Una vez más me animo a escribir éste artículo desde el desierto de Ubari, al sur de Libia. Al atardecer me gusta acercarme a las dunas, a desconectar del día. El viento, que me suele traer recuerdos de antiguos amores o viejas historias, hoy me ha traído a la cabeza un sitio muy especial: el lago Chad.
Recuerdo que la primera vez que supe de este lugar fue leyendo a Julio Verne. De adolescente, mi belleza oculta pasaba totalmente desapercibida para las chicas, así que consumía los días refugiado en la lectura, devorando sus novelas, soñando sin freno… Lo mismo me acostaba con Miguel Strogoff (en sentido figurado) que me levantaba con la hija del Capitán Grant (unfortunately, mas figurado todavía)
Pero de entre todas sus aventuras, mi favorita fue aquella en que tres amigos atravesaban África durante Cinco semanas en globo y especialmente cuando eran atacados por los biddiomahs, unos piratas que habitaban en unas islas remotas de un océano en mitad del desierto del Sahara. A mí me sonaba tan fantástico que decidí que algún día iría allí.
Todo lo que fui leyendo después no hizo sino alimentar mis fantasías, y por tanto, mis ganas de ir. Las crónicas decían que en sus aguas acechaban mil peligros y que sus riberas estaban controladas por un antiguo imperio, tan lejano y desconocido que hasta los mapas lo habían olvidado.
Leyendas que se mantuvieron en la historia, hasta que en 1823 la expedición de Oudney, Clapperton y Dexham alcanzó sus orillas y empezaron a desvelarse algunos de sus enigmas. Descubrieron que esas historias de países imposibles, con hipogrifos y ninfas, tribus hostiles o cordilleras inventadas eran sólo eso, viejas historias… como las mías. Pero el secreto del nacimiento del Níger se mantuvo intacto, pues el único río que allí llegaba era el Chari, más modesto, pero que también ofrecía grandes dosis de belleza y aventuras.
Por eso recuerdo perfectamente mi entrada en Ndjamena, pues fue tan ansiada como desconcertante. Todavía se oían los disparos de los rebeldes del UFDD que, procedentes de Darfur, habían alcanzado la capital poniendo en jaque al Presidente Deby. Pero a mí no se me iba de la cabeza la necesidad de llegar al lago. Menudo comienzo, presagiaba aventuras.
Pese a la situación de inseguridad de la capital, seguía abierto Le Carnivore, lugar prohibido, un antro, mi bar... y su música rompía el silencio de la noche como tambores lejanos llamando a la guerra. Allí, mientras bellezas de exageradas pelucas bailaban ritmos africanos con movimientos imposibles de traseros pétreos (imagino), yo apuraba mi gintonic y planeaba mis escapadas. Y el lago Chad, tanto por el extremo norte del Camerún como por el lado chadiano, fue siempre mi principal objetivo.
Y por fin conseguí llegar. Después, fui varias veces más. El camino atravesaba aldeas escondidas entre acacias retorcidas por el sol, coloridos mercados y rebaños de camellos o cebúes de grandes cuernos. Llegué incluso más allá, a Mao, la capital de Kanem-Bornu, aquel imperio olvidado de “la parte inútil del Chad” que dirían los franceses (pero que tanto me atrae). De su pasado esplendoroso solo queda un sultán y un bullicioso mercado donde acuden Tedas, Kagas y algunos Tubus llegados de las montañas lejanas.
Me encantaba parar durante la ruta en un lugar llamado Dougia. Además de la belleza del paisaje, el lugar proporcionaba reposo y aventura a partes iguales. Parábamos a comer junto al río, cerca de una familia de hipopótamos, que nos vigilaba o pasaba, ya no sé. Durante la comida nos divertíamos defendiendo cada miga de pan de los ataques coordinados de dos grullas coronadas y varias decenas de cercopitecos, esos monos descarados que se encuentran en cada rincón africano. Eran días increíbles. Desde allí se podía remontar el río en pinaza hasta el lago, recorriendo bancos de arena, aldeas de pescadores, y palmerales, acompañados por la presencia de hipopótamos, cocodrilos y bandadas de abejarucos rojos que por centenares volaban sobre nosotros.
Y entonces llegas al lago y hasta yo, que tengo la misma sensibilidad que un bistec a la plancha, rompes a llorar. No sabes si de la emoción o sobrecogido por la belleza del paisaje. No lo puedo explicar, mejor venid a verlo, pero rápido que dicen que en 20 años desaparecerá. Entonces esto será la crónica de un lugar inventado. Y entonces lloraré de pena.
En fin, viejas historia… el Salat al Maghreb, la llamada a la oración del atardecer, y el rugido de mis tripas llamando a la cena me han hecho regresar al mundo de los despiertos, aunque sigo pensando en los aventureros de aquella expedición. Me emociona saber que pasaron por aquí, siguiendo rumbo sur para atravesar las montañas del Tibesti y el mar de dunas de Yourab antes de alcanzar el imperio de Bornu. Los tres murieron en África. Oudney murió allí mismo, derrotado por el misterio que quería desvelar; Clapperton siguió obsesionado con el Níger y encontró la muerte buscando su desembocadura; y Dexham falleció en Sierra Leona. A los tres se los llevó la misma enfermedad. Dicen que fue disentería. Pero yo sé que fue otra cosa, yo padezco el mismo mal, se llama África.