Los mismos puertos, collados y valles que, durante más de seis décadas (1870-1930), fueron testigos mudos de la migración de cientos de mujeres roncalesas que caminaban cada año hasta las fábricas de alpargatas de Mauleón, en Francia, son hoy parte de una de las rutas de trekking más impresionantes de la península.
Este artículo narra en primera persona los pasos de tres mujeres que, siguiendo parte de aquel recorrido histórico, encontraron en la Ruta de las Golondrinas un camino de cumbres escarpadas y grietas kilométricas –las del mágico karst de Larra– por el que, paradójicamente, cuidar las unas de las otras y caminar unidas y con decisión resultó más sencillo que nunca.
Preparando la aventura
Esperábamos que aquella lluvia torrencial que caía a última hora de la noche sobre el refugio de Belagua, en lo alto del Valle de Roncal, fuera la última tormenta de la que tuviéramos que resguardarnos en los cuatro días de ruta en los que habíamos decidido dividir nuestra aventura.
De entre todas las opciones que existen para realizar la Ruta de las Golondrinas –la Golondrina Alpina, la Golondrina Clásica o la Gran Golondrina, que dividen el recorrido en tres, cuatro o cinco días respectivamente–, habíamos elegido la intermedia por ser el recorrido más clásico y permitirnos elegir una versión más exigente en cada una de las etapas.
Optamos también por adquirir el forfait disponible en la web de la Ruta que, aunque no es obligatorio, nos permitió olvidarnos de la logística de las reservas en los refugios; una opción más que recomendable ya que, además de incluir la reserva de las pernoctas y algunos regalos de La Ruta (un termo, una mochila, una camiseta, un mapa y unas alpargatas conmemorativas) permite agilizar el trabajo de los refugios y apoyar un emprendimiento local del Valle.
Una previsión meteorológica más que dudosa fue el desencadenante de la última gran decisión en la preparación previa a esta aventura; realizaríamos esta ruta circular en sentido contrario al habitual.
De esta forma, acometeríamos las etapas más cortas los dos primeros días, en los cuales había previsión de tormentas vespertinas, a cambio de sacrificar la mayor parte de información y recorridos descargables existentes en la red.
La tormenta amainó sobre media noche, dando paso a un cielo despejado en el que una luna llena inmensa brillaba tanto como lo hacían aquella noche de principios de mayo los últimos resquicios de nieve sobre las cumbres de Larra.
En la cumbre del Arlás, a 2.044 m, nos preguntamos por primera vez cómo sería para aquellas mujeres atravesar eso parajes llenos de subibajas con unas simples alpargatas en los pies
Desde Belagua hasta Jeandel: cruzando la frontera a 2000 metros de altitud
Comenzamos a caminar sobre las siete de la mañana a través de las praderas verdes, plagadas de vacas y perretxikos, que separan el refugio de Belagua collado de Eraiz, el primer hito de una jornada en la que tendríamos que salvar 900 metros de desnivel positivo en 11 kilómetros, cargando todo lo esencial en unas mochilas que rondaban los diez kilos.
Un pequeño tramo por el andén de la carretera que en invierno asciende hasta la estación de esquí nórdico de Larra-Belagua y en el que apenas nos cruzamos unas cuantas motos, nos llevó hasta un pequeño valle de un verde extraterrestre, que remontamos hasta el hombro del pico
Desde allí, una bonita trepada con la niebla envolviéndonos a ratos que finalmente dio paso al paisaje kárstico y plateado que se extiende a las faldas del pico Anie (Añuamendi en euskera) nos dejó en la cumbre del Arlás, a 2.044 m.
Aquel fue el punto más alto de la jornada y el lugar en el que, entre bocadillos de queso y salchichón, y bien equipadas con nuestros cortavientos, bastones, botas de senderismo y cobertura 4G en los teléfonos, nos preguntamos por primera vez cómo debió ser para aquellas mujeres, hace ciento cincuenta años, atravesar esos parajes llenos de subibajas, envueltas en sus sayos y con unas simples alpargatas en los pies hasta llegar a Mauleón.
Esta emigración, de la que formaban parte muchas jóvenes del valle de Roncal y de algunos otros valles colindantes, como los de Hecho y Ansó, tenía lugar cada mes de octubre, antes de las primeras nieves.
Su objetivo no era el coqueto y acogedor refugio de Jeandel, al que nosotras llegaríamos apenas una hora después de hacer cumbre y justo antes de que el cielo se rompiera en una tormenta, sino las fábricas de alpargatas de la ciudad francesa de Mauleón, en las que las golondrinas llegadas desde esta parte del Pirineo eran mano de obra barata y eficiente.
Ellas caminaban sin apenas descanso, sabedoras de que la nieve y el frío podrían sorprenderlas en cualquier momento, sumando un riesgo más a la humedad característica del Pirineo Navarro que empapaba los bajos de sus faldas, sus alpargatas y calcetines de lana durante todo el camino.
Fue en el refugio de Jeandel –el último de la ruta cuando esta se hace en el sentido habitual– donde nos hicieron entrega del par de alpargatas que conmemoran esta historia, desconocida hasta no hace tanto tiempo, que hoy se honra a través de esta Ruta de las Golondrinas y de varias asociaciones que trabajan, incansables, para recuperar la memoria histórica del valle de Roncal.
En nuestro propia relato quedará grabado para siempre el momento en que, después de recibir las alpargatas con cierta emoción, una de nosotras puso en palabras un sentimiento compartido que, a menudo, ocurre en la montaña: el de encontrarse de nuevo en un estado de plenitud que hacía tiempo que se echaba de menos.
Desde Jeandel hasta Laberouat: el Pirineo mágico
La segunda vez que fuimos conscientes de la fortuna de estar disfrutando de aquella aventura con todos los medios de información y predicción meteorológica habidos y por haber fue cuando, poco después de amanecer sobre el refugio de Jeandel, tuvimos que renunciar a hacer cumbre en el precioso Pic d'Anie, la montaña triangular y perfecta que dibujaría un niño.
Las altas previsiones de tormenta y la cantidad de nieve dudosa que todavía quedaba en el último tramo de una ascensión que se discurre enteramente por un terreno kárstico, plagado de traicioneras grietas, nos obligaron a tomar esta vez la ruta más sencilla hasta nuestro siguiente destino, el refugio de Laberouat.
Pero como en todos los caminos que no se eligen pero tienen que recorrerse, en aquella segunda etapa que comenzó a regañadientes hubo un regalo inesperado: fue uno de los recorridos más indescriptiblemente bellos que las tres hemos disfrutado nunca en la montaña.
Una sucesión de paisajes de cuento en la que atravesamos praderas plagadas de marmotas, trechos serpenteantes entre rocas calizas abrasantes al tacto, senderos estrechos que parten las faldas de una pedrera inmensa y, al llegar al Pas d’Azuns, una imponente vista del Anie envuelto entre nubes ante la que disfrutamos de un almuerzo al cobijo de una roca mientras la tormenta anunciada tenía lugar.
El descenso hasta el refugio de Laberouat, junto a la versión 'difícil' de esta etapa, fue el broche de oro a la jornada, adentrándonos en un bosque de hayas de aspecto mágico que recorrimos bajo una llovizna que no restó ni un ápice de encanto a este final inolvidable.
Por suerte, las alpargatas que habíamos añadido a nuestra mochila el día anterior nos permitieron descansar los pies –las ampollas y rozaduras más o menos habituales empezaban ya a hacerse notar– mientras secábamos las botas tomando unas merecidas cervezas.
Desde Laberouat hasta Linza: la triple frontera de Francia, Navarra y Aragón
Tal vez fue la reserva de energía que acumulamos el día anterior o tal vez la pequeña decepción que arrastrábamos por no haber podido coronar el Anie, pero nuestro tercer día en la Ruta de las Golondrinas comenzó decidiendo endurecer aquella tercera etapa entre Laberouat y Linza.
En lugar de seguir la etapa que forma parte de la Golondrina Clásica, optamos por cruzar de vuelta a España haciendo cumbre en la Mesa de los Tres Reyes, la más alta de Euskal Herria y triple muga entre Francia, Navarra y Aragón.
En total, fueron 1.800 m de desnivel positivo y otros tantos de desnivel negativo los que sumamos en la etapa más alpina de todas en la que, al importante esfuerzo físico, tuvimos que sumar algunos elementos más que todavía nos hacen recordar aquella ascensión a la Mesa de los Tres Reyes como uno de los días de mayor gestión y aprendizaje de nuestra experiencia en la montaña.
Primero fue un amago de pájara tratado con cuidado, comprensión y paciencia por mis compañeras de fatigas. Después, un parón de más de una hora envueltas en una antecima de la que no podíamos siquiera vislumbrar la forma ni el momento de salir y en la no nos quedó más remedio que mantener la calma hasta hollar cumbre después de un periplo entre rimayas, trepadas ligeramente expuestas y una niebla que no se nos despegaba.
Aquel día me di cuenta de que la montaña entre amigas, entre mujeres, es una montaña distinta, más amable, incluso –o especialmente– cuando muestra su cara más hostil.
Al día siguiente de regresar a nuestra parte del Pirineo desde la Ruta de las Golondrinas, encargué en la librería local el libro de Elena Moreno Scheredre La frontera lleva su nombre, que narra la historia de tres generaciones de mujeres roncalesas y en la que la bisabuela de la protagonista fue, como otras muchas, una golondrina.
Aquel día me di cuenta de que la montaña entre amigas, entre mujeres, es una montaña distinta, más amable, incluso –o especialmente– cuando muestra su cara más hostil
No sabía que en esta historia ficticia pero basada en los hechos que acontecieron entre 1870 y 1930 encontraría, al leer los pasajes en los que esa bisabuela cruza por primera vez los montes del Pirineo Navarro con una mezcla de temor, agradecimiento y ternura hacia las otras golondrinas que hacen más llevadero su camino, un paralelismo tan claro con el pensamiento que surgió entre nosotras en esa triple frontera desde la que casi pudimos tocar el cielo, como golondrinas de verdad.
Desde aquella mole de piedra aún teníamos un descenso interminable hasta el refugio de Linza; un nuevo cruce de frontera solo dos días después del anterior. Las golondrinas del Roncal todavía tenían que esperar unos cuantos meses, hasta la primavera, momento en el que regresaban a sus casas, justo al mismo tiempo que estas aves migratorias.
Desde Linza hasta Belagua: el último vistazo atrás
La última etapa de esta aventura nos llevó desde el refugio de Linza, en el que la noche anterior caímos rendidas bajo el techo abuhardillado de la habitación, de vuelta hasta Belagua, nuestro punto de partida.
Por el camino, aún tuvimos tiempo (y espíritu) de ascender una última cumbre, la del Txamantxoia. Una atalaya natural desde la que, como en todo final de una buena aventura, pudimos tomar perspectiva de la parte del Pirineo que, solo unas horas más tarde, terminaríamos de recorrer sin mucho más apoyo que el de nuestras piernas, un par de bastones por cabeza y algunos trozos de queso y embutido que llevábamos en nuestras mochilas –cada vez más ligeras–.
Como cada kilómetro de los casi 55 que recorrimos aquellos días, la bajada desde el Txamantxoia hasta el Rincón de Belagua, en la parte baja del Valle, nos dejó algunas postales para el recuerdo.
Entre ellas, un tramo de bosque, corto y perfecto, por el que caminamos bajo un arco de ramas abrazadas, como si fuéramos camino de un jardín secreto que me brilla todavía en las pupilas con tanta fuerza como la luna llena sobre Belagua después de aquella tormenta.