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Je suis Ortega Cano, el matador

Darío Adanti y Edu Galán, dos de los fundadores de la revista Mongolia.

Darío Adanti

Sí, nos ha llegado la sentencia del juicio por la demanda que nos puso el torero Ortega Cano por utilizar su imagen para el cartel de nuestro show de Mongolia el Musical 2.0. en Cartagena en noviembre del 2016. La jueza asume enteramente lo exigido por Ortega Cano y nos condena a pagarle 40.000 euros sin explicación de por qué estima que la vulneración del honor que el demandante atribuye a la utilización de su imagen en nuestro cartel vale esa suma y no otra.

Si uno analiza la sentencia puede ver que lo que se determina como delito no es otra cosa que el mecanismo mismo de la sátira: «Sin conocimiento previo del protagonista ni vinculación de la imagen con la temática del evento, la proyección pública no ampara el uso indiscriminado de su imagen ni la burla de su figura, el rendimiento económico con la vejación y burla de la imagen».

Analizando esta frase uno advierte, si está habituado al oficio de la sátira de actualidad, varios problemas de base:

«Sin conocimiento previo del protagonista»: es inimaginable pensar que los que hacen humor satírico sobre la actualidad tengan que contactar primero con los personajes públicos para avisarles de que serán satirizados.

...«ni vinculación de la imagen con la temática del evento»: el evento es un show que satiriza aquello que es público, un show que se hacía en la ciudad de nacimiento de un personaje público que por aquellos días salía de la cárcel tras ser condenado por homicidio imprudente y que, tras cumplir condena, volvía a los ruedos a torear para festejo de algunos medios dedicados al mundo del corazón es algo que, llámenme loco, a mí me resulta un vínculo bastante claro entre la imágen y la temática del evento que no es otro que la sátira.

...«la proyección pública no ampara el uso indiscriminado de su imagen»: según el diccionario de la RAE, «discriminar», en el caso que nos ocupa, significa «seleccionar», es decir que «no discriminado» significa «sin seleccionar»… no se me ocurre peor palabra para alguien que, por su imagen pública y por lo que fue público de él, fue seleccionado especialmente como imagen para dicho cartel.

...«ni la burla de su figura»: otra vez según el diccionario de la RAE, la sátira es un «discurso o dicho agudo, picante y mordaz, dirigido a censurar o ridiculizar», y «ridiculizar», según el mismo diccionario, no es otra cosa más que «exponer a la burla». Es decir que la sátira son dichos mordaces dirigidos a censurar -o ejercer la opinión crítica- a través de recursos que le son propios como es el de ridiculizar al personaje público...

...«el rendimiento económico con la vejación y burla de la imagen»: es al menos sorprendente que se mencione el «rendimiento económico a través de la burla» porque una revista satírica vive de la sátira que no es ni más ni menos que la burla a las actitudes de personajes que son públicos. Lo que también es sorprendente es que si la ganancia neta del show para la revista, descontando gastos de desplazamientos, alojamientos y dietas, y honorarios de técnicos y actores, fue de 828 euros, resulta desmesurado que se determine que el daño producido por dicho rendimiento económico a través de la burla, es decir, de la sátira, sobre el vulnerable honor del personaje en cuestión, se cifre en 40.000…

La sátira, tal como la conocemos hoy en Occidente, viene de la Grecia antigua primero, y de la cultura latina después, y tiene más de 2.500 años. Y, sin duda, uno de sus máximos referentes fue el comediógrafo Aristófanes que, en sus comedias, se preocupó mucho por burlarse de todo lo público, desde la nobleza hasta los autores trágicos como Eurípides o los filósofos de moda como Sócrates; desde actores o poetas de su tiempo a políticos, militares y hasta de los propios dioses. Ni más ni menos que como hacemos los que hacemos sátira hoy. Y Aristófanes lo hacía siempre con ironía, sarcasmo, escatología, exabruptos, insultos o sutilezas… haciendo uso indiscriminado de las figuras públicas y no tan públicas a través de la burla y vejación de sus imágenes. Y sí, parece que el tipo vivía de eso, es decir: se lucraba de la imagen -o prestigio, u honor- de aquellos a los que caricaturizaba en sus comedias.

Por cierto, la comedia de Aristófanes de fuerte carácter político y satírico -en el sentido actual de la palabra- se desarrolló sobre aquella primera democracia griega y desde entonces el género satírico ha estado ligado especialmente a las democracias, no hay totalitarismo, del signo que sea, que soporte la sátira.

Y la sátira es parte fundamental de la libertad de expresión porque prueba la elasticidad de sus límites -de la propia libertad de expresión y del pensamiento en general- y de nuestra propia tolerancia ante algo tan superficial como son las ofensas cuando, no nos engañemos, hablamos de ofensas que son pura ficción articulada no sólo para hacer gracia sino, también, para opinar.

Hablamos de libertad de expresión -y de opinión y de sátira- que nació también en la antigua Grecia con la «libertad de palabra» de la que hacían gala los filósofos cínicos de la secta del perro, como Diógenes, Crates o Hiparquia, que optaron por vivir fuera de las imposturas sociales de la polis y decir en voz alta a los viandantes y en plena calle aquello que les venía en gana. Sí, incluidos los insultos.

Más allá de que nunca entendí el concepto de «vulneración al honor» porque siempre creí que el honor se lo labra o se lo demuele uno mismo con sus actos y que no hay chiste, dicho, imagen u ofensa que pueda modificar aquello que no es más que responsabilidad de cada uno como portador del propio honor, estamos viendo cómo, con demasiada frecuencia, se judicializan opiniones formuladas desde el humorismo, la sátira u otras formas de expresión cultural.

Cuando publiqué en enero de 2017 mi ensayo en forma de cómic Disparen al humorista sobre la libertad de expresión y los tan cacareados «límites del humor», lo hice porque, entonces, hace ya un poco más de un año, me alarmó comprobar que, tras el apoyo masivo en defensa de la libertad de expresión después del atentado a los dibujantes del Charlie Hebdo -con aquel emblemático «Je Suis Charlie»-, los casos de escándalos, juicios o sentencias relacionados a la expresión -especialmente la humorística- lejos de disminuir, se multiplicaron.

Y un año después de publicar el cómic, los casos judicializados relacionados con la libertad de expresión se han vuelto el pan de cada día y las sentencias no parecen avalar aquel «Je Suis Charlie» con el que las buenas mentes de Occidente defendieron el derecho a expresarse, sino más bien parecen mostrar un auténtico y alarmante retroceso en la calidad democrática. Hoy vemos al humor, con peligrosa insistencia, en el banquillo de los acusados cuando no, de los condenados.

En aquel libro decía que el problema de judicializar el humor, la sátira o cualquier otra forma de expresión, es que aquellos que mediante la demanda pretendían que desaparezca aquello que les ofendió, lograban, en estos tiempos de viralización, el efecto contrario: la amplificación y la multiplicación de aquello que querían ocultar.

En aquel libro decía, también, que el problema de judicializar el humor es que cuando la justicia juzga lo cómico la propia justicia, se convierte, me temo, en un chiste.

Y ese chiste, el de la justicia que condena la libertad de expresión, no es que sea un chiste malo, es que es el único chiste que, realmente y en términos materiales, es tremendamente peligroso. Peligroso, al menos, para los que queremos vivir en una democracia plena y total.

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