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Y después ¿fascismo o Estado social?

"No volveremos a la normalidad, porque la normalidad era el problema", pintadas en Hong Kong y otros lugares

Rosa María Artal

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Prestemos atención primero a unos datos. Casi dos millones de contagiados y 121.000 muertos. Apenas tres meses después de que la OMS comunicara la existencia de una “neumonía de causas desconocidas” en la ciudad china de Wuhan, los balances se van precisando. Hace un mes, tan solo, el 10 de marzo, todavía eran 114.000 los casos y 4.000 los fallecidos en todo el mundo. Desde entonces el coronavirus despegó en crecimiento exponencial y arrastró pilares esenciales de la convivencia.

Cierre de fronteras, confinamiento, paralización de la actividad, sin futuro concreto de un tratamiento curativo no hacía falta ser un experto para saber que el mundo se disponía a entrar en una recesión económica sin precedentes. Temporal, en principio. El FMI le ha puesto cifras y nombre –sin ellos no podemos vivir-: El Gran Cierre. España es uno de los países más afectados con una caída del 8% del PIB, que se reduciría a la mitad en 2021, y una subida del paro hasta el 20,8%, según las estimaciones. Recordemos que con la crisis de 2008 –ésta se quedó únicamente en fecha- subimos al 27%. Ahora toca atender a lo que se cuece bajo todos estos datos tremendos. Y estar alerta, como nunca lo estuvimos antes, por cuanto se juega en este envite.

La batalla se libra cada día, palabra a palabra, plano a plano, bulo a bulo, razón a razón. Sobre la incertidumbre, la angustia, el dolor, la muerte e incluso la esperanza. No es una cuestión de ideología académica, son concepciones de la vida diferentes, opuestas, que se palpan en el transcurrir de la humanidad. Hoy, con la pandemia del coronavirus, se han agudizado. Lo cierto es que, conmocionados por un brutal choque, volvemos –porque no es la primera vez- a estar extremadamente vulnerables para ser usados. Aunque, también mucho más conscientes de lo que ocurre, por qué, y qué es lo que realmente importa.

Estamos sobrecogidos por un mazazo imprevisto. De nuevo expuestos a “la doctrina del shock”. La que se practicó de la mano de Milton Friedman, el padre de la escuela neoliberal de Chicago, quien argumentaba que “solo una crisis –real o así percibida- puede producir un auténtico cambio”. La investigadora canadiense Naomi Klein lo explicó en su memorable libro del mismo título que, publicado en 2007, anticiparía lo que estaba próximo a suceder en el gran crack económico de 2008. Esas crisis de las que hablaba Friedman producirían los efectos deseados si se orientaban en la forma debida para aprovecharse de la fragilidad social ante una catástrofe. Y lo había corroborado.

Vivimos uno de los momentos más críticos de la historia, con una mezcla de factores que exige tomar decisiones. Porque cada paso que demos hoy irá en una dirección u otra, marcando un camino que tardará en revertirse y condicionará nuestra vida. “Nos enfrentamos a elegir entre vigilancia totalitaria y empoderamiento ciudadano”, escribía hace unos días también Yuval Harari (el acreditado autor de Sapiens). Porque los nuevos fascismos tiene diferentes versiones y matices.

España vive ese fascismo tosco y corrupto tradicional. Aunque utilizando todas las redes de la propaganda actual y un cuantioso presupuesto. Recordemos el millón de euros que la fundación de Abascal ingresó en 10 años en una cuenta opaca, o la financiación iraní admitida por ellos al ser publicada. Vox ha fagocitado a un PP sumido en la deriva por Pablo Casado y Cayetana Álvarez de Toledo. Con aspiraciones de poder a cualquier precio, esta derecha extrema practica una oposición delirante cargada de bulos y agresiones. Tiene su público. Uno, capaz de engullir este paquete y hasta las barbaridades de algunos de sus miembros como decir que el Gobierno de Pedro Sánchez ha practicado la “eutanasia” en las residencias de ancianos. Ese pozo negro de gestión a cargo o supervisión precisamente de ellos, de la tripe derecha en gobiernos como la Comunidad de Madrid, con el aterrador balance de miles de ancianos muertos. No se puede ser más perverso. Hasta llegar a preguntarnos, como hacía el escritor Suso de Toro, de dónde procede esta gente, los líderes y –añado- sus seguidores para llegar a estos extremos denigrantes. El problema es que la crisis sanitaria y económica existe y con estos especímenes poniendo zancadillas va a ser doblemente duro. Y no hay derecho.

El coronavirus ha “sorprendido” en el poder a una serie de dirigentes de corte similar a nuestros ultras. Bolsonaro anda enloquecido por las calles de Brasil abrazando a sus seguidores y todos ellos sin medida de protección alguna, mientras militares están empezando a tomar el control en su lugar. La presidenta golpista de Bolivia deja la curación en manos de Dios. En Chile, el presidente Piñera declara –pueden oírlo- que ha incluido en la lista de pacientes “recuperados” a los fallecidos porque “ya no contagian”. El colmo está más arriba, en Estados Unidos, donde Donald Trump anda absolutamente noqueado.

Se había acabado previamente la cooperación internacional. La crisis del coronavirus ha demostrado muchas cosas, entre ellas el fracaso de los nacionalismos proteccionistas del tipo que impulsaba Estados Unidos como primera potencia. Y verán en este amplio y excelente artículo de eldiario.es lo que ahora se dilucida: “quién se hará con el liderazgo del mundo posterior al virus, China o Estados Unidos”. Patrick Wintour, editor diplomático de The Guardian, concluye que la batalla la está ganando Oriente: “estados asiáticos como Japón, Corea, China, Hong Kong, Taiwán o Singapur, de mentalidad autoritaria derivada de su tradición cultural basada en el confucionismo. Sus habitantes son menos dados a la rebelión y más obedientes que en Europa”.

La tendencia autoritaria ya se advierte en las medidas de control social impuestas en muchos otros países, en principio por la enfermedad. En todo el mundo, pocos se salvan.Google y Apple ya tienen organizado un seguimiento telemático… del coronavirus. Perdiendo privacidad. La doctrina del shock, presunta seguridad a cambio de libertades. Son compañías norteamericanas. Probablemente, sin Trump que es ya un estorbo para todo, no se haría China con esa hegemonía y tienen mucho poder. A estos niveles se está moviendo el mundo. Lo seguro es que Europa pierde como tal, incrementa la deriva a la que la ha llevado una UE inoperante que sigue sin admitir lo que el club formado le exige en momentos como éste.

Por países va siendo distinto. Portugal está dando una lección impagable de cooperación y democracia entre sus fuerzas políticas. Y lo cierto es que hasta Macron en Francia o Merkel en Alemania ponen ya en valor el papel del Estado desde ideologías conservadoras. El Gobierno español lo intenta, con esa fuerte oposición que conocemos, que parece influir en alguna medida menos decidida que otras países. Una renta básica o similar ya se ha implantado fuera, hasta con gobiernos de la derecha, mientras aquí la que proponía Unidas Podemos no ha salido adelante en el Consejo de Ministros. De cualquier modo, los decretos del Gobierno han sido en ayuda de los más perjudicados. El de Conte en Italia también lo ha hecho. Y ha desactivado, según leo, al fascista Salvini, lo que no se consigue aquí. Quizás por el apoyo mediático que tiene la ultraderecha –toda la derecha- o las peculiaridades de un sector de la sociedad española.

Confinados en casa, acechados por temores de supervivencia en la salud y en la pobreza, vamos viendo cuán necesario era contar con un Sistema de Sanidad Publica fuerte que el neoliberalismo hegemónico desde 1989 desmanteló. Resulta que nuestra salud era un negocio. Se ha constatado ahora, en algunos países en sus propias carnes, que curar enfermedades “caras” no está al alcance de los salarios de cualquiera. También se tocó la educación –y con más hondo alcance ideológico- y otros servicios públicos. Las carencias en los sistemas sanitarios han sido decisivas en el abordaje de la pandemia. Lo vistan como lo vistan, es la realidad.

De repente, millones de personas han caído en la cuenta de que los profesionales más necesarios son los especialistas en todas las ramas de la medicina, en cuidados y protección, en servicios elementales. Algunas de las profesiones menos valoradas y peor pagadas han pasado a ser imprescindibles. De repente, los héroes son los sanitarios, productores de alimentos, transportistas, empleados de supermercado y toda la lista que se ha hecho visible en su esfuerzo, y no los famosos varios, ni todos los especializados en predecir el pasado. Desde luego, no los bufones de medio pelo al servicio del más de lo mismo, que sobresalen en el periodismo que ha hecho de todo un espectáculo.

Puede ocurrir, sin duda, un regreso al timo de 2008. Es la situación más similar por el destrozo económico. Superado el primer susto por el desastre económico al que la crisis del capitalismo había llevado al mundo, los líderes mundiales formaron el G20 ampliando el G8 para buscar soluciones. “Vamos a refundar el capitalismo”, dijo Sarkozy desde Francia. “Ha llegado el principio del fin de los paraísos fiscales”, anunció Zapatero con su sempiterna buena voluntad. Luego lo pensaron mejor, particularmente Merkel y Sarkozy, y decidieron que mejor se las compusiera cada uno como pudiera y que era hora de usar la tijera con los ciudadanos para que fuéramos nosotros, los ciudadanos, quiénes pagáramos sus facturas.

Volver a lo mismo no sería exactamente al punto de hace dos meses siquiera, sería con mayores controles y más perdida de libertad. Es otra de las fases de la Doctrina del shock. Mucha gente lo acepta sin saber que tampoco gana seguridad. Recuerden el 11S, hubo un espectacular aumento del militarismo y de leyes represivas. Y, fíjense, casualmente y por el contrario, fue el auténtico despegue del terrorismo.

Pocas veces ha estado más claro en nuestras vidas el camino a tomar, el signo del camino a tomar, al menos. Debemos ocuparnos de lo que constituye nuestra vida. El capitalismo feroz es un fracaso, constatado hasta por el escaso equipamiento del que disponía para afrontar algo como un virus. Con las transacciones financieras no se combate la enfermedad. Ni se vive sin respirar aire limpio. Ni con las incertidumbres que estamos padeciendo. Es una sociedad para los ciudadanos lo que se precisa, donde pagar impuestos –recabados y distribuidos con justicia- sirva para cubrir las necesidades esenciales. Y no para subvencionar parásitos que terminan yendo en contra de ese bien común. Ni para dejar el Estado limitado a las fuerzas de seguridad como preconiza la ultraderecha, con el fin de que a su mando controlen las protestas.

Nos queda un largo camino por recorrer y es una carrera de fondo. Que sea hacia un futuro mejor, que el dolor padecido nos sirva para llevarnos a la luz depende en buena medida de nuestras decisiones de hoy. Es posible pero hay muchos dedicados a impedirlo en provecho de su propio negocio. Y una cantidad relativa, pero muy ruidosa y agresiva de mastuerzos, dispuestos a seguirles hasta el abismo. Es labor nuestra no permitírselo. No hay equidistancia posible para la escoria que puede desbaratar el futuro. Hay que reconstruir lo derruido y levantarlo sólido y firme.

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