Misión: salvar al Estado
Me encuentro entre los que piensan que la solución al conflicto catalán está hoy más lejana que hace un año. El cambio en el Gobierno de España ha contribuido a desinflamar el ambiente, pero el conflicto continúa empantanado y la sociedad polarizada y fragmentada. Demasiada gente se siente cómoda en la confrontación y la utiliza como estrategia política.
Ante la imposibilidad de encontrar una solución deberíamos encaminar todos los esfuerzos a buscar una salida, que no es exactamente lo mismo. No es tarea fácil, porque se trata de pactar el desacuerdo como salida de emergencia y esta pasa hoy por un estrecho sendero que atraviesa un terreno muy abrupto, el de los Tribunales de Justicia.
Así que se acerca el juicio ante el Supremo se hace más evidente la irresponsabilidad de haber renunciado a la política y judicializado el conflicto, lo que limita la capacidad de la política para incidir en la búsqueda de una salida.
Y si judicializar el conflicto fue una irresponsabilidad, ahora este error se agranda por los intentos de algunos de los protagonistas de abordar los avatares judiciales con la lógica de la política. Al tiempo que ignoran un aspecto clave, el de la psicología del Poder Judicial, que es la de las personas que desempeñan esta función pública.
Para encontrar una salida, primero necesitamos tomar consciencia de cómo hemos llegado a una situación tan endiablada, que puede complicarse aún más si el proceso judicial termina con elevadas condenas de cárcel. Las responsabilidades son muchas y compartidas.
El independentismo cometió un inmenso error, creer que desafiaba solo al Gobierno, cuando su desafío era al Estado. Se confrontaron al poder del Estado que más conciencia de poder tiene, el Judicial. Formado por personas a las que la sociedad les ha otorgado, en su función de juzgar, la capacidad de disponer de la vida, la libertad y el patrimonio de sus conciudadanos.
Durante meses asistimos a una desenfrenada competición para ver quien hacia más ostentación de desobediencia. En ocasiones más escénica que real, como se evidenció el 27 de octubre del año pasado y recientemente con la impostada insumisión de cartón piedra de la alcaldesa de Berga.
Se sucedieron imágenes en las que se rompían en público resoluciones judiciales, concentraciones de legitima solidaridad se convertían en desafíos a los Jueces. Actos del Parlament que constituían una clara desobediencia a las resoluciones de los Tribunales, incluido el Constitucional, a los que se llegó a tachar de ilegítimos.
En aquellos meses se comenzó a mascar la tragedia. Se extendió entre muchos miembros del poder judicial -de todas las sensibilidades- un sentimiento de ninguneo en relación a su función judicial.
El clímax llegó a partir del 1 de octubre, cuando la sociedad española asistió en directo a un desbordamiento total del Estado. No se encontraron las urnas, no se pudo evitar una participación masiva en las votaciones. Y la única respuesta del Gobierno Rajoy fue represiva, enviando a unas fuerzas de seguridad que están preparadas para ocupar un territorio y defenderlo pero no para desocupar de manera incruenta espacios públicos ya ocupados.
Ese día se generó en amplias capas de la población la percepción que el Estado español había sido derrotado, ninguneado y humillado. A ello contribuyó el desconcierto del gobierno Rajoy y la ostentación de victoria de un independentismo eufórico.
De ahí, nacen el discurso del Rey el 3 de octubre y el inicio, con la detención de Jordi Cuixart y Jordi Sánchez, de una reacción judicial desproporcionada. Se extendió entre sectores de la Magistratura la percepción que el Poder Judicial era la última línea de defensa del estado de derecho. Y algunos de sus miembros se autoimpusieron la misión de “salvar” al Estado.
Esta es, desde mi punto de vista, la razón que lleva a imputar el delito de rebelión a los detenidos, contra la opinión de la inmensa mayoría de los penalistas del país que son incapaces de ver en la actuación de las personas imputadas el menor indicio de violencia, imprescindible para poder acusar de rebelión.
La motivación que ha guiado las decisiones judiciales en la fase de instrucción ha sido conseguir la neutralización política de los dirigentes independentistas para abortar un proceso que se considera pone en riesgo al propio Estado.
El delito de rebelión, combinado con la situación de prisión preventiva de las personas imputadas, es el único supuesto previsto en el Código Penal que permite la suspensión para el ejercicio de cargo público, antes de dictar sentencia. Esta podría ser la causa del mantenimiento, claramente abusivo a mi entender, de la prisión preventiva durante toda la instrucción. Incluso en el caso de Joaquim Forn para el que los fiscales del Supremo llegaron a solicitar la libertad, que fue desestimada por la Sala de Apelaciones.
Mucho me temo que estos factores de psicología judicial se mantienen hoy y no son solo una cosa de Llarena, sino que alcanzan a una parte significativa de los miembros de la Sala Penal del Tribunal Supremo, que han avalado en varias ocasiones las decisiones del Instructor.
Se equivocan, o quizás tienen otros objetivos, los que insisten en pedir una intervención del Gobierno en el proceso judicial. Entre otras cosas porque cuanto más insisten en público en esta intervención política más difícil ponen la salida.
Intuyo que el juicio y la sentencia del Supremo van a estar mucho más condicionados por factores de psicología judicial que por las presiones políticas.
Se mantiene en una parte de la Magistratura la misión autoimpuesta de “salvar” al Estado, aunque se justifique como una estricta defensa del estado de derecho. Actitud alimentada desde las filas independentistas por quienes defiende que debe consumarse el desafío que no se materializó el 27 de octubre. En este sentido la línea de defensa jurídica por la que se opte puede ser importante.
Parece improbable que la sentencia imponga penas que estén por debajo del tiempo de cárcel que en el momento del juicio hayan cumplido las personas en prisión provisional. Ello significaría desautorizar al Instructor y reconocer la injusticia de su largo encarcelamiento preventivo.
El Tribunal necesita individualizar las responsabilidades, abandonando el vicio de disparar acusaciones y condenas a 'perdigonada' muy frecuente en los procesos judiciales condicionados por su impacto público.
Los miembros del Supremo tendrán su mirada puesta en las futuras resoluciones del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, del que mucho me temo que el Estado Español pueda recibir algo más que una 'colleja'.
Sin olvidar el peso de la responsabilidad que para los miembros del Tribunal supone sentenciar en un proceso penal de esta naturaleza. Una cosa es dictar resoluciones provisionales y otra una sentencia firme en un caso de tanta trascendencia.
En este sentido también puede incidir en los miembros del Tribunal la percepción de pérdida de autoridad del Supremo, fruto de su actuación en casos como el de las hipotecas y los bancos. Recordemos que la fuerza de los Tribunales reside sobre todo en la “auctoritas” que la ciudadanía reconoce o no a sus decisiones. Y esta credibilidad en relación al Supremo está en momentos bajos.
Hay un último factor muy importante, que no deberíamos obviar, el tempo político en que se desarrolle el juicio y sus distintas fases. El margen de maniobra de la Fiscalía para modular sus peticiones y del Tribunal para dictar sentencia es muy amplio. Entre la absolución, que unos ven como la única sentencia justa y otros como impunidad y la condena por rebelión, que unos ven como una sentencia justa y otros como una justicia vengativa, existe un amplio abanico de tipos penales por los que el Supremo puede optar dentro del marco de la ley y del estado de derecho.
Este amplio margen jurídico está condicionado por el momento en el que la Fiscalía formule sus conclusiones definitivas y el Tribunal Supremo dicte sentencia. No es lo mismo que estas fases procesales se desarrollen una vez pasadas las elecciones del mes de mayo o que coincidan de lleno con la campaña electoral, cuando los riesgos de instrumentalización y manipulación política son muy importantes.
Estoy convencido, aunque mejor sería decir que tengo la esperanza, que el Tribunal Supremo tendrá presente el viejo aforismo jurídico “Summum ius, summa inuiria” o sea que cuando el derecho se aplica de manera extrema provoca una extrema injusticia.
No sea que queriendo “salvar” al Estado, se deteriore la credibilidad de uno de sus pilares, el Poder Judicial y se contribuya a agravar aún más la fractura de la sociedad, catalana y española.