Gastón Acurio: “¿Cómo vamos a culpar a alguien por no querer cocinar? Hay que entender las circunstancias de cada uno”

Gastón Acurio (Lima, 1967) ha traído La Mar a Madrid. A orillas del 36 de la avenida del General Perón, a poco más de cinco minutos del templo del madridismo, el chef que colocó la gastronomía peruana en las mesas de todo el mundo ha abierto su nueva propuesta: un homenaje a las cevicherías del Perú.
Quedan apenas 72 horas para quitar el cartel de 'Aún no estamos abiertos' de la puerta y la sala es un ir y venir constante: todavía quedan rincones que pintar y platos por afinar.
—¿Tengo que probar esto?
Una olla grande aparece ante el chef, interrumpiendo la entrevista. Acurio se disculpa, hunde una cucha en el sudao y se la lleva a la boca. Se hace el silencio. El paladar del chef se toma su tiempo. Un segundo. Dos segundos. Tres. Cuatros. Cinco. Seis segundos.
“¡Otra cosa! Ya no está en punto de risotto sino en punto de arroz meloso. Tiene menos grasa. ¿Le has puesto menos? Ya, pero ponte a pensar: si tú pones un bogavante entero aquí, es difícil de comer”. “Mira, mira”, dice el chef dirigiéndose a dos cocineros mientras remueve con la cuchara el contenido de la olla.
Formado en Le Cordon Bleu de París, Acurio defiende que cuando se habla de cocinar no hay que perder de vista el contexto socioeconómico. ¿Por qué no siempre comemos productos de temporada? ¿Por qué los ultraprocesados tienen cada vez más espacio en nuestra mesa? “En un mundo con una presión social tan fuerte por el reconocimiento y por la necesidad de vivir rápidamente, es comprensible que la cocina pase a un segundo plano”.
“Hay secretos que un libro no te puede explicar”, dice cuando se le pregunta por las claves del ceviche, el plato que ya forma parte del Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad. “Sal, limón y ají tienen que tener un equilibrio, un balance de acidez, para que acabe apareciendo un nuevo sabor, una suerte de umami natural que a pesar de ser cítrico se vuelve medio adictivo”. Eso, dice, solo puede aprenderse en Lima.
En sus memorias, Cocinando historias (Debate, 2025), explica que a usted siempre le gustó estar en una cocina.
Me gustaba comer. El momento más importante de la semana era cuando mi padre nos invitaba a comer a un restaurante. Llegar allí era algo fantástico para mí, como para otro niño lo sea quizás entrar al estadio de fútbol. Coger un menú era algo muy emocionante. Recuerdo como si fuese ayer esos momentos que vivíamos en el italiano y en el chifa, que es el restaurante peruano-chino de la época, o al primer restaurante criollo al que me llevó mi papá, las visitas al barrio chino, la primera cevichería… Era algo natural que quien amaba así los restaurantes regresara a casa e intentara hacer todos esos platos.
Hubo unos calamares fritos que salieron hechos una bola, todos pegados. Los comí con mucha dignidad para tratar de pasar la vergüenza lo mejor posible. Ahí está lo lindo de la cocina, que es prueba y error, prueba y error, hasta que das con una fórmula bonita y sabrosa con la que estás contento. Cuando era estudiante de Derecho, aquí en Madrid, también les cocinaba mucho a los chicos con los que vivía. Hasta que un día logré escapar del yugo de la abogacía y pude convertirme en cocinero.
Abandonó Derecho para matricularse en la escuela de Hostelería, pero estuvo dos años ocultándoselo a sus padres. ¿Se arrepiente?
Es una buena pregunta. Yo… Sentía vergüenza, esa es la verdad. Vergüenza de defraudar a mis papás. No es que pensase que ser cocinero no era algo tan digno como ser abogado, era el miedo a defraudar las esperanzas que habían depositado en mí, o eso creía yo. En realidad, lo que ellos sentían era preocupación. Hasta ese momento, la cocina se asociaba con un oficio para ganarse la vida dignamente cuando uno no había podido ser médico, abogado o ingeniero. De pronto, que su hijo les dijera que iba a ser cocinero, más que una traición o una decepción era una gran preocupación.
Cuando abrí mi primer restaurante, Astrid y Gastón [junto a su mujer, la chef pastelera Astrid Gutsche], el portero me contó que mi papá pasaba por allí todas las noches después de haber estado contando los carros que había en los que creía que eran mi competencia. Mis sobrinitos me contaron tiempo después que era una de sus grandes diversiones. “¡Ya, niños, vamos a hacer la ruta de los carros!”, les decía. Siempre se iba tranquilo sabiendo que yo tenía más autos. Ahí entendí que su problema, en realidad, no era la decepción ni la preocupación por el qué dirán los amigos y todas esas cosas que yo sentía. Era una gran preocupación por su incapacidad para entender lo que luego ya entendió: que la cocina podría convertirse para el Perú, para nuestra cultura y nuestros productos, en una oportunidad.
Pero usted empezó haciendo cocina francesa.
Cuando era estudiante, a finales de los años ochenta, Francia era la referencia para todo el mundo. Si quería hacer un gran restaurante, tenías que ser lo más francés posible. Juan Mari Arzak me contó en su momento que los de la nueva cocina vasca también iban allí para inspirarse porque Francia era La Meca. Afortunadamente para la cocina, el mundo cambió y se empezó a ver a Francia no como una fuente de inspiración para recetas y estilos, sino como un modelo para hacer lo mismo que ellos hacían pero con nosotros mismos. Poner en valor el territorio, perseguir la excelencia, buscar la creatividad, reivindicar nuestra cultura, tratar de enamorar al resto del mundo con ella, son valores que llevaron a la cocina francesa a tener una hegemonía histórica durante siglos.
Como peruano es emocionante, estuvimos siempre acostumbrados más bien a que en nuestro entorno haya pizzerías italianas y restaurantes españoles, pero no a encontrar nuestra cultura fuera del país
¿Qué produjo el cambio en su cocina?
En mi caso, volví al Perú con el chip de hacer un restaurante absolutamente afrancesado porque era “necesario” para tener reconocimiento en el mundo de la alta cocina. Los cambios sociales, con Internet y la democratización de la información, nos permitieron descubrir nuevos mundos, nuevas culturas, nuevas cocinas. Nos abrimos. De pronto, la cocina peruana vio una oportunidad de expresarse sin tener que abrigarse en el hombro de la cocina francesa. Mi cocina, sin darme cuenta, fue evolucionando.
Astrid y Gastón fue apareciendo en las listas de mejores restaurantes del mundo, cosa que jamás habría ocurrido si hubiese seguido haciendo cocina francesa. Estamos ahí porque supimos ofrecer un lenguaje diferente, hablando de los productos y de las recetas del Perú desde una mirada contemporánea. Ni mejor ni peor, diferente. Nos dimos cuenta entonces de que quizás un día la cocina peruana podría ser reconocida y tan popular como otras cocinas del mundo.
¿Cómo se ha integrado la cocina peruana en España?
Cuando empecé en esto solo había tres o cuatro restaurantes de cocina peruana en España. Hoy en día, y vengo de hacer un recorrido de diez días por todo el país, es fácil encontrar un peruano en cualquier pueblo pequeño. No en pocos bares en los que he entrado, de cocina española o comida regional, servían tiradito, anticucho, algún plato con ají amarillo o rocoto. Como peruano es emocionante eso porque estuvimos siempre acostumbrados más bien a que en nuestro entorno haya pizzerías italianas y restaurantes españoles, pero no a encontrar nuestra cultura fuera del país.
¿No le preocupa que ese cruce pueda poner en peligro las diferentes identidades gastronómicas o que todo se homogeneice?
No. Desde su nacimiento la cocina es un constante intercambio, y uno de los grandes ejemplos de ello es la cocina peruana. En su naturaleza está la capacidad de peruanizarse con todo aquello que se encuentra a su alrededor y que no forma parte de su cultura en ese momento pero en el camino se convierte, ¿no?
Los tallarines verdes con papa a la huancaína y bisté apanado para los peruanos es un plato peruanísimo, pero tiene una explicación clarísima. Cuando llegan los primeros migrantes italianos, principalmente de Génova, que es de donde viene el pesto, no encuentran mucha albahaca para poder prepararlo y deciden coger espinacas. Como tampoco hay parmesano, le tienen que poner el primer queso fresco que encontraron; sin pignoli [piñones], encontraron pecanas peruanas. Pasado el tiempo, los hijos de esos migrantes italianos empezaron a comer papas a la huancaína en las casas de sus amiguitos del barrio y se la ponen también. La salsa fría de mortero se va sustituyendo por una cocida y caliente. Además, como ese pesto era un plato humilde, fácil de preparar, para demostrar un cierto estatus y que se había salido adelante en una tierra lejana como el Perú, se ponía un chuletón encima.
Todos los platos de la cocina peruana son fruto de un desarrollo similar. Que el ceviche de mi abuela Genoveva, que se cocinaba durante cuatro horas, se convierta en el que se hace hoy en un mercado, que apenas lleva unos segundos, es uno de los procesos propios de ese intercambio cultural que seguirá ocurriendo siempre. La tradición, el intercambio y la innovación son procesos que uno tiene que observar con beneplácito más que con terror.

Su cocina depende mucho del producto de temporada, pero en los supermercados se respeta cada vez menos la estacionalidad. ¿Por qué hemos normalizado, por ejemplo, comer aguacate todo el año?
Cuando iba al mercado con mi abuela sabíamos perfectamente que en el verano se comían sandías, que en el invierno había más variedades de papas y tubérculos y el pescado cambiaba en verano, primavera, otoño e invierno. Era algo que definía el recetario familiar. Pero los tiempos han cambiado, sin duda. Me pasa que me recriminan mucho que la palta [aguacate] para una receta está muy cara. “Normal, estás intentando comprarla en enero”. “¡Y encima no está buena!”. “Claro, el mejor momento de la palta es el mes de julio”.
Por desconocimiento queremos hacer platos en un momento en el que no deberían hacerse. Sobre esto los cocineros tenemos la oportunidad de explicar que lo bonito, lo placentero, lo rico, lo económico y lo sostenible es seguir las temporadas. Pero estas reivindicaciones tienen que hacerse siempre entendiendo que las personas hoy día viven en un mundo muy distinto, muy aceleradamente.
¿Se les olvida?
Es que es muy difícil juzgar a alguien por cómo realiza una actividad que inexorablemente tenemos que hacer todos: comer. En un mundo con una presión social tan fuerte por el reconocimiento y por la necesidad de vivir intensamente y rápidamente, es comprensible que la cocina pase a un segundo plano. No nos corresponde a nosotros decir si está bien o mal hacer lo que uno hace porque cada persona tiene sus propios dilemas y sus propias responsabilidad. ¿Cómo vamos a culpar a alguien por no estar cocinando? Hay que entender las vidas de cada uno.
¿Cómo cree que están afectando los productos procesados y ultraprocesados a nuestra cultura gastronómica?
Este es un tema que también entra dentro del terreno de la economía familiar, ¿no? Los cocineros defendemos a muerte los productos naturales, el trabajo del productor y el origen del producto, pero, al mismo tiempo, tenemos que ser conscientes de que no todos pueden pagarlo. No sé… Yo, personalmente… Me siento mal cuando hablamos de lo importante y lo valioso que es apostar por productos naturales y acusamos a quien no lo hace de estar haciendo las cosas mal. De pronto no lo hace porque quiera, sino porque no puede. Hay que tener un poco de respeto sobre todo esto.
¿Cuál debería ser el producto indispensable en toda cocina?
El ají amarillo, sin duda. Solo podrás hacer comida peruana con el ají como único ingrediente de sabor. Ceviches, tiraditos, causa limeña, salsa huancaína, ají de gallina, sudado. Es un ingrediente increíble, que por cotidiano y abundante aún no tiene un momento en el Perú. El ají amarillo está esperando su momento para convertirse en una estrella mundial.
¿El elemento clave que necesito para un buen ceviche?
[Risas] Ir a Lima.
¿Y para los que aún no podamos ir?
Te explico. Hay secretos que un libro no te puede contar, como cuando quieres hacer un curry tailandés sin haber ido nunca a Tailandia. Para poder entender el equilibrio de acidez que necesita un ceviche es importante tener la oportunidad de ir a Lima. Sal, limón y ají tienen que tener un equilibrio, un balance de acidez, para que acabe apareciendo un nuevo sabor, una suerte de umami natural que a pesar de ser cítrico se vuelve medio adictivo. Eso es lo que hace de él algo mágico y no una ensalada o un escabeche.
La leche de tigre también es importante, ¿no?
Sí, es el jugo del ceviche, el fruto del contacto de la sal, el limón y el ají con el pescado. Este reacciona antes esos elementos y va dejando un poco de su mar en la salsa. El jugo de mar que bota junto a la sal, el limón y el ají se convierte en el plato en lo que llamamos leche de tigre. La verdad es que no sé cuál es el origen del nombre… Hemos querido creer que es porque te sientes como un tigre después de comerlo, pero, bueno, eso ya queda como algo personal de cada uno. [Risas].
Cuando iba al mercado con mi abuela sabíamos perfectamente que en el verano se comían sandías, que en el invierno había más variedades de papas y tubérculos y el pescado cambiaba en verano, primavera, otoño e invierno
Usted habla abiertamente de sus fracasos -como surfer, como corredor de coches, como cantante de rock, como empresario y al elaborar tus primeros platos-. Es algo raro en los chefs de su categoría.
Supongo que es por vergüenza, pudor o por el sinsabor que en aquel momento te pudo causar el fracaso. Para mí han sido lecciones que me han ayudado a ser más fuerte; errores que han sido una celebración una vez pasó la tormenta. Recuerdo que el primer restaurante nos fue tan bien que, con la confianza absoluta del éxito, nos lanzamos a por el segundo. Nos fue fatal: cerramos en cuatro meses. ¿Qué nos pasó? Hubo un exceso de confianza y tampoco supimos entender el entorno, que no era ni el momento ni el lugar y que los precios no eran los adecuados. Nos creímos capaces de conquistar cualquier territorio imitando lo que ya habíamos conseguido, y no sirvió.
El fracaso es algo que hace que te vuelvas más reflexivo, más sereno y mucho más consciente de tus debilidades. Siempre tuve gran capacidad para aceptar que era un pésimo cantante, que la banda acabó siendo exitosa el día que me fui, y lo mismo ha ocurrido con los restaurantes que he tenido. El pragmatismo y el desapego que tengo a las cosas me ha ayudado mucho en la vida.
¿Alguna vez ha sentido la tentación de cocinar desde el ego, de dejarse llevar por los premios o pensando en futuros reconocimientos?
La naturaleza del cocinero es esperar el reconocimiento. Pero esto es bien importante explicarlo: hablo del reconocimiento inmediato de quien come su plato, no del reconocimiento social. El fracaso para un cocinero es que alguien te diga que no le gustó uno de tus platos. Cuando éramos jóvenes y Astrid [Gutsche, su mujer], que también es cocinera, me decía: “Oye, tu plato… A esto le falta algo”. Para mí era como una daga en el corazón. Y ahí hablaba el ego: “¡A mi esposa no le ha gustado mi plato! ¿Seguramente lo hace porque tiene envidia?”.
El único reconocimiento que me interesa es saber si logré gustarte con mi cocina o te defraudé. Todo lo demás es peligroso. Cuando te preocupa más que la gente venga a reconocerte a ti y a aplaudirte en vez de a disfrutar de tu cocina, empiezan los problemas.
No le voy a preguntar por los eternos rumores sobre su candidatura a las elecciones de Perú, que ya han quedado más que descartados, pero sí me interesa saber si su posicionamiento político le ha afectado en su carrera como chef.
Sí… Hubo un momento, de pronto, en que la cocina peruana se convirtió en una herramienta muy poderosa de promoción del Perú y en un motivo de orgullo, y eso convirtió al cocinero en actor político. Digo un actor político en el sentido de alguien que busca poner en valor lo que produce y la imagen de su país, no participando de los puestos de la política o del debate ideológico. Pero cuando se empezó a decir que, en realidad, detrás de mi discurso había un interés en incursionar en la política… Mi papá era senador, sé perfectamente de qué se trata la política. Se activaron mecanismos de ataque… He tenido que explicar esto más veces de las necesarias para que todo frenase y poder seguir haciendo mi trabajo. Sí, en su momento me afectó, pero también es parte de la vida. Por suerte, ya nadie cree que vaya a ser político y eso ha ayudado a que dejasen de verme como una amenaza.
¿Cómo ve las asociaciones de grandes chefs con empresas de comida rápida?
No voy a entrar a juzgar eso porque yo mismo he sido imagen de un banco, de una cerveza industrial y de una telefónica. Lo hice porque me ayudaron a financiar el festival Mistura [el Festival Gastronómico Internacional de Lima] y otros proyectos sociales. Recuerdo cuando Massimo Bottura [el chef de Osteria Francescana, uno de los mejores restaurantes del mundo] llegó y vio a Coca-Cola como auspiciador del Mistura. En vez de preguntar qué hacía eso ahí, dijo: “¡Genios! El diablo está pagando todo esto”. Depende de cómo lo mires. No puedo criticar eso, no puedo, porque la cocina es un trabajo muy duro, muy sacrificado. Uno debería tratar siempre de ponerse en el lugar del otro.
8