabajo interpretativo, una vez el paso del tiempo, las desgracias y un empleo indefinido a tiempo completo hubieran limado su frenesí de juventud.

Que la primera vez que Frost tome el protagonismo absoluto en uno de sus proyectos entre amigos, tras años sirviendo de escudero, sea precisamente con un personaje herido por la pérdida, por la ruptura simbólica de esa idílica pareja, supone otro acierto para una serie que, a diferencia de lo que ocurría con Paul, se beneficia de no contar con un esteta como Edgar Wright involucrado tras la cámara. El especialista televisivo Jim Fields Smith elude la proliferación de notas al pie de página (no todas las glosas aportan tanto al enunciado como la de La invasión de los ultracuerpos) y fija un compás a medio tiempo adecuado para su formato de entre 25 y 30 minutos por episodio, por más que llegados al desenlace los acontecimientos se desarrollen con cierto apuro. En la mesura encuentra este relato su balance, entre gags agudos sin caer en lo hilarante y atmósferas inquietantes sin incurrir en sobresaltos de sillón pero sin escatimar en sanguinolencias. Truth Seekers propone una serie de eventos reglada y manejable, un entorno seguro para el insensato que busca exorcizarse en confianza, disfrutando del proceso. Un lugar de paso donde sentirnos en conexión.

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